Esta es una historia única. El periodista
Benjamin Mee compró un zoo con 250 animales que estaba a punto de cerrar
y se fue a vivir allí con su familia. lo que pasó después es una
aventura que narra en este texto en exclusiva para 'el país semanal'.
Hace ahora cinco años, mi familia compró un zoo. No teníamos pensado
comprarlo, fue una cosa que surgió así como así. Después de la muerte de
mi padre, mi madre, que tenía 76 años, se quedó sola en una gran casa.
En vez de venderla y mudarse a otra más pequeña para vivir también sola
allí, decidimos comprar una todavía más grande en la que pudiera vivir
con alguno de sus cinco hijos y varios nietos. Al buzón llegaron muchas
informaciones interesantes de agentes inmobiliarios. Entre ellas, una
destartalada casona de 13 dormitorios en Devon, al suroeste de
Inglaterra, rodeada de 12 hectáreas de bellas tierras con bosques,
campos, lagos y una vistas asombrosas.
En el folleto había fotos de la casa con pavos reales en el jardín y los típicos planos de cuartos de baños, dormitorios, cocina... e imágenes de leones, tigres y osos. Era un zoo semiabandonado, a punto de cerrar, necesitado de alguien que lo rescatara. Nos reímos de tan absurda situación: ¿quién iba a comprar un zoo? Pero cuanto más pensábamos en ello, más volvíamos a la conclusión de que nos gustaría hacerlo. Si podíamos. Mi padre había querido mudarse a vivir a un apartamento pequeño, de dos habitaciones, con doble cristal, sin jardín que cuidar y cerca de una biblioteca. Mi madre, por el contrario, era un poco más aventurera. Y como quienes vivirían con las consecuencias iban a ser ella y los niños de su entorno, aceptó la idea.
Nos pusimos a estudiarlo y averiguamos que si se contrata a expertos cualificados para que cuiden de los animales y se pasa periódicamente la inspección para mantener en vigor la licencia, cualquiera puede tener un zoo. De modo que nos lanzamos. Solo el proceso de compra supuso mucho más tiempo y fue mucho más difícil de lo que pensábamos, porque, como estaba a punto de cerrar, necesitábamos alimentar a los animales o habría que sacrificarlos antes de que nos diera tiempo a hacernos cargo. Nuestra familia no es rica. La casa de mi madre tenía cinco dormitorios y un jardín de menos de una hectárea, pero estaba cerca de Londres, así que valía casi el mismo precio que pedían por el zoo, un millón de libras (1.150.000 euros). Sin embargo, era la única cosa que teníamos, y necesitábamos venderla antes, y luego firmar una hipoteca de 500.000 libras para hacer obras y volver a abrirlo al público.
Batallamos durante seis meses. Durante mes y medio cargamos 2.000 libras semanales a nuestras tarjetas de crédito para mantener a los animales con vida. Casi todos nuestros conocidos pensaban que nos habíamos vuelto locos y nos decían que no debíamos hacerlo. Algunos amigos incluso vinieron a vernos, preocupados por nuestra salud mental. A pesar de todo, en octubre de 2006 nos convertimos en los orgullosos propietarios de Dartmoor Zoological Park y nos propusimos reabrirlo a tiempo de aprovechar la temporada de verano del año siguiente. Si fracasábamos, perderíamos todo y habría que sacrificar a muchos de los animales. Por consiguiente, no teníamos más que una opción: triunfar.
Empezamos a conocer el lugar y a los 250 animales que vivían en él: nutrias, flamencos, serpientes, monos, el tapir brasileño llamado Ronnie; intentamos aprender lo que necesitaban y lo que necesitábamos nosotros para obtener una licencia que nos permitiera reabrir al público. Mi experiencia de escritor y periodista resultó útil. Estaba acostumbrado a entrevistar a expertos, pasar sus consejos por un tamiz y seleccionar lo esencial de sus opiniones. Ahora tenía que hacerlo en tres dimensiones, con legisladores, constructores y profesionales de la zoología. Pero si a eso se añadían las preocupaciones por el dinero, los problemas meteorológicos, las normas cambiantes, las viejas instalaciones eléctricas que era preciso modernizar y el riesgo constante de que se escapara algún animal, se trataba de una actividad mucho más difícil que la de escribir un artículo en una acogedora oficina.
