En cuanto una tecnología se introduce en la vida humana —ya sea el fuego, la rueda, el automóvil, la radio, la televisión o Internet— la cambia hasta extremos que nunca logramos comprender plenamente. Puede que los coches se inventaran originalmente para facilitar los viajes, pero pronto se convirtieron en objetos representativos de deseos prohibidos. Según Illich, «el estadounidense medio invierte 1.600 horas en recorrer 12.068 km: menos de 8 km por hora» —poco más de lo que podría recorrer por su propio pie—. ¿Qué es más importante hoy: el uso de los coches como medios de transporte o su uso como expresiones de nuestras ansias inconscientes de libertad personal y sexual y de liberación final con una muerte repentina?
Resulta de lo más habitual lamentarse de que el progreso moral no ha sabido mantenerse al nivel del conocimiento científico: si fuésemos más inteligentes o más morales, podríamos utilizar la tecnología con fines exclusivamente benignos. La culpa no la tienen nuestras herramientas, decimos, sino nosotros mismos.
Esto es cierto en un sentido. El progreso técnico deja un único problema sin resolver: la debilidad de la naturaleza humana.
Por desgracia, es un problema sin solución.
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