Cuando evitamos asumir la responsabilidad de nuestros errores e intentamos encubrirlos con medias verdades y falsedades absolutas, tejemos una densa red de engaños en la que nos perdemos. Es posible que comencemos a creernos las mentiras que hemos contado, incluso cuando no tienen sentido. Podemos destruir nuestras relaciones con otras personas y arruinar nuestra reputación. Pero el peor daño es que desperdiciamos el poder personal que podríamos haber usado para soñar un mundo de belleza y hacerlo realidad.
Responsabilizarte de tus errores significa no sólo reconocerlos sino también corregirlos. Recuerdo a un amigo mío que iba de puerta en puerta vendiendo un remedio para la enfermedad del olmo holandés en la década de los sesenta, cuando esta dolencia afectaba a muchos árboles de la ciudad. Mi amigo realmente creía en este remedio —de hecho, cuando unos meses después descubrió que no funcionaba, fue a ver de nuevo a cada uno de sus clientes para ofrecerles un reembolso.
Finalmente, ser fiel a tu palabra nunca significa dejar de expresarla. Es increíble la cantidad de agravios que pueden resolverse con un simple «perdóname». Durante muchos años, me sentí muy mal porque mi padre nunca me dijo: «te quiero». Pero más adelante, a lo largo de mi vida, cuando comprendí el elevado coste de no decir las cosas, le perdoné y sentí compasión por él. Comprendí lo difícil que debía de haberle resultado no ser capaz de expresar sus sentimientos.
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