La primera entrevista
ROSA CASTRO*
17 DE ABRIL DE 2014
REPORTAJE ESPECIAL
Ella le comenta que Cien años de soledad da la impresión de que su autor está sobrado de amor, pues “la obra reverbera amor por todas partes; amor en todas sus formas”. “Es muy sencillo –le responde él, Gabriel García Márquez–: A mí me gusta que a la gente le guste lo que yo escribo. Si usted encuentra en esa novela tanto amor, imagínese el que necesitaré yo…” El diálogo forma parte de una entrevista, la primera tras la publicación de la obra, que el escritor le concedió a un medio mexicano: la revista Siempre! La interlocutora es la periodista Rosa Castro, cuyo trabajo fue publicado el 23 de agosto de 1967 en La Cultura en México, el suplemento cultural de ese semanario, cuando lo dirigía Fernando Benítez. A continuación publicamos el texto íntegro de aquella charla.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Era tanto lo que había que hablar con él y preguntarle, tanto lo que había que conocer de su pensamiento y averiguar sobre sus libros, sobre sus siete años en México que lo llevaban al fin de una etapa, y sobre sus planes próximos, que aquella noche en que finalmente llegó a mi casa en medio de una tormenta de lluvia y granizo, me dispuse a resolver muchos enigmas.
No quería café caliente, no quería una copa pero sí toneladas de cigarrillos porque no traía consigo uno. Esa noche –cómo lo lamento–, olvidé preguntarle a Gabriel García Márquez por qué su más reciente novela se llama Cien años de soledad, cuando estos cien años que él describe y sitúa en el imaginario pueblo colombiano de Macondo están pletóricos de una vitalidad trepidante, de invenciones y hallazgos y retumbante imaginería, de música y ráfagas y furias y estallidos, de veleidades humanas y enloquecedoras inquietudes y disparatadas determinaciones y apetitos inmoderados y sed insaciable.
Macondo: cien años de locas saturnalias, de profusión de estrellas y jazmines, de mujeres de mentes obsesivas y cuerpos compulsivos, de mujeres tercas, mesiánicas, pragmáticas, de mujeres como frutos maduros y flores reventonas; cien años de desenfrenos gastronómicos, báquicos y sexuales, de muertos que regresan a hablar con los vivos porque “después de muchos años de muerte era tan intensa la añoranza de los vivos, tan apremiante la necesidad de compañía, tan aterradora la proximidad de la otra muerte que existía dentro de la muerte”; cien años de carpetas voladoras, de levitaciones, de bacinillas de oro y “mucha heráldica”, de lluvias de diminutas flores amarillas, de hombres de fábula, demonios en vacaciones, que construyen la máquina de la memoria, exigen la prueba científica de Dios, y se lanzan a una guerra que según un soldado es contra los curas “para que uno pueda casarse con la propia madre…”.
Macondo: Cien años colmados de disparates sublimes, de loquísimas locuras, de espléndida poesía, de profundas melancolías y ternuras y frenéticos amores incestuosos: “… se embadurnaron de pies a cabeza con melocotones en almíbar, se lamieron como perros, se amaron como locos en el piso del corredor y fueron despertados por un torrente de hormigas carniceras que se disponían a devorarlos vivos”. ¡Basta!
Este novelista que es García Márquez, este poeta de la loquísima locura literaria (que tanta falta hace en nuestras letras), bien puede tener razón al llamar a su libro Cien años de soledad, pues todos esos habitantes de Macondo, esos Arcadios y Aurelianos I, II y III, todos ellos locos de loquísima locura en la creación de sus vidas, eran otros tantos poetas enajenados en diversas formas y escalas, y ¿qué poeta hay que no cargue consigo la sensación desgarradora de una gran soledad?
Cien años de soledad son pues cien años de soledad, descritos en un castellano magnífico, riguroso, dentro de una prosa festiva, zumbona a veces, salpicada de golpes de mandoble, y situaciones dramáticas de protestas sociales y denuncias políticas. Cien años de soledad es también una historia fatalista contada de una manera alegre, a la que el lector se adhiere y va siendo lentamente devorado por ella.
La primera gran novela
Emmanuel Carballo lo ha dicho: que Cien años de soledad es la primera obra maestra que produce el excelente equipo de novelistas Fuentes, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Viñas, y una de las novelas más significativas escritas en español en lo que va del siglo. ¿Qué opina al respecto García Márquez?
