Philip K. Dick. El visionario que dudó de la realidad
«Estoy seguro de que no me creen, y de que tampoco creen que creo en lo que afirmo. Son libres de creerme o no, pero al menos crean esto: no estoy bromeando. Se trata de algo muy serio, algo muy
«Estoy seguro de que no me creen, y de que
tampoco creen que creo en lo que afirmo. Son libres de creerme o no,
pero al menos crean esto: no estoy bromeando. Se trata de algo muy
serio, algo muy importante. Tienen que pensar que, para mí también, el
hecho de declarar algo así es una cosa terrible. Muchas personas
aseguran recordar sus vidas anteriores. Yo, por mi parte, afirmo que
puedo recordar una vida presente distinta. No conozco a nadie que haya
hecho declaraciones como ésta, pero sospecho que mi experiencia no es
única. Quizá lo sea el deseo de hablar de ella». La parrafada forma
parte del discurso que Philip K. Dick leyó en una convención de ciencia
ficción celebrada en Metz, Francia, en septiembre de 1977. El título
elegido: «Si creen que este mundo es malo, deberían ver alguno de los
otros». El público -progres del 68 que esperaban al Dick paranoico,
drogata e incorregible de siempre- se quedó mudo cuando, al final de la
conferencia, el escritor reconoció haber sido «una variable reprogramada
en uno de esos insidiosos cambios de realidad que conforman la trama
del Universo», y que había entrado directamente en contacto con el
Programador. Es decir, con Dios. De hecho, Dick se consideraba «un peón
de Dios».
Al bajar del estrado, la gente lo miró con
estupor: el tipo no sólo estaba como un cencerro sino que, además...
¡se había vuelto beato! La anécdota, contada por Emmanuel Carr_re en la
biografía «Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos», ofrece una pista
sobre la personalidad de este iluminado que siempre dudó de la realidad,
que veía visiones (de Jesucristo y la antigua Roma) y experimentaba
contactos con una entidad divina. Philip K. Dick se convirtió en un
apóstol del LSD, un gurú de la contracultura. Sus obras, marcadas por la
duda existencial, fueron la «biblia psicodélica» de toda una
generación. No están habitadas por héroes galácticos, sino por personas
corrientes que descubren que sus familiares y amigos, o incluso ellos
mismos, son alienígenas, robots o espías sometidos a lavados de cerebro.
Chicago,
16 de diciembre de 1928. Dorothy Kindred Dick dio a luz a una pareja de
mellizos prematuros. Los llamaron Philip y Jane. La poca leche que la
madre podía ofrecer a los bebés, la ignorancia y la falta de
asesoramiento médico provocó que la niña muriera un mes y pico después.
La enterraron en Fort Morgan, Colorado, de donde era originaria la
familia paterna. Junto a su nombre, en la lápida, grabaron el de su
hermano, con la fecha de nacimiento, un guión y un espacio en blanco.
Después, los Dick partieron rumbo a California.
Allí
Philip residió la mayor parte de su vida. Escritor precoz, empezó a
dedicarse a esta tarea profesionalmente en 1952. En los años 60 se echó
en los brazos de la droga, un romance que puso bajo sospecha sus
célebres «visiones».
El imperio nunca dejó de existir
En
1962 ganó el premio Hugo por «El hombre en el castillo», probablemente
su mejor obra, una ucronía que sitúa la trama en Estados Unidos 15 años
después de que las fuerzas del Eje derrotaran a los aliados en la
Segunda Guerra Mundial. Hitler queda incapacitado por sífilis cerebral,
por lo que el canciller Martin Bormann asume el mando. Los nazis crean
su propio imperio colonial, causando genocidios masivos de judíos y
negros. También inician la carrera espacial, desarrollan la bomba
atómica y la de hidrógeno... y montan una guerra fría con Japón, la otra
potencia. Una historia alternativa.
A Dick le
extrajeron una muela del juicio en febrero de 1974. El mundo era un
dolor atroz que le latía en la mandíbula apenas suturada. Su mujer
telefoneó al dentista, que prescribió un analgésico, y luego a la
farmacia (era impensable abandonar al enfermo aunque fuera un minuto).
Media hora después, una chica con uniforme blanco llamó a la puerta.
Llevaba un paquete con el medicamento y un colgante de oro que
representaba un pez. «¿Qué es eso?», preguntó el escritor, hipnotizado.
«Un símbolo de los primeros cristianos», contestó ella. Dick tuvo una
revelación. «El imperio nunca dejó de existir». La chica, como él, era
una cristiana clandestina. La habían enviado para que se lo comunicara,
portando un emblema que desatara sus recuerdos. Pero... ¿no estamos en
1974, en California? No. Phil se había unido al ejército de los
Avisados: estamos en Roma, en el año 70 después de Cristo...
¿Locura?
¿Escapismo? «Creo que incluso en la novela fantástica más imaginativa
el escritor siempre habla de nuestra humanidad», comenta Henri
Loevenbruck, autor de «La loba y la niña» (Timun Mas), que reconoce la
influencia de Dick en su obra. «La acción puede situarse en el futuro o
en el pasado, incluso en un mundo imaginario, pero, de hecho, tratamos
con algo que no tiene época, que va más allá del tiempo: nuestra
especificidad como especie. Las buenas historias como las de Dick nunca
envejecen, porque tratan sobre cuestiones universales que nos conciernen
a todos. ¿Qué es lo real?, ¿cuál es mi lugar en esta realidad?, ¿qué es
lo que me hace humano? Mis novelas son, para mí, un modo de encontrar
los hilos invisibles que mantienen unidos a los hombres. Los libros
permiten sentirnos menos solos en nuestro camino del nacimiento a la
muerte».
Treinta y seis novelas y cinco colecciones
de relatos después, el final de ese viaje llegó para Phil en 1982.
Infarto cerebral. En el hospital, el encefalograma se convirtió en una
línea recta que recorrió la pantalla durante cinco días. Lo
desconectaron el 2 de marzo. Su padre, Edgar, muy anciano, llevó el
cuerpo hasta Fort Morgan, donde un lugar lo aguardaba desde hacía 53
años. Sólo hubo que grabar la fecha de su muerte en la lápida.
http://www.abc.es/hemeroteca/historico-01-04-2007/abc/Domingos/philip-k-dick-el-visionario-que-dudo-de-la-realidad_1632309198243.html#
No hay comentarios:
Publicar un comentario