Primo Levi regresó a Auschwitz, donde estuvo
internado de febrero de 1944 hasta la liberación del campo en enero de
1945, dos veces en su vida: en 1965 y en 1982. En la segunda oportunidad
lo hizo acompañado por un grupo de estudiantes y profesores de
instituto, representantes de la comunidad judía y cargos electos de la
provincia de Florencia, organizadora de la visita. También viajó con él
un equipo de la rai , dirigido por Emanuele Ascarelli y Daniel Toaff.
El texto de la entrevista, realizada ante las
cámaras en junio de 1982, había permanecido inédito hasta su
transcripción por Marco Belpoliti y su edición en 1998 en un volumen
colectivo a cargo de Francesco Monicelli y Carlo Saletti. Forma parte
Primo Levi , Info rme sobre Auschwitz . Presentación de Philippe Mesnard, que Reverso Ediciones publicará en octubre de 2005.
Ya estamos aquí. ¿Qué efecto le produce volver a ver estos parajes?
Todo es diferente, han pasado más de cuarenta
años. Polonia salía entonces de cinco años de una guerra espantosa, era
el país de Europa que probablemente había sufrido más por culpa de la
guerra, que tenía el mayor número de víctimas, no sólo judíos. Además,
en estos últimos cuarenta años el mundo se ha renovado en todas partes.
Yo atravesé estos campos invernales y la diferencia es total, porque el
invierno polaco era, y sigue siendo, un invierno rudo, no como el
invierno al que estamos acostumbrados en Italia. Aquí la nieve se
mantiene durante tres, cuatro meses, y nosotros no podíamos, éramos
incapaces de resistir el invierno polaco, como prisioneros o después. Yo
recorrí estos campos como un ser a la deriva, como una persona
desesperada y perdida, en busca de un baricentro, de cualquiera que
fuera capaz de acogerme. Era verdaderamente la desolación hecha paisaje.
Estos rieles y los trenes de mercancías que vemos pasar, ¿qué siente al verlos?
Pues resulta que precisamente los trenes de
mercancía son el desencadenante, lo que me causa mayor impresión, porque
aún hoy cuando veo un vagón de mercancías, y aún más si subo a uno de
ellos, me produce una violenta impresión, los recuerdos regresan, en
fin, mucho más que al volver a ver paisajes y lugares, incluso
Auschwitz. Haber viajado cinco días seguidos en un vagón de mercancías
sellado es una experiencia que no se olvida.
Esta mañana me hablaba de algunas sensaciones que le produce la lengua polaca.
Sí, también es un reflejo condicionado, al
menos, es decir, en mi caso. Yo soy un hombre que habla y escucha; el
lenguaje de los otros me afecta mucho, y suelo o procuro utilizar
correctamente mi lengua de italiano. El polaco era esa lengua
incomprensible que nos había recibido al final del viaje, pero no era ni
mucho menos el polaco de la población civil que escuchamos hoy en los
hoteles o en boca de nuestros acompañantes. Era un polaco zafio, vulgar,
trufado de injurias e imprecaciones, y nosotros no comprendíamos
aquello; era realmente una lengua infernal. El alemán lo era todavía
más, desde luego; el alemán era la lengua de los opresores, de las
matanzas, pero mucho de los nuestros -yo, entre otros- lo comprendíamos a
retazos, no nos era desconocido, no era la lengua de la aniquilación.
El polaco sí era la lengua de la aniquilación. Sin ir más lejos, ayer
noche en el ascensor dos borrachos me produjeron una fuerte impresión:
hablaban como entonces, no como los que nos acompañan, hablaban soltando
injurias, hablaban esa lengua que parecía estar hecha sólo de
consonantes, verdaderamente la lengua del infierno.
Decía usted, por cierto, que esta sensación es como la que le produce el carbón, ¿no es así?
¡Exactamente la misma! Sin duda, también esto se
lo debo al hecho de ser químico. El químico es entrenado para
identificar las substancias a través de su olor. En aquella época y
también hoy, la llegada a Polonia, al menos a las ciudades polacas, está
marcada por dos olores característicos que no existen en Italia: el
olor de malta torrefacta y el olor ácido del carbón ardiendo. Esta es
una región minera, en todas partes hay carbón y muchos aparatos de
calefacción funcionan con carbón. Entre estaciones y en invierno un olor
se esparce por el aire: el olor ácido del carbón. Pero para nosotros, o
el menos para mí, es el olor del Lager, el olor de Polonia y del Lager.
