SÓFOCLES: EL DRAMATURGO DE LA LUZ Y LA RUINA
Atenas en su esplendor. Templos nuevos, filosofía emergente, democracia vibrante. Y en medio de esa revolución cultural, un poeta de gesto sereno, alma clara y palabra afilada, se convierte en el más celebrado de su tiempo. Se llama Sófocles, y cada tragedia suya es una herida que habla, una pregunta que no caduca.
El hombre de los concursos
Sófocles nació en Colono, cerca de Atenas, en el año 496 a. C. Era de familia acomodada, educado en música, gimnasia y poesía. A los 16 años dirigió el coro que celebró la victoria en la batalla de Salamina. Desde joven brilló. Y desde entonces, nunca dejó de hacerlo.
Participó más de 30 veces en los concursos de tragedia de las Grandes Dionisias. Ganó al menos 24. Compitió contra Esquilo —a quien llegó a vencer— y más tarde con Eurípides. Fue también estratega, sacerdote, embajador. Atenas lo admiraba no solo como poeta, sino como ciudadano ejemplar. Murió cerca del año 406 a. C., y la leyenda dice que los atenienses suspendieron la guerra para rendirle homenaje.
Una revolución teatral silenciosa
Sófocles introdujo varias innovaciones decisivas:
Añadió un tercer actor, lo que permitió tramas más complejas.
Redujo la función del coro, enfocándose más en el diálogo y el conflicto humano.
Perfeccionó la estructura dramática, logrando una armonía entre forma y fondo.
Pero su mayor innovación fue espiritual: dejó de mirar a los dioses como titiriteros, y centró la tragedia en las decisiones humanas. En sus obras, el destino existe, sí, pero se despliega a través de actos, dudas y errores profundamente humanos.
Edipo: la tragedia perfecta
Su obra más conocida es Edipo Rey, que Aristóteles llamó “la tragedia perfecta”. El argumento es simple y devastador: un rey trata de salvar a su ciudad de la peste, investiga la muerte del anterior monarca... y descubre que él mismo es el asesino, el usurpador, el hijo que mató a su padre y se acostó con su madre.
Pero lo impactante no es solo la revelación: es la dignidad con la que Edipo enfrenta su verdad. Se arranca los ojos, no como castigo, sino como acto de responsabilidad. La ceguera física como reflejo de la ceguera moral. Una tragedia sin villanos, donde el terror viene de la lucidez.
Edipo no es culpable, pero es responsable. Y esa distinción, aún hoy, nos sacude.
Antígona: la conciencia contra el poder
Otra de sus obras maestras es Antígona. La joven decide enterrar a su hermano —considerado traidor— desobedeciendo la orden del rey Creonte. Prefiere morir que traicionar las leyes no escritas del corazón.
Antígona no es solo una figura trágica: es el primer gran símbolo de la resistencia ética. Su voz resuena cada vez que alguien se niega a obedecer una orden injusta, cada vez que la conciencia se impone al poder.
Creonte no es un tirano cruel, sino un hombre atrapado en su lógica. Y ahí está la genialidad de Sófocles: no hay monstruos. Solo seres humanos enfrentados a dilemas imposibles.
La voz del equilibrio
A diferencia de Esquilo, solemne y arcaico, o de Eurípides, crítico e inquieto, Sófocles representa el centro clásico. Su lenguaje es claro, su construcción impecable, su emoción medida pero profunda. Sus personajes no son símbolos, sino personas: frágiles, fuertes, complejas.
En Electra, en Ayax, en Filoctetes, vuelve una y otra vez al mismo núcleo: el hombre frente a la desgracia, el dolor como revelación, la elección como tragedia.
Muerte, mito y memoria
Se cuenta que murió justo antes de que se representara su obra Edipo en Colono, escrita ya en la vejez. Una obra donde Edipo —el viejo desterrado— encuentra paz en el mismo lugar donde nació Sófocles. Un poema final, donde el poeta parece reconciliarse con el destino.
Tras su muerte, se le rindieron honores casi divinos. Y no era para menos: Sófocles había mostrado al mundo cómo enfrentar el dolor sin perder la nobleza.
Sófocles fue el dramaturgo de la conciencia.
Su teatro no castiga: ilumina. No absuelve: comprende.
Nos enseñó que no hay justicia sin compasión, ni grandeza sin humildad.
Y que a veces, la sabiduría solo llega cuando ya es demasiado tarde.
> “Muchos son los prodigios, pero ninguno más asombroso que el hombre.”
(Antígona, verso 332)
Lo asombroso… y lo trágico.
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