Dos hombres en el mismo camino: Richard Bucke y Walt Whitman.
Richard Meurice Bucke nació en
Inglaterra en 1837, pero al año su familia se instaló en Canadá y a lo largo de su vida cruzó la frontera con
Estados Unidos varias y decisivas veces. Walt Whitman era 18 años mayor. Nació
el 1819 en Nueva York, en Long Island, isla a la que él llamará en su poesía
con el nombre indio: Paumanok. Bucke será psiquiatra, y sentirá pasión por la
poesía. Whitman será uno de los grandes poetas de América, y nos mostrará
registros poco conocidos del alma humana. Inicio la historia de estos dos
hombres por el más joven. Él nos llevará al encuentro de Whitman.
¿Por qué Richard Bucke dejó el hogar
familiar, en Canadá, a los 17 años y se fue en busca de trabajo al Medio Oeste
americano? ¿Tuvo mucho que ver que su madre muriera cuando tenía 7 años? ¿O que
su madrastra muriera a sus 16? ¿O tal vez fuera la relación con su padre, un
pastor protestante que además había sido su profesor, pues Bucke no fue a la escuela?
¿O sería la causa determinante una profunda inclinación por la aventura que,
bajo otras formas, reaparecerá a lo largo de su vida? No he hallado respuesta a
estas preguntas, pero el hecho es que durante más de tres años, el joven Bucke
trabajó en distintos oficios y tuvo que afrontar situaciones límite en Estados
Unidos. En una ocasión vivió un enfrentamiento con los indios shoshone, cuyo
territorio estaba cruzando, y un tiempo más tarde la tragedia le rozó la cara y
probablemente le avisó de que había llegado la hora de un cambio. Sucedió
cuando atravesaba unos montes en el
Lejano Oeste. El grupo de exploradores con el que viajaba quedó atrapado en
medio de un tiempo gélido. Su compañero de ruta y amigo Allen Grosh murió. Él
perdió un dedo de una mano por congelación. Eran los días finales de 1857 y
Richard Bucke volvió a casa. Pronto comenzaría una etapa muy distinta.
En 1858 consiguió ingresar en una
prestigiosa Facultad de Medicina de Canadá. Fue un buen estudiante y se
licenció, con varios premios, cuatro años más tarde. Había orientado su vida
hacia la medicina, ya para siempre, aunque no sería esta su única aventura
vital en las siguientes décadas. Viajó a Londres y a París para completar
estudios, y en 1865 se instaló definitivamente en Canadá para ejercer como
doctor en medicina general. Serían diez años, tras los cuales comenzaría su
decisiva etapa en un hospital psiquiátrico en Ontario, en una época en que
tratar la llamada locura era entrar en un laberinto a oscuras. Bucke fue, hasta
cierto punto, un reformador y favoreció el trato cercano con los pacientes, la
práctica de los deportes y lo que hoy llamaríamos terapia ocupacional, buscando
nuevos caminos de tratamiento de la insania mental.
Pero fue en la década anterior, la que
va de 1865 a 1875, cuando sucedieron en la vida de Bucke dos hechos
fundamentales, y relacionados entre sí, que son los que me han movido a
escribir sobre él. A Bucke le gustaba la poesía y tal vez por ello un amigo
geólogo, Thomas Sterry, le dio a conocer “Hojas de hierba”, la obra poética de
Walt Whitman. Fue una revelación.
¿Ha
supuesto alguien que es venturoso nacer?
Me apresuro a informar a él o a ella
que lo es tanto como morir.
Y sé lo que digo.
Muero con los que agonizan y nazco con
el bebé recién lavado,
y no quepo entre mi sombrero
y mis zapatos.
Y escruto diversos objetos: no hay dos
iguales y cada uno es bueno.
Buena la tierra y buenas las estrellas
y bueno cuanto va con ellas.
Versos de esta índole conmocionaron a
Bucke. No sólo a él, pues las sucesivas ediciones de “Hojas de hierba” no
dejarían indiferente a casi ningún lector. O deslumbraban o suscitaban rechazo.
Bucke fue mucho más que un lector devoto del poeta americano. Sin saberlo había tomado contacto con un autor clásico de la
literatura, con un amigo, con un paciente y con un mensaje en clave de su
destino que pronto le cambiaría la vida. Mientras tanto, Bucke aprendía de
memoria muchísimos versos de los largos poemas de Whitman. Como éstos, probablemente:
Al comenzar mis
estudios, el primer paso me agradó tanto,
el mero hecho de
la conciencia, estas formas, el poder del movimiento,
el último
insecto o animal, los sentidos, la vista, el amor;
el primer paso,
como digo, me sobrecogió, agradándome tanto
que apenas he avanzado
algo y apenas he deseado continuar.
