El semiótico, autor de medio centenar de ensayos sobre múltiples temas, impulsó
el placer de la lectura a 30 millones de personas con su novela ‘El nombre de la rosa’
Odiaba los lugares comunes y las
frases hechas, y tal vez para evitar las inevitables —“Italia está de
luto”, “Ahora somos más pobres”, “El hombre que lo sabía todo”—, el
escritor, filósofo y semiólogo italiano Umberto Eco dispuso que la
noticia de su muerte, acaecida la noche del viernes a los 84 años en su
casa de Milán, fuese acompañada por la de la publicación de un nuevo
libro, como una invitación a recoger el testigo de su mirada crítica, a
veces divertida y a veces voraz, de ese ensayo del mundo que es Italia.
“A la hora de su muerte”, dijo el editor Mario Andreose tras dar el
pésame a su familia, “los deseos de Eco eran coherentes con su vida profundamente laica”.
Su despedida, por tanto, se celebrará el martes en un acto civil en el
Castello Sforzesco, una joya arquitéctonica del siglo XV que el autor de
El nombre de la rosa (vendió 30 millones de ejemplares) y El péndulo de Foucault podía ver desde la ventana de su casa.
A la mañana siguiente de conocerse la noticia, los alumnos de Eco se acercaron a la plaza Castello para, silenciosamente, dejar rosas blancas bajo la casa de un maestro que, como escribe Juan Cruz, “era un sabio que conocía todas las cosas simulando que las ignoraba para seguir aprendiendo”. Esa es la clave. Umberto Eco nunca atropelló a nadie con su infinita sabiduría. De ahí que, de todos los artículos laudatorios que publica la prensa italiana, tal vez el que menos chirría con el carácter de Il Professore sea el del periodista Gianni Rotta en La Stampa de Turín: “Filósofo, padre de la semiótica, escritor, profesor universitario, periodista, experto en libros antiguos: en cada una de sus almas Umberto Eco era una estrella internacional, pero con sus estudiantes, lectores, colegas, jamás Eco exhibió la pose snob que tal vez otros escritores sí habrían adoptado de haber publicado best sellers como El nombre de la rosa o El péndulo de Foucault. Umberto Eco reía, se informaba de las novedades y —encendiendo un cigarro— contaba la última broma antes de presentar una nueva teoría lingüística”. Ese, y muchos otros, era el intelectual que ahora despide Italia.
A sus coetáneos les asombraba, como subraya Gianni Rotta, que “un semiólogo, un crítico, todo un filósofo, se ocupase de cómics, o que un profesor predicase que, para entender la cultura de masa, antes hay que amarla, que no se puede escribir un ensayo sobre las máquinas flipper sin haber jugado con ellas”. Durante los años sesenta trabajó como profesor agregado de Estética en las universidades de Turín y Milán y participó en el Grupo 63, publicando ensayos sobre arte contemporáneo, cultura de masas y medios de comunicación. Entre estos ensayos los más conocidos son Apocalípticos e integrados y Obra abierta. El semiólogo también fue catedrático de Filosofía en Bolonia, en la que puso en marcha la Escuela Superior de Estudios Humanísticos, conocida como la Superescuela, porque su objetivo es difundir la cultura entre licenciados con un alto nivel de conocimientos. También fue fundador de la Asociación Nacional de Semiótica, de la que aún era su secretario.
La última de las obras de su fecunda carrera, Año cero, una mirada crítica del gran experto de la comunicación sobre la crisis del periodismo. La trama de Año cero está ambientada en 1992, un año clave de la historia italiana por el caso Tangentopolis,
y se desarrolla en la redacción de un periódico en ciernes donde
confluyen todas las plagas que golpeaban el país: la logia masónica P2,
las Brigadas Rojas, el fin de una era y la aparición de otra con Silvio
Berlusconi a punto de saltar al escenario. Eco combatió a Berlusconi
—su antítesis total— de forma frontal, pero a quien le preguntaba si el
protagonista turbio de su novela estaba inspirado en el líder de Forza
Italia, le respondía: “Si quiere ver en Vimecarte un Berlusconi,
adelante, pero hay muchos Vimecarte en Italia”.
Tras su muerte, tanto políticos como intelectuales han intentado apresar su personalidad. Según el jefe del Gobierno italiano, Matteo Renzi, Umberto Ecco fue “un gran italiano y un gran europeo”. Por su parte, el presidente de Francia, François Hollande, se acercó un poco más al referirse a él como un inmenso humanista, que se interesaba por todo y que estaba “igual de cómodo con la Historia medieval que con los cómics”. Como subrayó Hollande, “nunca se cansó de aprender y de transmitir su inmensa erudición con elocuencia y humor”.
