Decimos no a los transgénicos
POR GUSTAVO GARCÍA LÓPEZ | 6 DE JUNIO DE 2014 | 9:12 AM – 3 COMMENTS
La semana pasada, distintas organizaciones de la sociedad civil convocaron a la Marcha Contra Monsanto como parte del día internacional contra dicha empresa. Mucha gente quizás se preguntó por qué hay esta oposición. El gerente de la empresa en la isla respondió que sus productos son igual de seguros y nutritivos que los productos no-transgénicos y que son beneficiosos para los agricultores.
Yo por mi parte no pensaba escribir una segunda columna sobre los transgénicos. Quisiera compartir con los lectores de esta revista mis ideas sobre otros asuntos ambientales, además que ya contamos con grandes investigadores del tema agrícola como Carmelo Ruiz Marrero, Ian Pagán Roig y Nelson Álvarez Febles que han publicado numerosos escritos al respecto.1 No obstante, algunos comentarios de lectores a mi columna anterior me mostraron que aún falta mucho camino por recorrer en clarificar puntos esenciales del debate. En lo que sigue, presento algunas de las críticas principales a mi columna, y mis respuestas a las mismas.
“El consenso científico es a favor de los transgénicos, y (por tanto) ustedes son anti-ciencia”
Luego de leer mi columna algunas personas continuaron repitiendo como papagayos el mantra de Monsanto et al. de que los transgénicos y agro-tóxicos son seguros a la salud y al ambiente. Me aconsejaron que me informase mejor y que leyera revistas científicas reconocidas, “para que vea datos serios”. Además, cuestionaron la evidencia contra los transgénicos como proveniente de una minoría de activistas y de científicos prejuiciados con publicaciones en “fuentes con poco o nada de prestigio en los campos relacionados a la investigación de GMOs”. Este tipo de comentario manifiesta, por un lado la falta de lectura sobre el tema y los estragos de desinformación de la estrategia publicitaria de Monsanto et al., y quizás el sesgo ideológico (de creer en algo profundamente) que dificulta o incluso impide reconocer evidencia que contraríe sus creencias.
Si bien es cierto que hay muchos estudios con resultados favorables a los transgénicos, igualmente hay cientos más con resultados contrarios a estos productos, publicados en revistas científicas prestigiosas (algunos de los cuales fueron citados en mi columna anterior, y otros en la columna anterior de Ian Pagán Roig en 80grados); realizadas en muchos casos por investigadores de renombre.2 De hecho, nos enfrentamos a todo lo contrario a un consenso: evidencia científica contradictoria, encontrada.
Esto queda demostrado en varias reseñas recientes de la literatura sobre los riesgos a la salud de los transgénicos. En una de ellas (Domingo y Giné Bordonaba, 2011) los autores concluyen que hay un balance numérico entre el número de grupos de investigación que concluyen que los transgénicos son seguros y los que no, y añaden que (1) aún hay muy pocos estudios sobre la seguridad de los transgénicos; (2) que la literatura incluye solo tres productos (maíz, soja, y arroz); y (3) que la mayoría de los estudios con conclusiones pro-transgénicos fueron realizados por las propias empresas que los desarrollaron.
Otras reseñas de la literatura publicadas en revistas académicas (Dona y Arvanitoyannis, 2009) así como informes independientes (Fagan et al., 2014; Ruiz Marrero, 2006; Robinson, 2013)3 muestran una mayoría de estudios con resultados negativos para los transgénicos. En este contexto, Domingo y Giné Bordonaba concluyen que aún no hay un consenso científico al respecto sobre este tema: “…This is indeed only an example on the controversial debate on GMOs, which remains completely open at all levels”. Entidades como las asociaciones médicas británica y americana, la Royal Society de Canadá y la Red Europea de Científicos por la Responsabilidad Social y Ambiental (ENSSER) han reconocido igualmente esta falta de consenso y han hecho un llamado a la precaución, incluyendo más investigaciones.
Por otro lado, me reitero en cuestionar la ciencia politizada y mal diseñada que muchas veces se usa para justificar los transgénicos. Tomemos como ejemplo una de las publicaciones que citó uno de los lectores de mi columna anterior para sustentar su punto de consenso científico: un informe reciente de la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria. El informe revisó estudios realizados en Europa y concluyó que los transgénicos no presentaban riesgo a la salud. No obstante, la publicación fue duramente criticada por más de 300 científicos porque reseñó muy pocos estudios (solo 5 estudios de alimentación de ratas, por ejemplo) e ignoró resultados de investigaciones contrarias a los transgénicos (ENSSER, 2013). Es precisamente lo mismo que pasó con el informe de una comisión científica creada por el gobierno de Inglaterra que mencioné en mi columna anterior.