Me había costado un poco convencer a mi esposa, Katherine, de que debíamos emprender esta aventura. Tres años antes había trasladado a toda la familia al sur de Francia para escribir un libro sobre inteligencia animal. Los niños estaban creciendo bronceados y bilingües, y ella se había hecho ya a la idea. Ahora, de pronto, quería comprar un zoo en Inglaterra. La convencí de que su talento como directora de arte de revistas podía venirnos muy bien. Estaba acostumbrada a manejar grandes presupuestos en reportajes de moda -siempre gastaba menos de lo previsto, incluso en lujosas sesiones de fotos en Miami-, y en el zoo íbamos a necesitar mucha imagen corporativa. Señales, uniformes, logotipos, la decoración del restaurante... Pero lo que más necesitaba de ella era su sensatez. En nuestra relación, su tarea consistía en rebatir mis ideas más alocadas. Si decía que sí esta vez, tendría muchas oportunidades de tenerme controlado después. Con su papel en el organigrama claro, emprendió la labor de reorganizar la oficina y diseñar nuestro logotipo. Nuestros hijos, Milo y Ella, que tenían cinco y tres años en aquel momento, no podían creérselo. "¡Shhh!", les había dicho muchas veces en Francia, cuando estaba al teléfono y venían a interrumpirme. "Papá está intentando comprar un zoo". Y era verdad. Allí estábamos. Se paseaban con los ojos muy abiertos. Aunque al principio el zoo daba algo de miedo con su vegetación desbordada y su pésimo estado, se enamoraron de inmediato de las nutrias, que chillaban como juguetes de goma.
El cuarto día sucedió la catástrofe (la primera de muchas). Estaba sentado en la cocina hablando de estrategia con el cuidador jefe cuando mi hermano Duncan entró gritando: "Uno de los grandes felinos se ha escapado. ¡No es un simulacro!". Y volvió a salir corriendo. Me pareció extraño, porque Duncan nunca se excita ni habla en ese tono. El cuidador desapareció. Había ido a buscar el fusil. Todas las voces que me dijeron que estaba loco volvieron de pronto a mi cabeza. Me levanté despacio y salí en medio de un estruendo de gritos y rugidos. Estaba seguro de que habían devorado a alguien vivo en el recinto de los leones. O que un tigre aparecería a la vuelta de la esquina en busca de algo con lo que jugar y ese algo iba a ser yo. Al final resultó que un cuidador joven y novato había metido la pata mientras limpiaba al jaguar, Solomon, y este se había escapado sin matarle primero (milagrosamente). Sin embargo, Solomon, en vez de irse a correr por el parque nacional de Dartmoor, donde sin duda hoy estaría aún en libertad, o acercarse al pueblo, donde podría haberse comido a varios parroquianos del pub, decidió saltar un muro para entrar en el recinto de los tigres. Quería pelearse con ellos desde hacía ocho años, y esa era su oportunidad. Tuvimos mucha suerte. De todos los sitios a los que podía haber ido, escogió un recinto con un foso y una valla electrificada de cinco metros de altura. La historia detallada de cómo lo atrapamos aparece en mi libro Nos compramos un zoo (Planeta), que llega a España el próximo 9 de noviembre.