El novelista, ocupado en consumir la “tonelada” de cigarrillos, dice entre una y otra bocanada de humo:
–El asunto es que todo el grupo está escribiendo una sola gran novela. Estamos escribiendo la primera gran novela de América Latina. Fuentes está dando un nuevo aspecto sobre la nueva burguesía mexicana; Vargas Llosa aspectos sociales del Perú; Cortázar otro tanto, y así. Lo que me parece interesante es que estamos escribiendo varios tomos, porque lo que va a quedar, empero, es una visión total de lo que es la América Latina. Estoy tan convencido de la unidad de ese mundo registrado por la novela latinoamericana, que en Cien años de soledad hay un personaje que es de Carlos Fuentes, hay otro que vive en París en el mismo cuarto donde va a morir un personaje de Cortázar, y otro más ve pasar un personaje de Carpentier. Es la primera tentativa que se hace para ir integrando ese mundo.
Pronto sale García Márquez de su sueño bolivariano (la integración de Hispanoamérica aunque sea en novela), cuando le pregunto si resistiría una crítica a fondo de su obra, y responde:
–No sé cómo resistiría una crítica adversa porque hasta ahora no la conozco. No he tenido ninguna mala experiencia al respecto.
–Usted dijo que el vicio más acentuado en la ficción hispanoamericana es la frondosidad retórica. ¿A qué atribuye usted esta característica? Y otra pregunta ligada a ésta: su novela evidentemente está exenta de este feo vicio, pero ¿cree usted que también está exenta de grandilocuencia en la concepción de las cosas?
–Atribuyo esa característica a que se ha confundido el fondo con la forma. En la América Latina uno se encuentra con que los hechos cotidianos, los movimientos políticos, los acontecimientos sociales, son todos enormes, fuera de proporción, como si tuvieran otra medida. Tengo la impresión de que lo que se ha hecho es tratar de contar con una retórica igualmente enorme y pienso que lo que hay que hacer es lo contrario: asumir una actitud muy serena y, sobre todo, muy sencilla para contar estas cosas. Esto también responde a la segunda pregunta. Yo sigo pensando que el problema de la literatura es un problema de comunicación con el lector, y creo que la forma sencilla y sobria no sólo es la más eficaz sino la más difícil. El mejor elogio que he oído de Cien años de soledad es de un amigo mío que dijo que parecía escrita por un niño de ocho años…
Pero un niño muy precoz –le interrumpo. El asunto de la crítica, al parecer, ha estado preocupando a García Márquez, pues me dice en seguida:
–Volviendo a lo de la crítica, no he tenido ninguna mala experiencia. De todos modos, yo creo que la crítica tiene todo el derecho de ejercer su oficio como mejor le parezca. Cuando uno publica un libro, corre todos los riesgos. Pero creo que en América Latina todo este surgimiento de la nueva novela va mucho más rápido que la crítica, y que el esfuerzo que estamos haciendo nosotros por la novela debe corresponder a un esfuerzo similar de parte de la crítica. Siento que les estamos ganando terreno. La crítica tiene que apretar el acelerador para cumplir su función, que es la de orientar al público y ayudar al escritor a ver claro.
–¿A qué cree usted que se deba este rezago de la crítica? ¿Será porque ustedes, los nuevos novelistas, tardaron tanto en aparecer y la crítica se encharcó?
–No sé hasta qué punto es un círculo vicioso…
Amor, amor, amor
–Ha dicho usted que al principio escribía porque se dio cuenta de que leyendo sus cosas, sus amigos lo querían más. Cien años de soledad da más bien la impresión de que su autor está sobrado de amor; la obra reverbera amor por todas partes; amor en todas sus formas. ¿No es así?
–Es muy sencillo: A mí me gusta que a la gente le guste lo que yo escribo. Si usted encuentra en esa novela tanto amor, imagínese el que necesitaré yo. Yo creo que es la única idea que podría asustarme realmente… es la de que alguien no me quiera. Ojalá encontrara yo un amigo que me quisiera siquiera la mitad de lo que yo quiero al amigo que menos me quiere. Esto suena cursi y rebuscado; pero así es.
–Ahora dígame: ¿Cuál es el mayor obstáculo al que ha de enfrentarse el escritor, el novelista hispanoamericano?
–Las dificultades son puramente literarias. Dificultad del medio de expresión. La dificultad permanente del escritor de la América Latina es la palabra, las palabras. El hecho de que el español se nos está olvidando. O no lo conocemos. Se dice ya muy fácilmente que el español no es un idioma para la novela. Yo creo que sí lo es. Lo que pasa es que tenemos que seguir explorando el idioma, nuestra herramienta de trabajo. Desde que decidí ser escritor me encontré con esa dificultad, y decidí ponerme a trabajar en esa exploración. Yo oigo decir: “Qué lástima es no poder escribir en inglés, o en francés, idiomas en los que se logran tantos matices”. Yo creo que el español es un idioma estupendo para la novela, como lo son todos. Lo que ocurre es que no conocemos verdaderamente el español. El inglés, el francés y el italiano hablados son los mismos que escritos. En cambio, hay un español para hablar y otro para escribir. Es el problema del teatro en español, que se escribe, y cuando se dice, es otro. Ya no funciona. El problema es que conocemos el español hablado, pero no el español escrito. Tratamos de escribir una novela con el español hablado, cuando en realidad debemos escribirla con el español escrito. Yo la traigo con el idioma.
