Escrito por J.R. Sáinz Viadero
Al amenecer del 28 de mayo de 1938 era fusilada frente a las tapias del cementerio santanderino de Ciriego la periodista Matilde Zapata Borrego, la propietaria del diario izquierdista ‘La Región’, un rotativo que había sido definitivamente prohibido una vez que las fuerzas sublevadas entraron en la capital de la entonces denominada provincia de Santander.
Con la consecución de este asesinato
legalizado por la justicia franquista se colocaban los primeros
materiales para la forja de una leyenda que comenzaría a funcionar
alrededor de la figura de una mujer que contaba con poco más de 30 años
cuando fue conducida al piquete de ejecución, en compañía de seis
varones que también habrían de perecer esa misma madrugada bajo el fuego
de las descargas de fusilería.
Matilde Zapata figura como una más de
las cuarenta mujeres que fueron condenadas a muerte y ejecutadas en
Santander y Reinosa durante el periodo comprendido entre el mes de
septiembre de 1937 y el año 1942. Sus edades oscilan entre los 18 y 69
años, y dos de ellas, debido a su avanzado estado de gravidez, hubieron
de esperar hasta dar a luz para el cumplimiento de las sentencias. No
fue la primera en cruzar obligada el umbral que separa la vida de la
muerte, ni tampoco, como se puede comprobar, sería la última, puesto que
todavía hasta mediados de los años 50 del siglo XX estuvieron
funcionando en Santander los tribunales militares que dictaron la última
pena a los prisioneros de ideología republicana, entre ellos a diversas
mujeres.
La que sería conocida como La Pasionaria
de la Montaña por su verbo encendido, pero también por su decidida
defensa de los derechos de las mujeres desde la tribuna de su periódico,
había vivido la caída del Frente Norte estando en el puerto de Gijón,
cuando trataba de huir de la represión que se avecinaba ante la llegada
de las tropas nacionales, intentando con otros miles de fugitivos
hacerse un sitio en alguno de los barcos que todavía aguardaban a una
población desesperada. Consiguió subir a bordo de uno, pero su mala
suerte, como la de tantos otros fugitivos, quiso que la embarcación
elegida fuera interceptado en alta mar por la Marina franquista,
obligándola a dirigirse al puerto gallego de El Ferrol, desde donde
algún tiempo después sería enviada a Santander a la espera del
correspondiente juicio.
Mucho tuvo que vivir en aquella compañía
y mucho fue lo que ayudó a que los ánimos no decayeran en mujeres sobre
las cuales en su mayoría pesaban acusaciones bastante menores que las
que ella arrostraba o, por lo menos, que no se habían significado tanto
durante los años de República como Matilde lo había hecho a través de la
prensa, de los mítines y de su condición de mujer y socialista, y de
comunista ya durante los meses de guerra civil. Demasiada carga para una
mujer tan joven, aún cuando estuviera acosumbrada al sufrimiento desde
que el asesinato de su marido, el periodista Luciano Malumbres, por un
pistolero falangista, la dejara viuda mes y medio antes de producirse la
sublevación militar que conduciría al país entero al desastre y a ella a
una tragedia personal. Tras las paredes de la escuela, como en los
conventos de las Salesas o en las Oblatas, se hallaban bastantes jóvenes
menores de edad cuya inexperiencia en casos como el que estaban
padeciendo les hacía aparecer anodadas; algunas habrían de dar a luz en
un colegio-modelo transoformado en prisión, y otras llegaron a las
tapias del cementerio dejando a sus compañeras el fruto de un vientre
recién vaciado.
El juicio, celebrado en el claustro del
Instituto de Santa Clara no era más que una representación teatral de un
drama del que ya se conocía el final escrito de antemano: dos penas de
muerte, lo que hizo que la periodista hiciera gala de su sangre fría y
dijera al fiscal solicitante que con una era suficiente y la otra podía
guardársela por si algún día él la necesitaba. No arregló para nada la
situación este alegato final; tampoco el final hubiera sido otro sin
este alegato. Matilde estaba condenada, no de antemano, sino desde hacía
bastantes años antes, por las fuerzas más reaccionarias de la ciudad,
que solamente esperaban a que llegara el momento oportuno para pasarle
la factura, con propina incluida.
Esta frase suya que pudieron escuchar
las decenas de mujeres que acudían diariamente a los juicios para así
solidarizarse con los presos que subían las escalinatas de un centro
educativo, que la mayor parte de ellos –y de ellas- no habían llegado a
conocer nunca, fue un eslabón más de la leyenda creada. El último lo
constituyó la especie de que la pena de muerte dictada sería mediante la
aplicación de garrote vil, un método que en aquellos tiempos contaba
para su práctica con el viaje del verdugo de Burgos a la capital de la
Montaña. No fue así, pero tal versión circularía años después por los
campos de internamiento franceses, donde se hallaban recluidos
centenares de miles de soldados republicanos que habían conseguido salir
de España por la frontera poco antes de caer Cataluña en manos de los
sublevados.
Las últimas horas de la condenada no
transcurrieron en el Grupo Ramón Pelayo, donde durante semanas había
repartido ánimos entre sus compañeras, sino en la celda de la Prisión
Provincial, en la que se instalaba la capilla para los condenados a la
pena capital. De aquellos momentos se han recogido algunos testimonios
de parte de quienes vivieron la cercanía de las celdas, pudiendo
escuchar los golpes y lamentos de los presos cuando recibían la visita
de algunos falangistas que querían que los condenados no se fueran de
este mundo sin llevarse en su cuerpo algún recuerdo de sus personales
venganzas. Matilde salió con el pelo rapado al cero, aunque cubierta por
un sombrero y vistiendo un abrigo que había recibido de su familia, y
el último renglón de la incipiente leyenda asegura que la hicieron
desfilar desnuda ante unos presos obligados a contemplar esta escena,
mientras ellos bajaban los ojos en señal de respeto.
Después Ciriego: las descargas
repartidas con unos hombres a los que no conocía de nada y con los que
había de compartir sus últimos instantes. Y la fosa común utilizada para
dar tierra a los que no creen en Dios ni tampoco en las leyes
utilizadas como castigo para quienes se manifiestan contrarios a una
visión totalitaria de la existencia. Allí estarán sus restos, junto a
los de más de un millar de víctimas de una terrible represión efectuada
en los primeros años triunfales de la victoria de las tropas sublevadas
por Francisco Franco.
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