Nacho Cardozo: "Sé que soy famoso, pero
sigo viajando en el 145"
Tomer Urwicz
El día de este coreógrafo parece que dura más de 24 horas, pero gracias a su obsesión por el trabajo y su amor al arte alcanzó la fama y logró trascender las fronteras.
Nadie puede hacer todo al mismo tiempo. Nadie puede dirigir una obra de teatro y, a la salida, asegurarse de que haya taxis para todo el mundo. Nadie puede salir a buscar financiamiento para un espectáculo musical y, dos horas después, crear coreografías de la nada mientras hace musculación. Nadie puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Pero Ignacio "Nacho" Cardozo lo intenta todos los días, con un rigor inquebrantable y una meticulosidad que lo hace estar en todos los detalles; dos de las varias cualidades que lo han llevado a ganar 11 premios Florencio, ser requerido por grandes compañías de espectáculos del exterior y darse el lujo de renunciarle a Marcelo Tinelli.
Es que si hay algo que valora este hombre a los 57 años es el tiempo. O, mejor dicho, hacer rendir esos instantes en que se sumerge en una acción. ¿Por qué? Porque en cada responsabilidad que asume -desde dirigir junto a Rafael Pence su academia de baile hace 17 años, ser el actor protagónico de La jaula de las locas, ejercer de comentarista de Carnaval y hasta preparar el acto final de la escuela Cervantes- intenta sacarle brillo "a la chapita" con su nombre. No en vano se encuentra con señoras que fueron a ver una obra suya más de dos veces solo porque en el cartel consignaba: "Dirección: Nacho Cardozo".
-¿Se considera famoso?
-Sí, sé que soy famoso, pero sigo viajando en el 145 o en el 116. No me paro en el pedestal. Cuando estuve en el programa de (Marcelo) Tinelli (Patinando por un sueño), en 2007, me hacían sentir que no era famoso. En la escala de valores y trabajo el coach (entrenador o coreógrafo) no es nadie. Las estrellas son las privilegiadas, aún cuando su carrera haya comenzado hace diez días. Yo me desesperaba en esa pelea permanente en la que uno envidia al otro, en la que se pierde el tiempo y no hay disciplina para ensayar.
Algo parece haberle quedado a Nacho de su pasaje por el colegio de curas de la Sagrada Familia, al que iban solo varones. Más allá de que sus primeros recuerdos sean los enormes pasillos, el silencio, las clases de deportes y el piano de la iglesia, lo cierto es que parte de su disciplina, admite, nació en esa temprana edad.
El resto lo aprendió en el curso de teatro de la Alianza Uruguay-EEUU -al que entró en forma condicional junto a una joven "petisa" de pelo con flequillo, Laura Sánchez- y con los golpes de la vida.
Estaba por ingresar a cuarto de Primaria cuando falleció su padre, un distribuidor de películas que le adelantaba todos los estrenos. Los Cardozo entraron en crisis. Los tres hermanos, todos varones (el bailarín es el del medio), cambiaron del colegio a una escuela pública y más cerca de su casa de Malvín. Lejos de ser un momento traumático, Nacho lo vivió como una liberación. Fue inscripto en la Escuela Experimental, en la que, por las tardes, tenía talleres artísticos. Ese fue su primer encuentro con el que sería su oficio.
Otro poco le vino por herencia. Su abuelo había sido electricista en el Teatro Artigas y sus hermanos, si bien no se dedican a la música, son buenos con los instrumentos: el grande, fanático de Los Beatles y el chico, de la música brasileña. Lo único seguro durante su formación es que a Nacho no lo convencía ninguna carrera tradicional, a lo sumo pensaba en ser profesor de gimnasia o periodista. Pero un test psicológico (su "gran deuda", dice, es no haber hecho terapia) confirmó lo que él intuía: lo suyo era el arte.
Se fue metiendo en ese mundo de a poquito, sin saltearse ningún paso. En este sentido, es de los que puede decir que viene desde abajo. En realidad de arriba, porque su primera participación en una obra fue cambiando rollos de acetato con manchas que se proyectaban en una pared. Se necesitaba alguien de baja estatura, apasionado por el teatro y que no tuviese problema en permanecer una hora y media colgado en el techo, para generar ese efecto. Y ahí estaba él.
No fue lo único. Fue acomodador en el Teatro Stella, en donde vio la primera actuación de Les Luthiers en Montevideo; fue parte del personal de mantenimiento en el Anglo (lustraba la escalera principal y limpiaba los salones) y ayudó a las compañías extranjeras que llegaban a la Alianza, donde fue influenciado por el zapateo americano y las luces de Broadway.
De ahí que, tiempo después, se decidiese a incursionar en la comedia musical; un estilo que lo hace sentir cómodo y del que es uno de los primeros exponentes en el país.
-Se trata de obras caras, que necesitan mucho despliegue, ¿cómo hace para financiar esas producciones?
-Hay una empresa de supermercados que me apoya ciegamente. Tratamos de alternar una obra de mucho presupuesto con alguna de un elenco más reducido. Me fijo que el texto tenga algo para decir, que no sea una pelotudez. Con esto me refiero a que el público se lleve algo para la casa, sin ser algo demasiado dramático. Es que la gran misión de un espectáculo es que te entretenga. Y, además, intento que empresas me apoyen con infraestructura, que una marca de ropa financie la vestimenta de un actor o uso los trajes que me regalan exalumnos de mi academia.