¿Y la gente?
No, la gente no es la misma de entonces. En
aquella época no vimos a la gente. Vimos a los verdugos del Lager y sus
colaboradores. La mayoría eran polacos, judíos y cristianos. Pero los
polacos de la calle, los polacos que vivían en las casas, a esos no los
veíamos, los divisábamos a lo lejos, más allá de las alambradas. Había
un camino rural que se extendía a lo largo del Lager, pero por ahí
pasaba muy poca gente. Después supimos que habían alejado a todos los
habitantes del pueblo. Sí veíamos pasar los autocares que conducían al
trabajo a los obreros polacos, y recuerdo un anuncio en uno de estos
vehículos, una publicidad como las que veíamos en casa: "Beste Suppe,
Knorr Suppe", "La mejor sopa es la sopa Knorr". Ver aquel anuncio de
sopa nos producía un extraño efecto, como si nos fuera posible escoger
entre una sopa mejor y otra menos buena.
¿Qué sintió esta mañana cuando emprendió el mismo camino, pero partiendo esta vez de un lujoso hotel turístico?
Sentí una dislocación, casi me atrevería a decir
un desmembramiento, algo imposible que a pesar de todo sucede porque el
contraste es demasiado fuerte. Se trata de algo que en aquel entonces
jamás hubiésemos podido imaginar que podría ocurrir: regresar a este
lugar, vestidos como turistas, a un hotel de lujo o casi. Y sin
embargo...
Y ese contraste, ¿qué diría...?
Ese contraste, como por lo demás todos los
contrastes, tiene un lado gratificante y otro alarmante; las cosas
pueden volver a suceder. Lo peor habría sido lo contrario: haber venido a
un hotel de lujo y después, hoy, volver en plena desesperación.
¿Sabían adónde irían, cuál sería su destino?
No sabíamos prácticamente nada. En la estación
de Fossoli pudimos ver unos rótulos en los vagones en los que habían
garabateado una indicación: "Auschwitz"; pero no sabíamos dónde quedaba,
pensamos que se trataba de Austerlitz. Supusimos que estaría en algún
rincón de Bohemia. Creo que nadie en Italia en aquella época, ni
siquiera las personas mejor informadas, sabía lo que significaba
"Auschwitz".
¿Cómo fue su primer contacto con Auschwitz hace cuarenta años?
Era... ¿cómo decir? Era lunarmente diferente,
era de noche; era el final de cinco días de viaje calamitoso, durante el
cual varias personas habían muerto en el vagón, era la llegada a un
lugar del que no comprendíamos la lengua y todavía menos su razón de
ser. Había unos letreros insensatos: una ducha, un lado limpio, un lado
sucio y un lado limpio. Nadie nos explicaba nada o bien nos hablaban en
yiddish o en polaco, y nosotros no comprendíamos nada. Es una
experiencia realmente alienadora. Teníamos la impresión de hallarnos en
medio de un ataque de locura, de estar..., de haber perdido la
posibilidad misma de razonar. No, ya no razonábamos.
¿Cómo vivió el viaje, aquellos cinco días? ¿Qué recuerda de aquello?
-En realidad lo recuerdo muy bien, recuerdo muchas cosas. Éramos cuarenta y cinco personas en un vagón muy pequeño, apenas había espacio, como mucho podíamos sentarnos, pero era imposible tumbarse; había una joven madre que daba el pecho a su bebé. Nos habían dicho que podíamos llevar comida, pero, estúpidamente, no llevamos agua o quizás un poco, por lo demás nadie nos lo había dicho y pensábamos que conseguiríamos agua en algún lugar. A pesar de que era invierno, padecimos una sed aterradora; aquella fue verdaderamente la primera experiencia de una tortura, la tortura de la sed durante cinco días. Le recuerdo que estábamos en invierno, el aliento se nos congelaba, y el que podía soplaba sobre los pernos del vagón e intentaba raspar la escarcha blanca -llena del óxido de los pernos-, raspabas aquello para conseguir recoger unas pocas gotas de agua y mojarte los labios. Y el bebé chillaba de la mañana a la noche y durante toda la noche porque su madre se había quedado sin leche.
