Saúl Bellow. Todo cuenta. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2005. p.131Aunque alejado ya de la política marxista, seguí admirando a Lenin y Trotski. Al fin y al cabo, había empezado a oír hablar de ellos en la trona donde me daban de comer mi puré de patatas. Cómo podía olvidar que Trotski era el creador del Ejército Rojo, que leía novelas francesas en el frente mientras derrotaba a Denikin. Que convencía a enormes multitudes con sus deslumbrantes discursos. El atractivo de la Revolución aún seguía fascinando. Además, las más respetadas personalidades literarias e intelectuales se había rendido a ella. Al volver de un viaje de Rusia, Edmund Wilson hablaba de la “luz moral en la cima del mundo”, y fue él quien nos había descubierto a Joyce y a Proust. Su historia del pensamiento revolucionario, Hacia la estación de Finlandia, se publicó en 1940. Cuando ya se había producido la invasión de Polonia, y Francia había caído en manos de los nazis.Mil novecientos cuarenta también fue el año del asesinato de Trotski. Yo estaba en México por entonces, y una conocida del Viejo, una señora europea a quien yo había conocido en Taxco, me organizó una entrevista. Trotski accedió a recibirnos a mi amigo Herbert Passin y a mí en Coyoacán. Lo abatieron en la mañana de nuestra cita. Al llegar a Cuidad de México, nos encontramos con los titulares. Cuando nos presentamos en su casa nos tomaron por periodistas extranjeros y nos enviaron directamente al hospital. En la sala de urgencias reinaba el desorden. Sólo tuvimos que preguntar por Trotski. Nos abrieron una puerta en una pequeña sala lateral, y allí lo vimos. Acababa de morir. Un cono de vendajes ensangrentados le cubría la cabeza. Tenía las mejillas, la nariz, la barba, la garganta surcadas de sangre y de iridiscentes hilillos de tintura de yodo.
Se cuenta que una vez dijo que Stanlin podría matarlo cuando quisiera, y ahora comprendimos lo que un poder de tan largo brazo era capaz de hacer con nosotros; lo fácil que era para un déspota ordenar una muerte; lo poco que costaba matarnos, el leve dominio que nosotros, con nuestras filosofías de la historia, nuestras ideas, programas, propósitos, voluntades, teníamos sobre la materia de la que estábamos hechos.
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