Además de los resultados conflictivos y la politización de informes aparentemente científicos, hay serias preocupaciones científicas por las metodologías y el diseño de los estudios que buscan probar la seguridad de los transgénicos (ENSSER, 2013; Fagan et al., 2014; Magaña-Gómez y de la Barca; Robinson, 2013); entre los problemas principales está el hecho de que muy pocos estudios miden efectos de los transgénicos a largo plazo; la gran mayoría utilizan pruebas de 90 días.
Plantear esta falta de consenso científico no es una postura anticiencia, todo lo contrario, es la esencia de ser científico: reconocer cuando hay prueba inconclusa. Anticiencia es empeñarse en que hay un consenso pro-transgénicos, y descartar toda la evidencia contraria, es no reconocer que ante la evidencia (que sugiere, como mínimo, unos riesgos reales), hay que tomar acciones precavidas hasta que haya una ciencia más definitiva.
“¡Eso es una teoría de conspiración!”
En mi columna anterior argumenté que la inversión de las empresas transgénicas en las investigaciones científicas sobre el tema –junto a sus campañas publicitarias, la influencia en las agencias reguladoras, y las estrategias de represión– influenciaba inevitablemente los resultados de dichas investigaciones. Por esto se nos acusó de creer en teorías conspirativas.
Seamos claros: no sugerimos que todos los científicos que estén publicando cosas favorables acerca de los transgénicos estén ‘comprados’; ni que todas las investigaciones son realizadas o financiadas por empresas transgénicas, ni que todos los científicos que publican resultados contrarios a los transgénicos son perseguidos.
Pero la ciencia no opera con la independencia que reclama, especialmente cuando hay intereses político-económicos poderosos de por medio. De hecho, el debate sobre la influencia de las empresas en la investigación se ha dado en el seno de la propia comunidad científica (por ejemplo Drazen y Curfman, 2002; Kassirer, 2009; Nestle, 2007; Resnik, 2009). Uno de los asuntos en controversia es los contratos que utilizan muchas empresas en donde se les prohíbe a investigadores el derecho a examinar los datos o enviar manuscritos para publicación sin antes recibir el consentimiento de las empresas financiadoras (Davidoff et al., 2001; Waltz, 2009). Los investigadores independientes enfrentan aún mayores restricciones porque las patentes de transgénicos permiten que las compañías prohíban investigaciones de sus productos sin su autorización previa. Estos conflictos de interés no son exclusivos a investigadores –también se manifiestan en las agencias reguladoras que establecen los estándares para la realización de estudios de riesgo de los transgénicos, evalúan las solicitudes de permisos de transgénicos e interpretan los resultados de los estudios sometidos por las empresas (Robinson et al., 2013).
En ese contexto, no podemos ignorar que una gran cantidad de investigaciones recientes de distintos campos de la ciencia demuestran este planteamiento sobre una ciencia ‘politizada’ y ‘economizada’ con múltiples conflictos de interés y subjetividades. Y no solo es en los casos de investigaciones sobre los efectos de la salud del tabaco (Diethelm et al., 2005; Michaels, 2008); sino también de medicamentos y otros productos médicos (Ahmer et al.,2005; Als-Nielsen, 2003; Baker et al., 2003; Bartels et al.,2012; Bhandari et al., 2004; Friedman y Richter, 2004; Lexchin et al.,2003), alimentos (Lesser et al., 2007), y los celulares (Huss et al., 2007).
En cuanto a las investigaciones sobre la seguridad de los transgénicos, un grupo de investigadores dirigido por Jonah Diels (2011) reseñaron 94 estudios y encontraron que los investigadores con alguna afiliación profesional con empresas transgénicas eran mucho más propensos a llegar a conclusiones pro-transgénicos en sus estudios.4 Si consideramos que, como mencionaba en mi columna anterior, los investigadores en programas agrícolas de Estados Unidos son cada vez más dependientes financiera y laboralmente de las empresas transgénicas,5 estos hallazgos son muy preocupantes.
Esta es realidad comprobada por observaciones. Pero además, es el sentido común. Pensar que las empresas que buscan aprobación de sus productos en una industria de más de $60 billones de dólares (Diel et al., 2011) harán o promoverán investigación científica objetiva sobre los mismos es ser incrédulos; pero llamarnos teóricos de la conspiración, eso sí es creer en teorías de conspiración.
Tampoco podemos ignorar las estrategias de represión contra científicos prominentes que han publicado resultados contrarios a los transgénicos. En mi columna anterior ofrecí algunos de los ejemplos más prominentes, pero no son los únicos: también están casos como los de Manuela Malatesta (quien luego de publicar sus hallazgos sobre los efectos de la soja transgénica en la salud fue despedida de su puesto en la Universidad de Urbino), Emma Rosi-Marshall (cuya publicación sobre los efectos del maíz transgénico en insectos fue objeto de una campaña de descrédito masivo), y Andrés Carrasco (perseguido por su propio gobierno por sus investigaciones sobre los efectos del glifosato en la salud) (Fagan et al., 2014).