Pero ese no fue más que el comienzo de nuestros problemas. En Navidades recibimos la peor noticia posible. Cuando vivíamos en Francia, dos años y medio antes, mi mujer tuvo un tumor en el cerebro, y ahora reapareció. Estaba extendido por la cabeza y no podíamos hacer nada. Falleció en marzo del año siguiente. Cuarenta años y dos hijos de seis y cuatro años: una catástrofe para la que uno no puede prepararse. Sin embargo, mientras permanecía en casa con los niños, tratando de asumir su desaparición, miraba por la ventana y veía que la vida seguía adelante. Los cuidadores iban todos los días a dar de comer y limpiar a los animales. En ese periodo murieron algunos de ellos y nacieron otros. Fuera de casa, en el zoológico, el ciclo de la vida continuaba, y nos ayudó a poner en perspectiva que no éramos más que una familia de mamíferos más de las muchas que habían sufrido, un pequeño elemento en el gran orden de cosas. Y el zoo nos necesitaba. Requería que trabajásemos para sacar todo adelante. Teníamos que abrir en julio o todo habría sido en vano. Con tanta gente involucrada -todos los nuevos empleados que se trasladaron a la región para trabajar en el zoo- y un objetivo tan positivo como el de mantener a los animales con vida, parecía claro lo que debíamos hacer. Nos dedicamos a arreglar los recintos y los senderos y a renovar el restaurante para los visitantes, todo ello bajo una lluvia torrencial, nada propia de la estación, que lo complicó todo. Logramos pasar la inspección y abrir al público. Durante dos días brilló el sol. Parecía que lo habíamos conseguido. Por supuesto, acababa de empezar el trabajo de verdad.
Por desgracia, 2007 fue el primer año en el que empezaron a sentirse en Reino Unido los auténticos efectos del calentamiento global. En Inglaterra tenemos una primavera y un otoño más cálidos que en España, inviernos mucho más fríos y veranos muchísimo más húmedos. El de 2007 fue el julio más lluvioso de los últimos 100 años, y agosto de 2008, uno de los que más, lo cual constituye un problema cuando el 65% de los visitantes anuales acuden en esos dos meses. Después, como es natural, llegó la recesión. Y ahí estamos, en primera línea de fuego. Los bancos aprietan las tuercas, los visitantes aprietan la cartera y nosotros apretamos los esfínteres. Visto desde ahora, quizá no era el mejor momento para comprar una atracción que depende del turismo estacional y tiene gastos administrativos y de mantenimiento sin fin.
Dirigir un zoo ofrece un punto de vista privilegiado desde el que observar el desastre ecológico que representa la humanidad para otras especies. El agotamiento del hábitat se transmite directamente al volumen de cuidados urgentes que necesitan varias de esas especies y, a veces, incluso categorías completas de animales. Por ejemplo, en la actualidad, las ranas están pasando un mal momento en todo el mundo, y estamos a punto de entrar a formar parte de un programa internacional de cría de ranas venenosas de dardo procedentes de Sudamérica.
No todas las noticias inesperadas son malas. Poco después de llegar, cuando todavía escribía una columna para The Guardian, sonó el teléfono. Me estaba retrasando con mi original. "¿Qué estás haciendo?", preguntó la redactora que debía editarme, al oírme como si estuviera sin aliento. Hice una pausa. No sabía si confesar la verdad. En el periódico no había comentado nada sobre el zoo que habíamos comprado. Sospechaba que pensarían que algo así me retrasaría en mis entregas (habrían tenido razón). En aquel momento decidí contarlo. "Estoy en un árbol colocando cabezas de buey para los leones". Se oyó un largo silencio al otro lado de la línea. Seguramente era la excusa más original por un retraso en la entrega que había oído nunca.
Poco después se publicó un extenso artículo en la revista semanal de The Guardian con grandes fotografías. Lo vio un agente literario que llevaba toda su vida profesional buscando a alguien como yo, un escritor que trabajara en estrecho contacto con animales. Me animó a escribir un libro, y lo hice. Sugirió que le diera el título provisional de Nos compramos un zoo. Desde entonces se ha vendido en 20 países y se ha traducido a 16 lenguas. Pero no acaba ahí lo bueno.