-En realidad lo recuerdo muy bien, recuerdo muchas cosas. Éramos cuarenta y cinco personas en un vagón muy pequeño, apenas había espacio, como mucho podíamos sentarnos, pero era imposible tumbarse; había una joven madre que daba el pecho a su bebé. Nos habían dicho que podíamos llevar comida, pero, estúpidamente, no llevamos agua o quizás un poco, por lo demás nadie nos lo había dicho y pensábamos que conseguiríamos agua en algún lugar. A pesar de que era invierno, padecimos una sed aterradora; aquella fue verdaderamente la primera experiencia de una tortura, la tortura de la sed durante cinco días. Le recuerdo que estábamos en invierno, el aliento se nos congelaba, y el que podía soplaba sobre los pernos del vagón e intentaba raspar la escarcha blanca -llena del óxido de los pernos-, raspabas aquello para conseguir recoger unas pocas gotas de agua y mojarte los labios. Y el bebé chillaba de la mañana a la noche y durante toda la noche porque su madre se había quedado sin leche.
Y qué fue de los niños, de la madre cuando...
Pues bien, los mataron rápidamente. De los
seiscientos cincuenta que íbamos en aquel tren, las cuatro quintas
partes perecieron aquella misma noche o la siguiente, enviados
directamente a las cámaras de gas. En aquel escenario siniestro, en
plena noche, bajo los focos, con toda esa gente que gritaba -gritaban
como nunca se ha oído gritar, gritaban órdenes que no comprendíamos-,
bajamos de los vagones y nos pusimos en fila, nos hicieron poner en
fila. Delante de nosotros había un suboficial y un oficial -después supe
que era médico, pero al principio no lo sabíamos-, y preguntaban a cada
uno si podía trabajar o no. Me dirigí a mi vecino, era un amigo, un
muchacho de Padua mayor que yo y en mal estado de salud, y le dije: yo
pienso decir que puedo trabajar. Y él me contestó: haz lo que quieras, a
mí me da igual. Ya había abandonado toda esperanza. De hecho, se
declaró incapacitado y no entró en el campo. No volví a verle nunca más,
como a ninguno de los otros, por lo demás.
¿Cómo era el trabajo allí, en Auschwitz?
He de aclarar, como sin duda ya sabe, que en
Auschwitz no había un solo campo sino muchos, y algunos habían sido
construidos siguiendo un proyecto, anexos a una fábrica o una mina. El
campo de Birkenau, por ejemplo, estaba dividido en gran número de
equipos que trabajaban en varias minas, incluso en fábricas de armas. Mi
campo, en el que había diez mil prisioneros, era Monowitz y formaba
parte de una fábrica que pertenecía a I.G. Farben Industrie, un enorme
conglomerado químico, posteriormente desmantelado. Teníamos que
construir una nueva fábrica de productos químicos, que tendría cerca de
seis kilómetros cuadrados. La obra estaba bastante avanzada y todos
trabajábamos en ella; también trabajaban allí prisioneros de guerra
ingleses, presos franceses, rusos e incluso alemanes. Por supuesto,
también había polacos libres y voluntarios, hasta había voluntarios
italianos. En total, aproximadamente cuarenta mil individuos, de los que
nosotros, los diez mil, éramos el nivel más bajo, el último peldaño. El
Lager de Monowitz, formado casi exclusivamente por judíos, debía
suministrar la mano de obra no calificada. A pesar de todo, debido a que
la mano de obra especializada escaseaba en Alemania, y como los hombres
se habían marchado al frente, a partir de un determinado momento
buscaron entre nosotros -los teóricamente no calificados y esclavos- a
especialistas, empezaron a buscar a quienes... desde el primer día,
desde el día de nuestro ingreso en el campo se produjo una especie de
búsqueda por analogía: a todos nos preguntaron qué edad teníamos, qué
diplomas, qué oficio. Fue entonces cuando tuve mi primera oportunidad ya
que me presenté como químico, sin saber que sería enviado a una fábrica
de productos químicos; y mucho después aquello me valió un pequeño
beneficio, porque durante los dos últimos meses trabajé en un
laboratorio.
¿Cómo era la comida?
