jueves, 25 de septiembre de 2025

Caminaba por el metro, entre la prisa y el desdén de los que se creen dueños del tiempo, y pensaba: El instánte del triunfador dura más que el día del fracasado. Me reí para mis adentros mientras un joven levantaba la vista de su celular, como si hubiera descubierto el secreto de la vida.

No se trata solo de esforzarse, recordé: Ser productivo no es nomás meter las manos, el hombro y el lomo, sino pensar positivamente y tener una filosofía empresarial. Filosofía para algunos, vitrina para otros: El patrimonio de los pobres es el patrimonio visual. Le gusta convertir su apariencia en vitrina.

Miré alrededor y, entre empujones y codazos, me pregunté con ironía: ¿Cuántos caben en un chingo? La fila avanzaba despacio y pensé: El metro no tiene que ver con la vida más allá de la muerte, sino con la vida más acá del cupo.

Una chica, con cara de cansancio y orgullo, murmuró: Soy un cromo, y asentí: pero no por eso me van a ceder el asiento, así son los feos de resentidos. Me hizo sonreír la vanidad sin gloria, mientras recordaba mis propios progresos: No sabes lo que me he superado, desde que comencé el curso, levanté a tal punto mi autoestima que ya no me importa lo que piensen de mí los no enterados de mi existencia.

Levanté la mano, aunque nadie lo veía: Que levante la mano el que todavía quiera parecerse a sí mismo. La cola avanzaba, lenta, cruel, interminable. Y entendí, con la claridad que solo da la espera: Una cola es la distancia más corta entre la paciencia y la disolución del yo.

Caminé un poco más, pensando en el absurdo y la belleza de todo esto, y recordé que, al final, la ciudad siempre habla, y a veces, solo a veces, uno se toma el tiempo de escucharla.

—Carlos Monsiváis

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