“Ustedes se oponen a los transgénicos porque están en contra de Monsanto”
Es importante entender que Monsanto (y demás corporaciones transgénicas) y los productos transgénicos van de la mano, y que nuestra oposición es dual. Estamos en contra de Monsanto (así como de las demás grandes empresas de los transgénicos) porque es una empresa que ha hecho sus riquezas produciendo algunas de las sustancias más tóxicas para la salud y el ambiente en la historia moderna –el agente naranja, el PBC, el glifosato–, porque emplean tácticas de persecución e intimidación contra científicos y agricultores, y porque estamos convencidos que la acumulación de poder en grandes empresas como esta va en detrimento de la democracia en nuestra sociedad.
Pero también estamos en contra de los transgénicos, porque representan un gran riesgo para la salud y el ambiente (ver comentarios arriba); pero también porque son parte de un modelo agroindustrial de monocultivos que es muy dependiente de agro-tóxicos sumamente dañinos y que además tiene serias implicaciones sociales, políticas y económicas (véase Ruiz Marrero, 2005a, 2006 y la columna anterior de Ian Pagán Roig).
Un buen ejemplo de este problema es la producción de soja transgénica resistente al herbicida Roundup, ambos de Monsanto, en Suramérica (Altieri y Pengue, 2006; Ruiz Marrero, 2005b). Esta soja ha llevado a la deforestación de grandes superficies de bosques y otros ecosistemas. Por otro lado, en muchos países de esa región la expansión de la soja ha conllevado un gran acaparamiento de tierras (land grabbing) y el consecuente desplazamiento de cientos de miles de campesinos –se estima cerca de 300,000 familias en Argentina solamente. Los campesinos que luchan contra este robo de tierras y la destrucción ambiental que muchas veces conlleva han sido asesinados por sicarios que defienden a los empresarios de la transgénesis (Global Witness, 2014). En términos económicos, al igual que en la llamada Revolución Verde,6 los paquetes tecnológicos transgénicos han favorecido principalmente a grandes productores y han generado una mayor concentración de la tierra y el dinero. Además, debido a la tecnificación que conlleva la soja transgénica, también se han perdido muchos empleos agrícolas –4 de cada 5 en Argentina.
Estudios recientes en otras partes demuestran que los agricultores que cultivan transgénicos ganan igual o menosque los que cultivan productos no-transgénicos (Fernandez-Cornejo et al., 2014). En la India, cientos de agricultores se han suicidado por las pérdidas masivas que han sufrido debido al fracaso de las semillas transgénicas de algodón.
“Monsanto es malo…Pero hay que distinguir entre el mal y buen uso de los transgénicos”
Esta distinción no se sostiene por el simple hecho de que todos los productos transgénicos principales han sido desarrollados por las grandes empresas transgénicas. Pero si pudiéramos separar las acciones de las empresas de sus productos, ¿existen realmente buenos usos de los transgénicos? Veamos el caso del arroz dorado, que hoy día es usado como ejemplo de los grandiosos beneficios de los productos transgénicos (véase GM Watch, 2014; Ruiz Marrero, 2002; Shiva, 2001).
El arroz dorado contiene beta-caroteno para ‘atender’ el problema de malnutrición (específicamente de deficiencia de vitamina A) en los niños africanos. No obstante, enfrenta varios problemas. El arroz aún está en desarrollo y bajo pruebas secretas, por lo cual no sabemos realmente qué resultado tendrá, a pesar de que ha costado millones de dólares. De hecho, de los cálculos que ha hecho Vandana Shiva demuestran que a base del consumo realista de arroz en la India, el arroz dorado proveería menos del 5% del valor diario requerido de vitamina A.
Por otro lado, hay soluciones existentes, ampliamente disponibles y de probada efectividad que son mucho menos costosas y más efectivas para el problema de la malnutrición, incluyendo alimentos muy nutritivos como la moringa, el amaranto y el millo, el comino, el curry, la espinaca y otros vegetales de hojas verdes que pueden tener hasta 3500% más beta-caroteno que el arroz dorado. Otro ejemplo que nos ofrece Martin Enserink en un artículo en Science (Enserink, 2008) es el programa de la Organización Mundial de la Salud para combatir deficiencia de vitamina A. Este se enfoca en métodos como educar a las personas para que cultiven vegetales de hojas verdes en sus jardines, promover la lactancia, y dar algunos suplementos y alimentos fortificados cuando sea necesario.