Pues bien, la comida era el problema número uno.
No estoy de acuerdo con quienes describen la sopa y el pan de Auschwitz
como infectos; en lo que a mí respecta, tenía tanta hambre que los
encontraba buenos y la comida nunca me pareció asquerosa, ni siquiera el
primer día. Era miserable, nos daban raciones mínimas, el equivalente
de 1.600-1.700 calorías por día; teóricamente, porque en el trayecto
había ladrones y, por tanto, las raciones que llegaban hasta nosotros
eran inferiores al umbral teórico; digamos que aquello era el
racionamiento oficial. Usted sabe que actualmente 1.600 calorías bastan
para un hombre poco corpulento y que con eso puede vivir, pero sin
trabajar y si permanece echado, mientras que nosotros debíamos trabajar
y, además, hacerlo con frío y realizar labores pesadas; en estas
condiciones, la ración de 1.600 calorías era una muerte lenta por
desnutrición. Después he leído los cálculos que hacían los alemanes.
Calculaban que a un prisionero sometido a estas condiciones que sacara
recursos del estado en que se hallaba antes de su internamiento, este
tipo de alimentación le permitiría resistir de dos a tres meses.
¿Pero era posible adaptarse a todo en los campos de concentración?
Su pregunta es extraña. El que se adapta a todo
es el que sobrevive; pero la mayoría no se adaptaba a todo y moría.
Moría por no saber adaptarse incluso a cosas que hoy nos resultan
banales, al calzado, por ejemplo. Nos lanzaban un par de zapatos, bueno,
en realidad no era un par de zapatos, eran dos zapatos desparejados,
uno tenía tacón y el otro no; había que tener una constitución de atleta
para aprender a caminar de este modo. Un zapato era muy pequeño y el
otro muy grande. Había que dedicarse a hacer complicados intercambios, y
si se tenía suerte podía conseguirse un par casi a juego y había que
conformarse. La mayor parte del tiempo los zapatos hacían heridas en los
pies, y quien tenía pies delicados acababa contrayendo una infección. A
mí también me toco vivirlo, todavía tengo las cicatrices.
Milagrosamente mis heridas sanaron por sí solas, a pesar de que no falté
un solo día al trabajo. Quien era sensible a las infecciones moría
debido a sus zapatos, por culpa de las llagas de los pies infectadas que
no sanaban. Los pies se hinchaban, y cuanto más hinchados estaban más
apretaban los zapatos, y la gente acababa teniendo que ir al hospital,
pero no los dejaban ingresar ya que los pies hinchados no eran una
enfermedad. Era un mal tan generalizado que quien tenía los pies
hinchados iba directamente a la cámara de gas.
Parece que hoy iremos a comer a un restaurante de Auschwitz.
Sí, es casi cómico. ¡Un restaurante en
Auschwitz! No sé, la verdad, no creo que coma; para mí es como una
profanación, una cosa absurda. Por otra parte, hay que decirse que
Auschwitz -Oswiecim en polaco- era y es todavía una ciudad donde hay
restaurantes, cines y probablemente también un bar nocturno, como
probablemente en toda Polonia; hay escuelas, hay niños. Hoy como ayer,
paralelamente a este Auschwitz hay, cómo decir, un concepto: Auschwitz
es el Lager. Pero en aquella época también existía un Auschwitz civil.
Al abandonar Auschwitz, el primer contacto con la población polaca...
La gente desconfiaba. Los polacos habían pasado de una ocupación a otra, de una ocupación feroz, la alemana, a otra menos feroz, quizá más primitiva, la de los rusos. Pero desconfiaban de todo el mundo, incluso de nosotros. Éramos extranjeros, auténticos forasteros, no nos comprendían, llevábamos puesto un uniforme, el uniforme de los presidiarios, era eso lo que los aterraba. Se negaban a dirigirnos la palabra, y sólo algunos, realmente muy pocos, se apiadaron de nosotros; con ellos acabamos comprendiéndonos. Es muy importante la comprensión mutua. Entre el hombre que puede hacerse comprender y el hombre que no puede hacerse comprender hay un abismo: uno se salvará, el otro no. También esto es fruto de la experiencia del Lager: la fundamental experiencia de la importancia de comprender y ser comprendido.