–Yo había pensado que el ambiente, estrecho, lleno de prejuicios y limitaciones, de Hispanoamérica, de estúpidas mezquindades y otras miserias, de solemnidad, de escritores almidonados y tantos falsos valores, era un obstáculo casi insalvable para el novelista que aspirara a serlo en grande, en proporciones universales… el independiente, sin compromisos ni limitaciones ni ataduras. El verdadero novelista.
García Márquez dice sencillamente no haberlo percibido…
–¿No encontró dificultades para combinar en Cien años de soledad tanta fantasía como la que allí emplea con la realidad básica en que la obra se sustenta?
–No –dice el escritor–. No, porque vivimos en un continente donde la vida cotidiana está hecha de realidades y mitos. Y nosotros nacemos dentro de un mundo de realidades fantásticas.
En cualquier lugar
–Y ahora usted se marcha a Europa. ¿Por qué se va? ¿Quiere seguir el ejemplo de los novelistas hispanoamericanos que viven en Europa: Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, Donoso, Cabrera Infante? ¿A qué atribuye usted que ellos prefieran vivir en Europa mientras escriben sobre Hispanoamérica?
–En primer término, en cualquier lugar en donde estos escritores estén, siguen viviendo en sus respectivos países. Es decir: Usted lee las obras de Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, y encuentra que son obras de gentes que siguen viviendo de algún modo con sus raíces en sus respectivos países. A mí, en Colombia, me preguntan mucho, sobre todo los estudiantes, por qué no vivo allá.
–Y ¿qué les contesta?
–Que sí vivo en Colombia. Mire: Mi correo es una calamidad. Son recortes de la prensa de Colombia, cartas de los amigos. En cualquier momento puedo decirles cómo están las cosas en Colombia. Permanentemente estoy informado de la situación colombiana, y además, en cualquier lugar del mundo donde esté escribiendo, estoy escribiendo una novela colombiana. Prácticamente estoy allá. Ahora, hay una cosa: Me imagino que todos estos novelistas que no viven en sus países tienen sus motivos particulares. El mío es muy simple: El hecho de ser extranjero en cualquier país me asegura una independencia pública y cierta impunidad en mi vida privada, que me son muy útiles para escribir. En el extranjero hay un cierto anonimato de la vida privada que es muy importante para escribir. Ahora me voy a Barcelona a escribir un libro que tengo proyectado desde hace tiempo. Me voy por un año pero regreso. Aquí dejo mi casa en una bodega.
–¿Quiere hablarme de ese libro?
–¿De ese otro, en que trabajo? Yo creo que es una enorme visión delirante de ese enorme animal de delirio que es el dictador latinoamericano. Cuando hay un crimen, yo pienso más en el criminal que en el muerto. Entonces me atrevo a decirle que mi visión del dictador latinoamericano típico, el mitológico, el legendario, mi visión de ese personaje, es compasiva. Es decir: Mi dictador, que es el general Nicanor Alvarado, ha llegado a tener un poder tan descomunal que ya ni siquiera manda. Ha llegado a ser tan poderoso que está completamente solo y completamente sordo, en un palacio lleno de jaulas de canarios. En cuyos salones se pasean las vacas. El dictador se vuelve loco por una niña de 16 años, a la que ha coronado reina de la belleza, y está tan desesperado de amor, que manda asesinar a 3 mil presos políticos en una noche… Es una visión poética del mito latinoamericano del dictador. Es un libro con el que corro verdaderamente el riesgo de darme un frentazo. A ver si le atino. En el momento del relato, el dictador tiene 123 años. Hace tanto tiempo que llegó al poder, que no se acuerda ya cómo llegó. Él mismo no se da cuenta de que se va quedando sordo, sino que cree que los canarios van cantando cada vez menos. Cuando ya se queda sordo por completo, realiza uno de los grandes sueños de su vida, que es oír el ruido del mar durante todo el día y toda la noche a pesar de que está a 500 kilómetros del mar. El libro puede ser un desastre, porque es una imagen totalmente nostálgica del dictador. Es mitológica. Se llamará El otoño del patriarca.