Casi prefiero
detenerme y vagar para siempre, con el fin de cantarlo
en canciones extáticas.
Cuando
en 1877 Bucke viaja a New Jersey para conocer a Walt Whitman, éste ya
tiene 58 años. Había sido el segundo de nueve hijos, en una familia que acabó
teniendo graves problemas económicos. A los once años abandonó los estudios y
comenzó a trabajar. En su ajetreada existencia habrá años de impresor, de
maestro, de periodista (llegó a tener su propio periódico) y de ayudante de
fiscal. La Guerra de Sucesión (1861-1865)
la vivió con los ojos bien abiertos y la cabeza entre los partidarios de
la abolición de la esclavitud. Conmovido por los cuerpos heridos en las
batallas, se alistó como enfermero voluntario. Admiró a Abraham Lincoln y le
dedicó algunos poemas. Uno de ellos, el que empieza con “¡Oh, capitán, mi
capitán!”, gozó de una popularidad añadida a finales del sigloXX, gracias a una famosa película: “El club de los
poetas muertos”. Era el sobrenombre con el que un revolucionario profesor de
Literatura de un tradicional colegio americano, proponía a sus alumnos que le
llamaran, en vez del convencional “Profesor Keating”.
En
1855,apareció la primera edición de “Hojas de hierba”, con 12 poemas y costeada
por el mismo autor. Al año siguiente, la segunda, con 32 poemas, ya a cargo de
un editor. La obra no dejaría de crecer en sucesivas impresiones. Walt Whitman
le añadiría poemas hasta la versión definitiva, en 1892, poco antes de
fallecer. Whitman escribía sin contar las sílabas ni rimar sus versos,
transgrediendo la norma vigente en poesía. El ritmo estaba en las palabras y en
un desbordamiento del sentimiento hacia todo, en una proximidad con lo menos
nombrado, como nunca antes se había
cantado.
En todas las
personas me veo a mí mismo. Nada más y absolutamente
nada menos;
y lo bueno o
malo que de mí mismo digo lo digo de los demás.
Sé que soy
fuerte y saludable.
Hacia mí los
objetos convergentes del universo fluyen continuamente
en forma de
mensaje escrito. Debo descifrarlo.
Sé que soy
inmortal.
Sé que esta
órbita mía no puede ser eliminada por el compás
del carpintero.
Sé que no moriré
como muere el fulgor del tizón agitado por el niño
en la noche.
Esta ampliación del radio del corazón
posiblemente impactó en Bucke más hondamente de lo que él pudo captar en un
principio. Era uno de los ingredientes esenciales en “Hojas de hierba” y
conviene retenerlo en la memoria por lo que pronto se explicará de Bucke, una
noche en Londres.
A través de mí,
muchas voces mudas durante mucho tiempo.
Voces de
interminables generaciones de prisioneros y esclavos;
voces de
enfermos y de desesperados y de ladrones y enanos;
voces de ciclos
de preparación y crecimiento
y de los lazos
que unen a las estrellas y de las matrices
y de la simiente
paterna
y de los
derechos de aquellos a quienes otros sojuzgan;
de los
deformados, los triviales, chatos, tontos, despreciados.
Niebla en el
aire, escarabajos que hacen rodar bolas de estiércol.
En 1873 Whitman sufrió su primer infarto
cerebral, que le dejó secuelas físicas en forma de parálisis. Vivía en New Jersey, comenzaba a ser muy conocido
no sólo en América, también en Inglaterra. El famoso escritor británico Oscar
Wilde le visitó. Era el año 1882. Cinco años antes lo había hecho Richard
Bucke. Cuando viajó para conocer personalmente al poeta, no sólo llevaba consigo
su admiración, sino una vivencia arrasadora, aunque brevísima, acaecida un
tiempo atrás y en la que Whitman, indirectamente, algo había tenido que ver.
Habrá que volver ahora al médico de Canadá que leía poesía. Va a ser el momento
clave de su existencia.