Un día, mientras limpiaba bajo la lluvia un desagüe al fondo del camino de entrada, recibí una llamada telefónica. Me advirtieron de que no me emocionase mucho, pero 20th Century Fox, en Hollywood, había comprado los derechos del libro y quería hacer una película sobre nuestra historia. Es frecuente que esos proyectos se queden sin hacer. Pero durante los dos años siguientes recibí más llamadas, cada pocos meses, contándome cómo iban avanzando las cosas. Un día me confirmaron que Matt Damon, ¡nada menos!, había aceptado encarnarme en la pantalla. El rodaje comenzó en enero de este año, y en abril fui de visita con mis hijos. Vimos algo que nos resultó muy extraño: un zoo muy parecido al nuestro, pero construido en las colinas del sur de California. Estaban los tigres, estaba Scarlett Johansson y estaba Matt Damon, vestido de cuidador, con una placa que decía "Benjamin". Pero lo niños pasaron de todo eso, porque estaba Krystal, la mona de Noche en el museo 2. Pasamos dos días en el lugar de rodaje y almorzamos con Krystal en la cantina, donde ella comió fruta con muy buenas maneras. Todos fueron de lo más amable con nosotros, y Matt Damon posó con la camiseta del personal del Dartmoor Zoo para una foto que colgamos en nuestra página web. La suerte estaba empezando a cambiar para nuestro zoo. Es una historia imposible de inventar.
Milo y Ella tienen hoy 10 y ocho años, respectivamente, y pasan todos sus fines de semana y sus vacaciones ayudando en el departamento educativo del zoo. Dan charlas, limpian a los animales y ayudan a preparar su comida. Milo quiere ser director de zoo, escritor, y también artista y actor. Ella, tal vez como su madre, no está tan segura de querer trabajar en zoos desde que se escapó Solomon, y tiene el sentido común suficiente para darse cuenta de que es un trabajo muy duro, "con gente que te cuenta sus problemas todo el tiempo". Pero le encanta estar allí y, por suerte, no se ha cansado de visitar otros zoos para recoger o entregar animales. Por ejemplo, este año, sus vacaciones de verano consistieron en un viaje a Alemania para observar a los macacos japoneses que vamos a adquirir el año que viene. Y los dos están de acuerdo en que lo mejor de todo, después de un largo día de trabajar con los animales, es el helado gratis.
Ahora me piden con frecuencia que hable en público. Sobre todo en colegios. Siempre digo a los niños que si tienes todo bien pensado y estás seguro de que puedes, eres capaz de hacer lo que te propongas en la vida. Aunque los demás te digan que es imposible.
Sal y haz lo que quieras. Menos comprar un zoo.
En el folleto había fotos de la casa con pavos reales en el jardín y los típicos planos de cuartos de baños, dormitorios, cocina... e imágenes de leones, tigres y osos. Era un zoo semiabandonado, a punto de cerrar, necesitado de alguien que lo rescatara. Nos reímos de tan absurda situación: ¿quién iba a comprar un zoo? Pero cuanto más pensábamos en ello, más volvíamos a la conclusión de que nos gustaría hacerlo. Si podíamos. Mi padre había querido mudarse a vivir a un apartamento pequeño, de dos habitaciones, con doble cristal, sin jardín que cuidar y cerca de una biblioteca. Mi madre, por el contrario, era un poco más aventurera. Y como quienes vivirían con las consecuencias iban a ser ella y los niños de su entorno, aceptó la idea.
Nos pusimos a estudiarlo y averiguamos que si se contrata a expertos cualificados para que cuiden de los animales y se pasa periódicamente la inspección para mantener en vigor la licencia, cualquiera puede tener un zoo. De modo que nos lanzamos. Solo el proceso de compra supuso mucho más tiempo y fue mucho más difícil de lo que pensábamos, porque, como estaba a punto de cerrar, necesitábamos alimentar a los animales o habría que sacrificarlos antes de que nos diera tiempo a hacernos cargo. Nuestra familia no es rica. La casa de mi madre tenía cinco dormitorios y un jardín de menos de una hectárea, pero estaba cerca de Londres, así que valía casi el mismo precio que pedían por el zoo, un millón de libras (1.150.000 euros). Sin embargo, era la única cosa que teníamos, y necesitábamos venderla antes, y luego firmar una hipoteca de 500.000 libras para hacer obras y volver a abrirlo al público.
