La triste historia del autor de “Charlie y la fábrica de chocolate”
Una serie de sucesos desafortunados marcaron la vida de Roald Dahl, el famoso novelista y autor de cuentos británicos como “Charlie y la fábrica de chocolate” y el “Fantástico Sr. Fox”. El encargado de publicar las historias de Roald fue su amigo Donald Sturrock, en el libro“Storyteller, la primera biografía autorizada de Roald Dahl”. En él se dieron a conocer diversas situaciones familiares a las que tuvo que enfrentarse el autor, en extremo dolorosas e inevitablemente reales.
La primer tragedia que marco Roald fue el accidente de su hijo Theo a los 4 meses de nacido, consecuencia de un descuido de la niñera que habían contratado para que también cuidara a sus otras dos hijas Tessa y Olivia. El accidente devastó al autor, pues su hijo corría el riesgo de quedar ciego o con retraso debido a un fuerte golpe en la cabeza; sin embargo fue la muerte de su hija Olivia a los siete años de edad, lo que terminó por destruirlo.
Un día de noviembre su hija Olivia regresó de la escuela con una nota de su maestra que informaba a los padres sobre un posible brote de sarampión. Sin saber que hacer -debido a que aún no existían vacunas para la enfermedad en Estados Unidos-, la actriz Patricia Neal (esposa de Roald), contacto a su cuñado Ashley Miles en Inglaterra, para pedirle de favor que le mandará gamma globulina, sustancia que Roald en alguna ocasión había escuchado que ayudaba a prevenir la enfermedad.
Preocupados por la vulnerabilidad de Theo, decidieron utilizar la dosis en él, y tres días después su hija Olivia estaba cubierta de manchas. Sin alterarse, Roald y Pat dejaron que la enfermedad siguiera su curso, pues creyeron que era lo mejor que podían hacer para que su hija adquiriera inmunidad al virus. La fiebre se presentó en la pequeña, pero todo parecía transcurrir de forma normal. Después de tres días, la fiebre disminuyó y la niña inclusive le pidió a su papá que le enseñará a jugar ajedrez.
A la mañana siguiente, Olivia se despertó sin ánimos de nada y en la tarde su madre la encontró convulsionando en su habitación. La cosas no pintaban bien y no era para menos. Llamaron a la ambulancia y fueron al hospital Stoke Mandeville.
Veintiocho años después, su familia descubrió en el cajón de un buró un cuaderno de ejercicios verde, con escritos detallados que hablaban sobre el día en que Roald recibió la noticia de que su hija había muerto. Nadie sabe a ciencia cierta cuándo los escribió o por qué, pero coinciden en que quizás fue la única reacción que tuvo el escritor para poder expresar su dolor, pues desde la muerte de Olivia, nunca se pudo comunicar con su esposa.
Aquí un fragmento del escrito:
“Un trayecto horrible. Camiones nos detenían en las carreteras estrechas. Llegamos al hospital. La ambulancia fue a la entrada equivocada. Marcha atrás. Llegamos. Un joven médico a cargo. Mervyn y él le dieron 3 mg de sodio amatol. Me senté en la sala. Fumé. Me sentí congelado. Una pequeña barra de fuego eléctrico en la pared. Un hombre en habitación de al lado. Una mujer médico fue a teléfono. Trataba de localizar con urgencia a otro médico. Él llegó. Entré. Olivia estaba acostada tranquilamente. Aún inconsciente. Ella tiene una oportunidad aún, dijo el doctor. Habían intervenido su columna vertebral. No era meningitis. Era encefalitis. Mervyn me dejó en mi coche. Me quedé. Pat llegó y fue a ver a Olivia. La besó. Habló con ella. Aún inconsciente.
Entré. Le dije: “Olivia … Olivia.” Ella levantó la cabeza ligeramente fuera almohada. Salí. Bebimos whisky. Le pedí al médico que consultara a expertos. No llamó a nadie. Llamó a un hombre en Oxford. Yo escuchaba. Le dio instrucciones. No hay mucho que se pudiera hacer. Por primera vez dije que iba a quedarme. Luego pensé que me gustaría volver con Pat. Nos fuimos. Llegamos a casa. Llamamos a Philip Evans. Llamó hospital. Me volvió a llamar. “¿Debería ir?” “Sí, por favor.” Avisé al hospital que iría. Llamé. Doc pensó que yo era Evans. Dijo, me temo que está peor. Me metí en el coche. Fui al hospital. Entramos. Dos médicos avanzaron hacia mí desde la sala de espera. ¿Cómo está? pregunté. Me temo que es demasiado tarde. Entré en su habitación. Una sábana la cubría. El doctor le dijo a la enfermera que saliera. Déjalo en paz. La besé. Estaba caliente. Salí. “Ella aún está caliente.” Le dije a los médicos en la sala, “¿Por qué está tan caliente?” “Por supuesto”, dijo. Me fui.”
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