Por último, si bien es cierto que las empresas han prometido que darán inicialmente el arroz dorado de forma gratuita, lo que darán es una licencia sin costo pero mantendrán las patentes de estos productos, por lo que pudieran en un futuro cobrar regalías por las mismas. En efecto, Monsanto ha declarado públicamente que a largo plazo espera tener ganancias económicas del arroz dorado.
“Pero, ¡los transgénicos resolverán el problema del hambre mundial (y los orgánicos no)!”
…la fe ciega en la ciencia y la tecnología hacen olvidar que los problemas son generados por un sistema social que la técnica no puede resolver.
–Iván Illich, Le Chômage créateur
Los problemas de del hambre y desnutrición en el mundo no son debido a problemas de falta de producción sino de falta de acceso a alimentos disponibles.
–ONU (citado en Pagán Roig, 20014)
El discurso pro-transgénico propone que estos productos ayudarán a resolver los problemas del hambre y la malnutrición mundial porque son más productivos y nutritivos. No obstante, informes recientes de científicos independientes (Fagan et al. 2014; Gurian-Sherman, 2009) así como del propio Departamento de Agricultura de Estados Unidos (Fernandez-Cornejo et al., 2014) –uno de los principales promotores y facilitadores de la agricultura transgénica en el mundo– muestran que no hay tales aumentos en productividad, y que además llevan a un aumento en el uso de pesticidas.7 Además, las investigaciones recientes demuestran que la producción agroecológica tienen igual o mayor capacidad productiva que los productos convencionales (véase la columna de Ian Pagán Roig; también Raupp et al. 2006)
Pero aún si los transgénicos lograran la productividad la realidad es que, como demostró el premio Nobel de economía Amartya Sen hace mucho, los problemas del hambre y la malnutrición no son, en su raíz, causados por una deficiencia en la producción agrícola, sino por las desigualdades socioeconómicas y políticas que limitan el acceso a alimentos y las políticas neoliberales que destruyen la agricultura local (Fagan et al., 2014; Moore Lappe et al.,1998). Para muestra, un par de botones bastan: en 2007 Paraguay exportó más de 4.3 millones de toneladas de soya transgénica y $370 millones de dólares de carne, mientras que el país tiene 600,000 niños malnutridos. En Argentina, más del 99% de la soya es exportada a Asia, Europa y Estados Unidos para alimentar ganado (Ruiz Marrero, 2005). India, por su parte, es uno de los principales exportadores de grano del mundo, y tiene decenas de millones de toneladas de grano en exceso, que muy bien pudiera usar para alimentar a los 320 millones de indios que sufren de hambruna. La situación fue resumida magistralmente por una comentarista: “alimenta a una empresa, y mata de hambre aun país”. (Niles, 2008)
La ciencia no habla (ni aprende) por sí sola
We all follow the Tyrone Hayes drama, and some people will say, ‘He should just do the science.’ But the science doesn’t speak for itself. Industry has unlimited resources and bully power. Tyrone is the only one calling them out on what they’re doing.
–Dra. Michelle Boone8
Algunos me acusaron de no ser objetivo en mi columna anterior. Yo respondo que los científicos no podemos escondernos detrás del manto de la objetividad científica porque todos tenemos prejuicios que influencian nuestras investigaciones.
Yo prefiero adoptar la perspectiva de la ciencia post-normal de la que nos hablan Funcowitz y Ravetz (1993), que reconoce la complejidad de muchos problemas ambientales, los riesgos y las incertidumbres inherentes a los mismos, así como los prejuicios valorativos de los científicos y demás sectores que luchan por posiciones encontradas. También es una ciencia colaborativa, que propone una “comunidad de pares extendida” en donde se integren los saberes locales/tradicionales de los propios agricultores, consumidores, y ciudadanos. Como decía Andrés Carrasco sobre sus hallazgos de los efectos nocivos del glifosato: “No descubrí nada nuevo. Digo lo mismo que las familias fumigadas. Solo que lo confirmé en un laboratorio”.
En este posicionamiento, podemos aprender mucho de las luchas que van cobrando cada vez más fuerza en todo el mundo, con movimientos como la red internacional Vía Campesina y, en el caso Puerto Rico, el movimiento contra Monsanto y por la agroecología y la soberanía alimentaria.9 Muchos de los involucrados, y campesinos e indígenas de Paraguay, Argentina y Brasil, buscan defender su subsistencia, su tierra, sus sistemas de agricultura tradicionales basados en la agroecología, su vida, ante los impactos directos que sufren por los transgénicos y agro-tóxicos asociados. Nos ofrecen su conocimiento científico local de lo que viven directamente.Los que ignoran esas voces de abajo, esos son los verdaderos enemigos de la ciencia.
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