En 1958, después de que Flannery O’Connor se sumergiese en el manantial con propiedades curativas del santuario de Lourdes, dijo (parafraseando a una amiga y con la sorna que la caracterizaba) que “el verdadero milagro era no contagiarse de una epidemia a través de esa agua repugnante”. Aunque a regañadientes, había acudido allí como parte de un grupo (“mujeres católicas llevadas en manada de un lugar a otro”, como explicó ella misma) de peregrinación al centenario de Lourdes, viaje promovido por la diócesis de Savannah. La escritora, aquejada de lupus, era consciente de que no le quedaban muchos años de vida, y en ese viaje por Europa quiso intentarlo todo; entre otras cosas, una audiencia general con el papa Pío XII en la basílica de San Pedro.
Moriría seis años después, pero en todo caso la anécdota ilustra a la perfección dos importantes claves de su escritura: la ironía y su dimensión religiosa. El primer aspecto es algo que salta a la vista en una primera lectura de su obra. El segundo, sin embargo, no se percibe tan fácilmente. De hecho, cualquiera que se acerque a sus dos novelas o a sus relatos sin conocer su biografía (nacida en el sur de EE UU y descendiente de irlandeses, era católica hasta el tuétano, de misa diaria) pensaría que está ante la nihilista más desesperanzada, y que si hay alguna presencia sobrenatural en su obra es, a juzgar por el grado de salvajismo, violencia y humor negro, únicamente la del diablo.
https://elpais.com/cultura/2018/10/11/babelia/1539256825_702159.html
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