Batallamos durante seis meses. Durante mes y medio cargamos 2.000 libras semanales a nuestras tarjetas de crédito para mantener a los animales con vida. Casi todos nuestros conocidos pensaban que nos habíamos vuelto locos y nos decían que no debíamos hacerlo. Algunos amigos incluso vinieron a vernos, preocupados por nuestra salud mental. A pesar de todo, en octubre de 2006 nos convertimos en los orgullosos propietarios de Dartmoor Zoological Park y nos propusimos reabrirlo a tiempo de aprovechar la temporada de verano del año siguiente. Si fracasábamos, perderíamos todo y habría que sacrificar a muchos de los animales. Por consiguiente, no teníamos más que una opción: triunfar.
Empezamos a conocer el lugar y a los 250 animales que vivían en él: nutrias, flamencos, serpientes, monos, el tapir brasileño llamado Ronnie; intentamos aprender lo que necesitaban y lo que necesitábamos nosotros para obtener una licencia que nos permitiera reabrir al público. Mi experiencia de escritor y periodista resultó útil. Estaba acostumbrado a entrevistar a expertos, pasar sus consejos por un tamiz y seleccionar lo esencial de sus opiniones. Ahora tenía que hacerlo en tres dimensiones, con legisladores, constructores y profesionales de la zoología. Pero si a eso se añadían las preocupaciones por el dinero, los problemas meteorológicos, las normas cambiantes, las viejas instalaciones eléctricas que era preciso modernizar y el riesgo constante de que se escapara algún animal, se trataba de una actividad mucho más difícil que la de escribir un artículo en una acogedora oficina.
Me había costado un poco convencer a mi esposa, Katherine, de que debíamos emprender esta aventura. Tres años antes había trasladado a toda la familia al sur de Francia para escribir un libro sobre inteligencia animal. Los niños estaban creciendo bronceados y bilingües, y ella se había hecho ya a la idea. Ahora, de pronto, quería comprar un zoo en Inglaterra. La convencí de que su talento como directora de arte de revistas podía venirnos muy bien. Estaba acostumbrada a manejar grandes presupuestos en reportajes de moda -siempre gastaba menos de lo previsto, incluso en lujosas sesiones de fotos en Miami-, y en el zoo íbamos a necesitar mucha imagen corporativa. Señales, uniformes, logotipos, la decoración del restaurante... Pero lo que más necesitaba de ella era su sensatez. En nuestra relación, su tarea consistía en rebatir mis ideas más alocadas. Si decía que sí esta vez, tendría muchas oportunidades de tenerme controlado después. Con su papel en el organigrama claro, emprendió la labor de reorganizar la oficina y diseñar nuestro logotipo. Nuestros hijos, Milo y Ella, que tenían cinco y tres años en aquel momento, no podían creérselo. "¡Shhh!", les había dicho muchas veces en Francia, cuando estaba al teléfono y venían a interrumpirme. "Papá está intentando comprar un zoo". Y era verdad. Allí estábamos. Se paseaban con los ojos muy abiertos. Aunque al principio el zoo daba algo de miedo con su vegetación desbordada y su pésimo estado, se enamoraron de inmediato de las nutrias, que chillaban como juguetes de goma.
