Hubo un tiempo en que la infancia se jugaba en la calle.
Éramos tribus sin nombre, exploradores sin mapa, inventores de reglas efímeras. Jugábamos canicas bajo el polvo, lanzábamos el trompo como quien reta al mundo, hacíamos volar papalotes como si nuestros sueños fueran de papel y viento. Cada temporada tenía su rito: el yoyo, los patines, la bici, el futbol. Todo surgía y desaparecía como las lluvias de verano que, lejos de asustarnos, nos llamaban al partido más épico del mes.
No teníamos apps, pero sí una farmacia donde un amigo conseguía ingredientes para bombas de humo que hacían de la tarde un escenario de guerra de juguete. No existía WhatsApp, pero sabíamos en qué casa se jugaba hoy, sólo por el sonido de las risas. Éramos alquimistas de la imaginación: convertíamos construcciones abandonadas en cuarteles secretos, hacíamos clubes con credenciales dibujadas a mano, y nos creíamos dueños del mundo por una tarde.
Y, sin saberlo, nos estábamos formando.
Ahí aprendíamos a perder sin rompernos, a negociar sin gritar, a pertenecer sin competir por “likes”. El juego no era ocio: era escuela, era tribu, era ritual. En esas calles mojadas, entre el lodo y el mecate, aprendimos lo que ahora tanta gente adulta no sabe: convivir.
Pero algo se perdió.
La calle se vació. Las casas se cerraron. El miedo se volvió paisaje. Ahora hay más pantallas que parques, más ansiedad que risas, más niños solos que jugando. Las nuevas infancias están hiperprotegidas, hipervigiladas y, paradójicamente, más frágiles. La sociedad de hoy sufre por eso: por no haber tenido que esquivar una pelota en la cara, por no haber corrido tras una canica perdida, por no haber discutido con un amigo a gritos y luego hacer las paces sin que nadie mediara.
Sin esos juegos, se rompe el tejido invisible que hace fuerte a una comunidad. Se pierde la calle como espacio pedagógico, como laboratorio de emociones, como espacio de libertad. Y cuando se pierde la calle, se pierde una parte del alma colectiva.
Nos queda el recuerdo. Y también la tarea.
Quizás no podamos devolverle a cada niño la lluvia en los zapatos o el humo en los dedos. Pero sí podemos reconstruir espacios de juego, alentar la convivencia real, defender la imaginación. Hacer comunidad no es una consigna política: es volver a mirar a los demás como parte de uno.
Porque mientras alguien recuerde el sonido del trompo, la risa en la lluvia o el silbido de un papalote, no todo está perdido.
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