Ocurrió en un viaje de Bucke a Londres
en 1872. En aquel tiempo
él ejercía de médico en Canadá y estaba casado con Jessie Gurd desde el 1865,
con quien llegaría a tener ocho hijos. Posiblemente por motivos profesionales le
encontramos en Londres. Una noche visitó a unos amigos, al parecer también
amantes de la poesía. La velada estará marcada por la lectura de poemas: de Keats,
de Shelley y, sobre todo, de Walt Whitman. Que Bucke se hallaba inspirado y con
una notable elevación de espíritu cuando se despidió, parece evidente. Pero no
suficiente para justificar lo que a los pocos minutos le sucedió. Estaba en el
coche de caballos que le llevaba de vuelta a su habitación. Se sentía muy
distendido mientras recordaba momentos dichosos de aquel encuentro con amigos y versos. Él contó así lo que al poco
le sobrevino:
De
súbito, sin aviso de tipo alguno, me encontré envuelto en una nube del color de
las llamas. Por un momento pensé que había fuego, una inmensa fogata en algún
lugar cerca de la ciudad; más tarde pensé que el fuego estaba dentro de mí.
Inmediatamente me sobrevino un sentimiento de alegría, de felicidad inmensa
acompañada o seguida de una iluminación intelectual imposible de describir.
Entre otras cosas, no llegué simplemente a creer sino que vi que el universo no está compuesto de materia
muerta, sino que por el contrario constituye una presencia viva; me hice así
consciente de la vida eterna. No era la convicción de que alcanzaría la vida
eterna, sino la consciencia de que ya la poseía; vi que todos los seres humanos
son inmortales, que el orden cósmico es tal que, sin duda, todas las cosas
trabajaban juntas por el bien de todas y cada una de ellas; que el principio
básico del mundo, de todos los mundos, es el que llamamos amor; y que la
felicidad de cada uno y de todos es, a largo plazo, absolutamente segura.
Lo que Richard Bucke vivió sería el mayor regalo que podrían recibir tantos buscadores que se han
preguntado por el misterio de la vida. Principalmente porque no fue obra de su
pensamiento. Bucke bien se encargó de aclarar que vio, que supo de una manera profunda, irrebatible, el alcance
último de la existencia de todo. La iluminación se produjo, o le fue concedida,
pero no la creó su mente individual. Y tuvo esa visión total en pocos segundos,
según afirmó. Es momento de sostener en una mano las palabras de Bucke y en la
otra las de Whitman. Lo que dejó escrito, muy en esencia, el psiquiatra fue:
(…)que
el orden cósmico es tal que, sin duda, todas las cosas trabajaban juntas por el
bien de todas y cada una de ellas; que el principio básico del mundo, de todos
los mundos, es el que llamamos amor; y que la felicidad de cada uno y de todos
es, a largo plazo, absolutamente segura.
Y Whitman había escrito:
Con rapidez
eleváronse y extendiéronse en torno a mí la paz y
el conocimiento
que están más allá de toda discusión en la tierra.
Y sé que la mano
de Dios es mi propia promesa
y se que el espíritu
de Dios es hermano del mío
y que todos los
hombres que han existido son también mis hermanos
y las mujeres,
mis hermanas y amantes,
y que uno de los
pilares de la creación es el amor,
y que no tienen
fin las hojas de los campos, rígidas o lánguidas,
y que tampoco lo
tienen las hormigas morenas
en sus pequeños pozos subterráneos,
ni las costras
mohosas del seto, las piedras amontonadas, el saúco,
el pasto y la cizaña.
Bucke y Whitman crearon una profunda
amistad a partir de su encuentro en 1877.
Aquél se convirtió también en su médico y en una de sus personas de confianza.
Con los años incluso escribió una biografía del poeta y colaboró en la edición
de sus obras completas. Pero hay más.
Bucke quedó ciertamente marcado por su
experiencia de aquella noche. No era para menos. Y le dio un nombre: “conciencia
cósmica”. Durante años se dedicó a estudiarla y en 1901 apareció su libro con
el mismo título, hoy un clásico sobre la evolución de la consciencia humana.
Dos de sus conclusiones es imprescindible
subrayarlas. Una, que tal experiencia de visión iluminada la habían tenido,
entre otros, algunos nombres conocidos de la historia: Buda, Jesús, San Pablo, Plotino,
Mahoma, Dante, San Juan de la Cruz, Ramakrishna, William Blake…y Walt Whitman. La otra, que la conciencia cósmica era el
siguiente estadio de evolución de la humanidad. La primera etapa había sido la
de la “conciencia simple”, el registro de las sensaciones. La segunda, en la
que la humanidad se mueve hoy, sería la conciencia individual. En sus palabras:
(el ser humano) “ se da cuenta de que es
una criatura separada o autoexistente
dentro de un mundo del que se encuentra aparte”. La conciencia cósmica, experimentada de forma
creciente cada vez por más individuos, sería ese mundo (interior), ese fulgor
de sabiduría y amor, que nos estaría esperando en algún recodo de nuestro camino evolutivo.