El cuarto día sucedió la catástrofe (la primera de muchas). Estaba sentado en la cocina hablando de estrategia con el cuidador jefe cuando mi hermano Duncan entró gritando: "Uno de los grandes felinos se ha escapado. ¡No es un simulacro!". Y volvió a salir corriendo. Me pareció extraño, porque Duncan nunca se excita ni habla en ese tono. El cuidador desapareció. Había ido a buscar el fusil. Todas las voces que me dijeron que estaba loco volvieron de pronto a mi cabeza. Me levanté despacio y salí en medio de un estruendo de gritos y rugidos. Estaba seguro de que habían devorado a alguien vivo en el recinto de los leones. O que un tigre aparecería a la vuelta de la esquina en busca de algo con lo que jugar y ese algo iba a ser yo. Al final resultó que un cuidador joven y novato había metido la pata mientras limpiaba al jaguar, Solomon, y este se había escapado sin matarle primero (milagrosamente). Sin embargo, Solomon, en vez de irse a correr por el parque nacional de Dartmoor, donde sin duda hoy estaría aún en libertad, o acercarse al pueblo, donde podría haberse comido a varios parroquianos del pub, decidió saltar un muro para entrar en el recinto de los tigres. Quería pelearse con ellos desde hacía ocho años, y esa era su oportunidad. Tuvimos mucha suerte. De todos los sitios a los que podía haber ido, escogió un recinto con un foso y una valla electrificada de cinco metros de altura. La historia detallada de cómo lo atrapamos aparece en mi libro Nos compramos un zoo (Planeta), que llega a España el próximo 9 de noviembre.
Pero ese no fue más que el comienzo de nuestros problemas. En Navidades recibimos la peor noticia posible. Cuando vivíamos en Francia, dos años y medio antes, mi mujer tuvo un tumor en el cerebro, y ahora reapareció. Estaba extendido por la cabeza y no podíamos hacer nada. Falleció en marzo del año siguiente. Cuarenta años y dos hijos de seis y cuatro años: una catástrofe para la que uno no puede prepararse. Sin embargo, mientras permanecía en casa con los niños, tratando de asumir su desaparición, miraba por la ventana y veía que la vida seguía adelante. Los cuidadores iban todos los días a dar de comer y limpiar a los animales. En ese periodo murieron algunos de ellos y nacieron otros. Fuera de casa, en el zoológico, el ciclo de la vida continuaba, y nos ayudó a poner en perspectiva que no éramos más que una familia de mamíferos más de las muchas que habían sufrido, un pequeño elemento en el gran orden de cosas. Y el zoo nos necesitaba. Requería que trabajásemos para sacar todo adelante. Teníamos que abrir en julio o todo habría sido en vano. Con tanta gente involucrada -todos los nuevos empleados que se trasladaron a la región para trabajar en el zoo- y un objetivo tan positivo como el de mantener a los animales con vida, parecía claro lo que debíamos hacer. Nos dedicamos a arreglar los recintos y los senderos y a renovar el restaurante para los visitantes, todo ello bajo una lluvia torrencial, nada propia de la estación, que lo complicó todo. Logramos pasar la inspección y abrir al público. Durante dos días brilló el sol. Parecía que lo habíamos conseguido. Por supuesto, acababa de empezar el trabajo de verdad.
Por desgracia, 2007 fue el primer año en el que empezaron a sentirse en Reino Unido los auténticos efectos del calentamiento global. En Inglaterra tenemos una primavera y un otoño más cálidos que en España, inviernos mucho más fríos y veranos muchísimo más húmedos. El de 2007 fue el julio más lluvioso de los últimos 100 años, y agosto de 2008, uno de los que más, lo cual constituye un problema cuando el 65% de los visitantes anuales acuden en esos dos meses. Después, como es natural, llegó la recesión. Y ahí estamos, en primera línea de fuego. Los bancos aprietan las tuercas, los visitantes aprietan la cartera y nosotros apretamos los esfínteres. Visto desde ahora, quizá no era el mejor momento para comprar una atracción que depende del turismo estacional y tiene gastos administrativos y de mantenimiento sin fin.
Dirigir un zoo ofrece un punto de vista privilegiado desde el que observar el desastre ecológico que representa la humanidad para otras especies. El agotamiento del hábitat se transmite directamente al volumen de cuidados urgentes que necesitan varias de esas especies y, a veces, incluso categorías completas de animales. Por ejemplo, en la actualidad, las ranas están pasando un mal momento en todo el mundo, y estamos a punto de entrar a formar parte de un programa internacional de cría de ranas venenosas de dardo procedentes de Sudamérica.