La gente desconfiaba. Los polacos habían pasado de una ocupación a otra, de una ocupación feroz, la alemana, a otra menos feroz, quizá más primitiva, la de los rusos. Pero desconfiaban de todo el mundo, incluso de nosotros. Éramos extranjeros, auténticos forasteros, no nos comprendían, llevábamos puesto un uniforme, el uniforme de los presidiarios, era eso lo que los aterraba. Se negaban a dirigirnos la palabra, y sólo algunos, realmente muy pocos, se apiadaron de nosotros; con ellos acabamos comprendiéndonos. Es muy importante la comprensión mutua. Entre el hombre que puede hacerse comprender y el hombre que no puede hacerse comprender hay un abismo: uno se salvará, el otro no. También esto es fruto de la experiencia del Lager: la fundamental experiencia de la importancia de comprender y ser comprendido.
¿El problema, para los italianos, era la lengua?
Para los italianos era una de las principales
causas de mortalidad, comparado con otros grupos. Para los italianos y
los griegos. La mayoría de los italianos como yo murieron en los
primeros días por no poder comprender. No comprendían las órdenes, y no
había ninguna clase de tolerancia para quienes no las comprendían; había
que comprender la orden: nos gritaban, nos la repetían una sola vez y
ya está, después arreciaban los golpes. Ellos no comprendían cuando nos
anunciaban que podíamos cambiar de zapatos, no comprendían que una vez
por semana nos llamaban para afeitarnos la barba; siempre llegaban de
últimos, siempre tarde. Cuando necesitaban algo, algo que fuera posible
expresar, incluso algo que hubiesen podido obtener, no lograban
expresarlo y se reían de ellos; aquello era el hundimiento total,
también desde un punto de vista moral. A mi modo de ver, entre las
primeras causas de tantos naufragios en el Campo, la lengua, el lenguaje
encabezaba la lista.
Hace unos momentos hemos dejado atrás una estación de tren que menciona en su libro La tregua.
Trzebinia. Sí, era una estación fronteriza,
situada entre Katowice y Cracovia, y en ella se detuvo el tren. Era un
tren que se detenía todo el tiempo, nos costó tres o cuatro días
recorrer ciento cincuenta kilómetros. Se detuvo y yo me bajé. Por
primera vez me encontré cara a cara con un polaco, un civil; era un
abogado, y fue posible entendernos porque hablaba alemán y también
francés. Yo no sabía polaco y, la verdad, sigo sin saberlo. Así que me
preguntó de dónde venía y le conté que venía de Auschwitz, que por eso
llevaba un uniforme, porque todavía llevaba el uniforme a rayas. Me
preguntó: ¿por qué? Le dije que yo era un judío italiano. Él iba
traduciendo mis respuestas a un grupo de curiosos que se había
congregado a su alrededor, eran campesinos polacos, obreros que iban de
camino al trabajo, era casi de día, si mal no recuerdo. Como decía, yo
no sabía polaco, pero sí lo suficiente para comprender lo que
traducía... Había transformado mi respuesta. Yo había dicho: "soy un
judío italiano", y él había traducido "es un prisionero político
italiano". Entonces le dije en francés, para corregirle: "no soy...,
también soy un prisionero político, pero fui deportado a Auschwitz por
ser judío, no como prisionero político". Pero él me contestó
precipitadamente y en francés que, por mi bien, mejor valía dejarlo de
ese tamaño, porque Polonia es un triste país.
Estamos a punto de volver a nuestro hotel de Cracovia. Para usted, ¿qué representó el Holocausto para el pueblo judío?
No fue algo novedoso, antes hubo otros. Entre
paréntesis, nunca me ha gustado la palabra "Holocausto". No me parece un
término apropiado, es retórico y, sobre todo, erróneo. Representó un
punto de no retorno en términos de proporciones, sobre todo de recursos,
porque por primera vez en tiempos recientes el antisemitismo se
convirtió en un proyecto planificado, organizado a nivel de Estado, no
por influjo de un consenso tácito, como había ocurrido en la Rusia de
los zares; esto, en cambio, era un acto de voluntad. No había
escapatoria posible, toda Europa se convirtió en una enorme trampa, esto
fue lo novedoso y lo que determinó para los judíos un profundo cambio,
no solamente en Europa sino también para la comunidad judía en Estados
Unidos y para los judíos del mundo entero.