Bucke lo vivió en unos segundos de luz imborrable y escribió un ensayo decisivo
sobre ello. Según él, Whitman ya estaba impregnado de tal vivencia y sus versos
irradiaban esa fusión con todo, alimentada de amor por todo. La pasión que los
primeros poemas de Whitman habían despertado en Bucke, el impacto que le
produjo conocerlo personalmente, la lectura de sus versos en la noche en que
tuvo su iluminación, o la gran confianza que Whitman depositó en él,
colaborando en la escritura de su primera biografía que Bucke escribió,
viajando a Canadá y hospedándose un tiempo en su casa, confiándole la edición
de su obra póstuma…todo parecía estar llevado por un hilo que les unía : el
mismo descubrimiento de la grandeza de corazón y la profundidad de comprensión
a las que el ser humano está llamado.
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Llegamos
al fin del trayecto de estos “dos hombres en el mismo camino”. Whitman se apagó
en 1892, cuatro años después de sufrir otra parálisis. Richard Bucke, que le
había guiado a distancia como médico, estuvo con él en sus momentos finales.
Quizá en sus últimos días el poeta se dedicaba a revivir lo que había escrito
tiempo atrás:
Ahora
me limitaré a escuchar,
para que cuanto escucho enriquezca este
cantar
y los sonidos contribuyan a
acrecentarlo.
Oigo arias de bravura a cargo de
pájaros, el murmurar del trigo
que se agita, chismorreos de llamas, el
crepitar de maderas
que cocinan mi comida.
Oigo el sonido que amo: el sonido de la
voz humana.
Oigo todos los sonidos al mismo tiempo,
combinados, fundidos
o siguiéndose.
(…)
Por fin me incorporo de nuevo para
sentir el enigma de los enigmas,
que llamamos la Existencia.
Richard Meurice Bucke no pudo estar apenas
presente en el éxito de su libro. Un año después de su aparición (1901),
resbaló frente a su casa a causa del hielo y falleció como consecuencia de las
heridas. Era febrero de 1902. Tal vez no le importó. Había vivido sesenta y
cinco años con gran intensidad. Además
tenía una cita pendiente a la que no podía acudir sin previamente cerrar los ojos de manera definitiva . Ésta era la
dedicatoria con que se iniciaba su libro “Conciencia cósmica”, dirigida a su
hijo Maurice Andrews Bucke, que había fallecido
dos años antes a los 31 años .
Querido
Maurice:
Hace un año, en la aurora de la juventud, de la
salud y de la fuerza, en un segundo, un terrible y fatal accidente te ha llevado
para siempre de este mundo donde tu madre y yo todavía vivimos. De todos los
jóvenes que he conocido, tú eras el más puro, el más noble, el más honrado, el
de mejor corazón. (…) Cómo nos hemos sentido con ocasión de tu pérdida –cómo
aún nos sentimos- no lo registraría, aunque pudiese. Deseo hablar aquí de mi
esperanza confiada, no de mi dolor.
Yo
diría que, mediante las experiencias que constituyen la base de este volumen, he aprendido que, pese a la
muerte y a la sepultura, a pesar de que
te encuentres más allá del alcance de nuestra vista y oído, aunque el universo
sensorial dé testimonio de tu ausencia, tú no estás muerto ni de hecho ausente.
Tú permaneces vivo y bien, y no te encuentras lejos de mí en este momento.
(...) Ahora falta apenas un poco más
para que estemos juntos otra vez y con nosotros estarán aquellas otras almas
nobles y amadas que han partido antes. Estoy convencido de que te encontraré y
a ellas también; tú y yo conversaremos acerca de mil cosas. Y percibiremos
claramente que todo formaba parte de un plan infinito que era sabio y bueno. ¿Tú
me ves y apruebas mientras escribo estas palabras? En ese caso sabes cuánto te
quería mientras has vivido lo que aquí denominamos vida, y cómo te has vuelto
más querido desde entonces.
Debido a los vínculos indisolubles de
nacimiento y muerte, forjados entre nosotros por la naturaleza y por el
destino, gracias a mi amor y a mi tristeza, y por encima de todo a causa de la
confianza inextinguible e infinita que existe en mi corazón, te dedico a ti mi
libro.
¡Hasta pronto,
mi querido muchacho!
Tu padre
http://unentendernoentendiendo.blogspot.mx/2012/09/dos-hombres-en-el-mismo-camino-richard_18.html
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