-¿Esto no convierte a su teatro en comercial?
-Si alguna persona cree que lo que yo hago es comercial, está equivocado. Quiero que venga gente a mis espectáculos y quiero ganar dinero por lo que hago. Para eso ensayo muchos días y le dedico esfuerzo. Pero si por comercial se entiende el estilo de Buenos Aires en el que lo importante es mostrar un culo, no. Eso es teatro burdo, sin sentido.
Pero a pesar de toda esa ambición, Nacho conoce sus limitaciones. Sabe que "en Uruguay nunca se va a poder hacer el Fantasma de la Ópera " al estilo de Nueva York y que el Teatro Solís "es el único" que tiene los adelantos técnicos necesarios para grandes despliegues. "En el resto no hay nada", asegura.
Se da cuenta, también, de que su cuerpo (al que le dedica horas de entrenamiento y dieta) le está marcando el paso de la edad: la voz ronca y una pequeña arritmia dan prueba de ello.
Por eso los domingos, salvo que tenga función, es el día de descanso. Aprovecha para dormir hasta tarde y bailar con la cuerda de tambores Cuareim 1080, sus vecinos. Vive en lo que era el Conventillo Medio Mundo, por la calle Durazno. Está ahí "por casualidad". Era ahorrista del Banco Hipotecario y tras luchas por puntaje y antigüedad fue a parar a ese lugar, a pesar de no haber sido una de sus primeras preferencias. Hoy está enamorado de la casa, de la cercanía a la rambla a donde sale a andar en bicicleta y de la "esencia carnavalera" presente en el barrio que le recuerda los desfiles que disfrutaba de pequeño en pleno Malvín.
El Carnaval es otra demostración de ese equilibrio que intenta entre lo popular y lo "intelectual"; una armonía que, dice, le sale sin pensarlo. Y que disfruta a la hora de actuar, aun cuando la crítica, sobre todo la teatral, "destaca los papeles dramáticos" y muy poco a la comedia.
Fue jurado de desfiles, del concurso oficial (renunció cansado de las peleas por intereses personales que tenían algunas figuras del medio), coreógrafo, bailarín y hasta comentarista en TV Ciudad.
Es que, sin importar de qué faceta del arte se trate, es un hombre de varios papeles. Oficios que fue aprendiendo por vocación y bajo el miedo de no saber si iba a ganar el suficiente dinero como para poder vivir con dignidad. Tal es así que estuvo tres años en Asunción de Paraguay, sin más interés que el económico, para ayudar a su madre que estaba enferma (retornó al país tras su muerte). Y si bien hoy puede darse algunos lujos y ya se cuentan por cientos los alumnos que pasaron por sus clases, mantiene esa exigencia que lo hace ser un obsesionado del trabajo y de los detalles. Un profesional que sufre tanto cuando a un actor se le cae la peluca en medio del escenario, como cuando una obra llega a su fin y hay que esperar la próxima función.
Sus cosas
Su reloj
Cuando era niño, Nacho escuchaba cada 15 minutos el sonido de un reloj carillón que reposaba sobre el trinchante, en el living de su casa de Malvín. Hoy este reloj no funciona y no consiguió relojero alguno que vuelva a hacer girar las agujas. Pero sí actuó en una obra, como escenografía.
Su caja
Nunca usó las decenas de marcadores de colores que guarda esa caja de madera. Le pertenecían al diseñador de vestuario Julio Martínez, su amigo. Al momento de repartir los bienes del fallecido y desmantelar la casa, Nacho se quedó con esta cajita y el boceto de un traje, a modo de recuerdo.
Su disco
El día de descanso Nacho quiere escuchar una música que no tenga "nada que ver" con la de su trabajo de la semana. Y hay un disco que lo emociona cada vez que lo hace sonar: Cruzando las grandes aguas, de Marilina Ross. Eso, si no se va a la esquina de su casa y se pone a bailar al ritmo de los tambores de C1080.
Privacidad enjaulada
"La gente no sabe mucho de mí, porque me he encargado de que no se supiera. Tampoco soy de ponerme una bandera en el pecho. ¿Soy gay? Sí, soy gay. Salta a la vista, es como sumar dos más dos: el tipo tiene más de cincuenta años, no tiene hijos y nunca se lo ve al lado de una mujer". Así de directo Nacho Cardozo habla sobre su sexualidad, sin que se le pregunte. Su homosexualidad nunca le trajo problemas laborales y, aclara, jamás recibió alguna "queja de un padre" que lleva a sus hijos a la academia de baile, porque "se valora el profesionalismo". Distinta es su situación sobre no haber tenido hijos. Los niños le "encantan" y cuando sus sobrinos eran pequeños solía cuidarlos algún fin de semana, pero sabe que "sería complicadísimo por un tema de tiempos y de dedicación" ser padre. Sin embargo, a los hijos de sus amigos los siente como propios. En eso se parece al personaje protagónico de La jaula de las locas, Albin, quien muestra un profundo amor por un hijo que no es suyo. No en vano este papel fue el que más le gustó de los tantos que encarnó en su carrera actoral y con el que vuelve a las tablas en 2014, una década después de que se presentase por primera vez en Montevideo.
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