No todas las noticias inesperadas son malas. Poco después de llegar, cuando todavía escribía una columna para The Guardian, sonó el teléfono. Me estaba retrasando con mi original. "¿Qué estás haciendo?", preguntó la redactora que debía editarme, al oírme como si estuviera sin aliento. Hice una pausa. No sabía si confesar la verdad. En el periódico no había comentado nada sobre el zoo que habíamos comprado. Sospechaba que pensarían que algo así me retrasaría en mis entregas (habrían tenido razón). En aquel momento decidí contarlo. "Estoy en un árbol colocando cabezas de buey para los leones". Se oyó un largo silencio al otro lado de la línea. Seguramente era la excusa más original por un retraso en la entrega que había oído nunca.
Poco después se publicó un extenso artículo en la revista semanal de The Guardian con grandes fotografías. Lo vio un agente literario que llevaba toda su vida profesional buscando a alguien como yo, un escritor que trabajara en estrecho contacto con animales. Me animó a escribir un libro, y lo hice. Sugirió que le diera el título provisional de Nos compramos un zoo. Desde entonces se ha vendido en 20 países y se ha traducido a 16 lenguas. Pero no acaba ahí lo bueno.
Un día, mientras limpiaba bajo la lluvia un desagüe al fondo del camino de entrada, recibí una llamada telefónica. Me advirtieron de que no me emocionase mucho, pero 20th Century Fox, en Hollywood, había comprado los derechos del libro y quería hacer una película sobre nuestra historia. Es frecuente que esos proyectos se queden sin hacer. Pero durante los dos años siguientes recibí más llamadas, cada pocos meses, contándome cómo iban avanzando las cosas. Un día me confirmaron que Matt Damon, ¡nada menos!, había aceptado encarnarme en la pantalla. El rodaje comenzó en enero de este año, y en abril fui de visita con mis hijos. Vimos algo que nos resultó muy extraño: un zoo muy parecido al nuestro, pero construido en las colinas del sur de California. Estaban los tigres, estaba Scarlett Johansson y estaba Matt Damon, vestido de cuidador, con una placa que decía "Benjamin". Pero lo niños pasaron de todo eso, porque estaba Krystal, la mona de Noche en el museo 2. Pasamos dos días en el lugar de rodaje y almorzamos con Krystal en la cantina, donde ella comió fruta con muy buenas maneras. Todos fueron de lo más amable con nosotros, y Matt Damon posó con la camiseta del personal del Dartmoor Zoo para una foto que colgamos en nuestra página web. La suerte estaba empezando a cambiar para nuestro zoo. Es una historia imposible de inventar.
Milo y Ella tienen hoy 10 y ocho años, respectivamente, y pasan todos sus fines de semana y sus vacaciones ayudando en el departamento educativo del zoo. Dan charlas, limpian a los animales y ayudan a preparar su comida. Milo quiere ser director de zoo, escritor, y también artista y actor. Ella, tal vez como su madre, no está tan segura de querer trabajar en zoos desde que se escapó Solomon, y tiene el sentido común suficiente para darse cuenta de que es un trabajo muy duro, "con gente que te cuenta sus problemas todo el tiempo". Pero le encanta estar allí y, por suerte, no se ha cansado de visitar otros zoos para recoger o entregar animales. Por ejemplo, este año, sus vacaciones de verano consistieron en un viaje a Alemania para observar a los macacos japoneses que vamos a adquirir el año que viene. Y los dos están de acuerdo en que lo mejor de todo, después de un largo día de trabajar con los animales, es el helado gratis.
Ahora me piden con frecuencia que hable en público. Sobre todo en colegios. Siempre digo a los niños que si tienes todo bien pensado y estás seguro de que puedes, eres capaz de hacer lo que te propongas en la vida. Aunque los demás te digan que es imposible.
Sal y haz lo que quieras. Menos comprar un zoo.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
http://elpais.com/diario/2011/11/06/eps/1320564418_850215.html
Bellisima historia, muy inspiradora...
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