En cierta ocasión, Umberto Eco dijo: “El que no lee, a los 70 años habrá vivido solo una vida. Quien lee habrá vivido 5.000 años. La lectura es una inmortalidad hacia atrás”. El viernes a las 22.30, en Milán, frente al castillo Sforzesco, Italia perdió un pedazo de inmortalidad.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/02/20/actualidad/1455927385_225826.html
A la mañana siguiente de conocerse la noticia, los alumnos de Eco se acercaron a la plaza Castello para, silenciosamente, dejar rosas blancas bajo la casa de un maestro que, como escribe Juan Cruz, “era un sabio que conocía todas las cosas simulando que las ignoraba para seguir aprendiendo”. Esa es la clave. Umberto Eco nunca atropelló a nadie con su infinita sabiduría. De ahí que, de todos los artículos laudatorios que publica la prensa italiana, tal vez el que menos chirría con el carácter de Il Professore sea el del periodista Gianni Rotta en La Stampa de Turín: “Filósofo, padre de la semiótica, escritor, profesor universitario, periodista, experto en libros antiguos: en cada una de sus almas Umberto Eco era una estrella internacional, pero con sus estudiantes, lectores, colegas, jamás Eco exhibió la pose snob que tal vez otros escritores sí habrían adoptado de haber publicado best sellers como El nombre de la rosa o El péndulo de Foucault. Umberto Eco reía, se informaba de las novedades y —encendiendo un cigarro— contaba la última broma antes de presentar una nueva teoría lingüística”. Ese, y muchos otros, era el intelectual que ahora despide Italia.
Abandono de la fe
Hijo de comerciantes, Umberto Eco nació en la ciudad piamontesa de Alessandria en 1932. Formó parte activa de los movimientos juveniles de Acción Católica, estudió Filosofía en Turín y se doctoró en 1954 con una tesis sobre la estética de Santo Tomás de Aquino, quien, según publicó entonces en una nota irónica, tuvo mucho que ver con su descreimiento progresivo y su abandono final de la Iglesia católica. Aquella nota rezaba: “Se puede decir que él, Tomás de Aquino, me haya curado milagrosamente de la fe”. Tras doctorarse, Eco se estableció en Milán, participó en un concurso de la RAI —la televisión pública italiana— que venció y que lo convirtió en compañero del periodista Furio Colombo y del filósofo Gianni Vattimo en una aventura siempre enfocada a difundir el mundo de la cultura.A sus coetáneos les asombraba, como subraya Gianni Rotta, que “un semiólogo, un crítico, todo un filósofo, se ocupase de cómics, o que un profesor predicase que, para entender la cultura de masa, antes hay que amarla, que no se puede escribir un ensayo sobre las máquinas flipper sin haber jugado con ellas”. Durante los años sesenta trabajó como profesor agregado de Estética en las universidades de Turín y Milán y participó en el Grupo 63, publicando ensayos sobre arte contemporáneo, cultura de masas y medios de comunicación. Entre estos ensayos los más conocidos son Apocalípticos e integrados y Obra abierta. El semiólogo también fue catedrático de Filosofía en Bolonia, en la que puso en marcha la Escuela Superior de Estudios Humanísticos, conocida como la Superescuela, porque su objetivo es difundir la cultura entre licenciados con un alto nivel de conocimientos. También fue fundador de la Asociación Nacional de Semiótica, de la que aún era su secretario.
Crisis del periodismo
Su libro póstumo aparece el próximo fin de semana
A finales del pasado mes de noviembre, Umberto Eco —junto a Sandro
Veronesi, Hanif Kureishi y Tahar Ben Jelloun— decidió fundar una nueva
editorial, La nave di Teseo, tras oponerse sin éxito a la fusión entre
Mondadori y el grupo RCS. Fue la última batalla de un escritor que desde
hacía dos años luchaba contra el cáncer sin perder jamás tres de los
rasgos de su carácter: la curiosidad, la ironía y un vaso de whisky .
“Ha trabajado hasta el final”, contaba ayer el editor Mario Andreose,
“exceptuando los tres últimos días. Escribía y escribía, era un
trabajador formidable. A pesar de que desde hacía dos años tenía
problemas de salud, continuaba trabajando”. En su libro póstumo Pape Satàn Aleppe —construido a partir de las columnas que publicaba en el semanario L’Espresso—, está, según su editor, “la historia de los últimos 15 años, de ahí su subtítulo: Crónicas de una sociedad líquida”. Dice
su editor que hay pasajes que son de una comicidad espléndida, y otros
en los que Eco “analiza la identidad del papa Francisco, al que tenía en
gran estima”. Su publicación se ha adelantado al próximo fin de semana.
Tras su muerte, tanto políticos como intelectuales han intentado apresar su personalidad. Según el jefe del Gobierno italiano, Matteo Renzi, Umberto Ecco fue “un gran italiano y un gran europeo”. Por su parte, el presidente de Francia, François Hollande, se acercó un poco más al referirse a él como un inmenso humanista, que se interesaba por todo y que estaba “igual de cómodo con la Historia medieval que con los cómics”. Como subrayó Hollande, “nunca se cansó de aprender y de transmitir su inmensa erudición con elocuencia y humor”.
En cierta ocasión, Umberto Eco dijo: “El que no lee, a los 70 años habrá vivido solo una vida. Quien lee habrá vivido 5.000 años. La lectura es una inmortalidad hacia atrás”. El viernes a las 22.30, en Milán, frente al castillo Sforzesco, Italia perdió un pedazo de inmortalidad.
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