Caminaba por el metro, entre la prisa y el desdén de los
que se creen dueños del tiempo, y pensaba: El instánte del triunfador
dura más que el día del fracasado. Me reí para mis adentros mientras un
joven levantaba la vista de su celular, como si hubiera descubierto el
secreto de la vida.
No se
trata solo de esforzarse, recordé: Ser productivo no es nomás meter las
manos, el hombro y el lomo, sino pensar positivamente y tener una
filosofía empresarial. Filosofía para algunos, vitrina para otros: El
patrimonio de los pobres es el patrimonio visual. Le gusta convertir su
apariencia en vitrina.
Miré
alrededor y, entre empujones y codazos, me pregunté con ironía:
¿Cuántos caben en un chingo? La fila avanzaba despacio y pensé: El metro
no tiene que ver con la vida más allá de la muerte, sino con la vida
más acá del cupo.
Una
chica, con cara de cansancio y orgullo, murmuró: Soy un cromo, y asentí:
pero no por eso me van a ceder el asiento, así son los feos de
resentidos. Me hizo sonreír la vanidad sin gloria, mientras recordaba
mis propios progresos: No sabes lo que me he superado, desde que comencé
el curso, levanté a tal punto mi autoestima que ya no me importa lo que
piensen de mí los no enterados de mi existencia.
Levanté
la mano, aunque nadie lo veía: Que levante la mano el que todavía
quiera parecerse a sí mismo. La cola avanzaba, lenta, cruel,
interminable. Y entendí, con la claridad que solo da la espera: Una cola
es la distancia más corta entre la paciencia y la disolución del yo.
Caminé
un poco más, pensando en el absurdo y la belleza de todo esto, y
recordé que, al final, la ciudad siempre habla, y a veces, solo a veces,
uno se toma el tiempo de escucharla.
—Carlos Monsiváis
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