¿Piensa usted que otro Auschwitz, otra masacre como la perpetrada hace cuarenta años, es imposible que se vuelva a producir?
En Europa no lo creo posible por razones, como
decir, de inmunidad. Se ha producido una especie de inmunización; esta
es la razón por la que sería difícil asistir al renacimiento de algo
parecido por mucho tiempo... en algunas décadas, pongamos, cincuenta o
cien años, Alemania podría conocer un resurgimiento del nazismo parecido
al anterior, y en Italia aparecería un fascismo como el de antes. Sin
embargo, pienso que no será posible en Europa; también pienso que en
otros países se está gestando el deseo de un nuevo Auschwitz,
simplemente les faltan los recursos.
¿La idea no ha muerto?
Ciertamente no ha muerto la idea, porque nada
muere definitivamente. Todo reaparece bajo nuevas formas, pero nada
muere por completo.
¿Pero las formas sí cambian?
Las formas cambian, sí; las formas son importantes.
¿Piensa usted que es posible lograr el aniquilamiento de la humanidad del hombre?
¡Desde luego que sí! ¡Y de qué manera! Me
atrevería incluso a decir que lo característico del Lager nazi -no
sabría decir en el caso de los otros porque no los conozco, quizás los
campos rusos son distintos- es la reducción a la nada de la personalidad
del hombre, tanto interiormente como exteriormente, y no sólo la del
prisionero sino también la del guarda del Lager, él también pierde su
humanidad; sus rutas divergen, pero el resultado es el mismo. Pienso que
son pocos los que tuvieron la suerte de no perder su conciencia durante
la reclusión; algunos tomaron conciencia de su experiencia a
posteriori, pero mientras la vivían no eran conscientes. Muchos la
olvidaron, no la registraron en su mente, nada se imprimió en la cinta
de su memoria, diría yo. Sí, todos sufrían substancialmente una profunda
modificación de su personalidad, sobre todo una atenuación de la
sensibilidad en lo relacionado con los recuerdos del hogar, la memoria
familiar; todo eso pasaba a un segundo plano ante las necesidades
imperiosas, el hambre, la necesidad de defenderse del frío, defenderse
de los golpes, resistir a la fatiga. Todo ello propiciaba condiciones
que pueden calificarse de animales, como las de bestias de carga. Es
interesante observar cómo esas condiciones animales se reflejaban en el
lenguaje. En alemán hay dos verbos para "comer": el primero es "essen",
que designa el acto de comer en el hombre, y está "fressen", que designa
el acto en el animal. Se dice de un caballo que "frisst" y no que
"isst"; un caballo zampa, en suma, un gato también. En el Lager, sin que
nadie lo decidiera, el verbo para comer era "fressen" y no "essen",
como si la percepción de una regresión a la condición de animal se
hubiera extendido entre todos nosotros.
Ha concluido el periplo de su segundo regreso a Auschwitz. ¿Qué cosas le vienen a la mente?
Muchas, en realidad. Sobre todo una: me
incomoda que los polacos, el gobierno polaco, se hayan apoderado de
Auschwitz, que lo hayan convertido en el lugar del martirio de la nación
polaca. En verdad eso fue cierto, al menos durante los primeros años,
en 1941 y 1942. Pero después de esa fecha, con la apertura del Lager de
Birkenau, y sobre todo cuando entraron en funcionamiento las cámaras de
gas y los hornos crematorios, se convirtió ante todo en el instrumento
de la destrucción del pueblo judío. Nadie puede negar esto. Hemos podido
verlo: hay también el bloque-museo de los judíos, los italianos, los
franceses, los holandeses, etc. Pero hay en Auschwitz este hecho
capital: que la gran mayoría de las víctimas fueron judíos, una parte
sólo de las cuales eran judíos polacos. No es que se niegue esta
realidad, sino que apenas es evocada.
¿No le parece que los otros, los hombres, hoy en día quieren olvidar Auschwitz cuanto antes?
Hay indicios que permiten pensar que quieren
olvidar o algo peor: negar. Es muy significativo: quien niega Auschwitz
es precisamente quien estaría dispuesto a volver a hacerlo.
Traducción del italiano de Ana Nuño
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