Con todos los riesgos
–Cuando usted hablaba de una independencia pública y cierta impunidad en la vida privada útiles al escritor –como se logra idealmente en Europa–, se refería, supongo, a poder ganarse la vida el escritor en distintos oficios temporales, como no sería posible de estar en su país de origen, en Hispanoamérica. A propósito, ¿cree usted compatible la carrera de escritor con la carrera burocrática (desde oficial de tercera hasta ministro) que llevan muchos escritores hispanoamericanos?
Dice García Márquez:
–El escritor tiene que ser escritor, con todos los riesgos que esto implica. Hay una cosa detestable que es cierta vocación de mendicidad del escritor latinoamericano. Usted se ha dado cuenta de que los escritores andamos siempre pidiendo que nos alimenten, que nos protejan, que nos den becas, que nos den subvenciones, que nos den empleos fáciles que nos permitan escribir. Eso me parece detestable. El escritor tiene que tratar de vivir de lo que escribe, como el zapatero vive de los zapatos que hace. Claro que es duro por el tipo de sociedad en que vivimos, pero hay que correr los riesgos de la vocación: si se asume la vocación, es con todos sus riesgos. Ahora me doy yo mis cebollazos: En 20 años de estar escribiendo, no he aceptado ninguna, ninguna subvención, ningún puesto burocrático, ningún puesto diplomático, y en cambio he hecho toda clase de trabajos dignos, y probablemente algunos indignos, para poder seguir escribiendo. La prueba de que no hice mal es que ahora empiezo a vivir de mis libros.
–Toda su labor literaria, tengo entendido que usted ha dicho, ha sido un trabajo experimental. ¿Hacia qué?
–Creo que toda la novela es experimental. Tratamos de contar cada vez mejor las cosas que les suceden a las gentes. Si no es un experimento, es muy difícil que se diga algo o que se haga algo nuevo. Con cada novela se corre el riesgo de un frentazo.
–¿Hasta qué punto están sus libros basados en experiencias personales?
–Las novelas son como los sueños –dice el escritor–. Como los sueños, están construidas con fragmentos de la realidad, pero terminan por construir una realidad nueva y distinta. Así son mis novelas. Son experiencias elaboradas y personajes armados con pedazos de unos y otros, de seres que uno ha conocido. Lo mismo los hechos y los ambientes.
–Finalmente, ¿qué me dice del Premio Rómulo Gallegos, de Venezuela?
–Desde el punto de vista económico, es el más grande del mundo, después del Nobel. El problema de todos los concursos literarios es el jurado: si es bueno, los resultados del concurso son buenos; si no es bueno, los resultados no son buenos. Yo creo que el jurado de este quinquenio del Premio Rómulo Gallegos es bueno si da el premio a La casa verde de Vargas Llosa.
(Esta entrevista con el autor de Cien años de soledad fue hecha la víspera de que se supiera que el escritor peruano Mario Vargas Llosa había ganado el premio internacional de novela Rómulo Gallegos, por La casa verde, cuya recompensa es 100 mil bolívares –275 mil pesos mexicanos–. Al enterarse, verdaderamente atacado de júbilo, García Márquez le puso a Vargas Llosa un cable de felicitación a Londres, en estos términos: “Veintiún cañonazos de champaña por el jurado más justo del mundo”.)
El jurado “más justo del mundo” fue integrado por Benjamín Carrión, de Ecuador; Fermín Estrella Gutiérrez, de Argentina; Juan Oropeza, de Venezuela, y Andrés Iduarte, de México.
García Márquez partió el día primero de este mes [septiembre de 1967] a Caracas, para asistir al Décimo Congreso de Literatura Iberoamericana que allí se celebrará. El día 15 saldrá a Buenos Aires. Será jurado allí del concurso de novela promovido por la revista Primera Plana y la Editorial Sudamericana. Pasará luego un mes en Colombia, su país. Y a principios de octubre la emprenderá a España, a Barcelona concretamente, “por el tiempo que dure escribiendo El otoño del patriarca”.
Después de esta charla con García Márquez, tengo la impresión de que la casa que dejó aquí en una bodega pasará muchos años de polvo y polillas antes de que el novelista regrese a México…
–––––––
* Rosa Castro, periodista y actriz venezolana, ya fallecida, se avecindó en México a causa de problemas políticos, y pronto se integró al medio cultural. Fue fundadora de la Asociación de Periodistas Cinematográficos de México y de la revista Siempre!. Amiga de Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos (a quienes entrevistó al triunfo de la Revolución Cubana), publicó, entre otros libros, estos dos de entrevistas: Cuidado al comer (FCE, 1974) y Los fracasos escolares (FCE, 1975).
http://www.proceso.com.mx/?p=369937
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