domingo, 21 de septiembre de 2025

 En su conocido clásico La batalla por Stalingrado, William Craig narra un episodio que subraya la imprevisible necesidad del ser humano de sobreponerse al espanto. Ya en todo el fragor de la lucha en Stalingrado, en diciembre de 1942, los soldados del Ejército Soviético acusaron la ausencia de munición y el hambre, como consecuencia del devastador asedio de las tropas alemanas. El invierno fue especialmente inclemente en aquel año, y sus efectos causaron estragos en unas filas absolutamente minadas por el desánimo y las precarias condiciones físicas y morales. El paisaje se presentaba dantesco ante los ojos, con cuerpos colgados de los árboles y muchos otros sembrando una extensión de nieve inabarcable, también con animales sacrificados y devorados por soldados famélicos y enloquecidos. Ya en la Nochebuena, el alto mando soviético, consciente de que debía buscar algún medio de inyectar ánimo a sus soldados, ordenó que un escogido grupo de artistas, algunos de los músicos, actores y bailarines más brillantes de la Unión Soviética, les procurara alivio y alegría con espectáculos y conciertos en el centro de la ciudad sitiada. Se dispusieron además unos enormes altavoces al aire libre con el fin de que el consuelo llegara a los rincones de la desolada Stalingrado.

Entre los artistas se encontraba un joven violinista, Mijaíl Goldstein, hermano del también y aún más famoso violinista Boris Goldstein, que se interesó por las condiciones en que los soldados sobrevivían en las trincheras. Goldstein quedó impactado por el panorama de destrucción que se le ofrecía, y desde su conmoción tocó con entrega total para sus camaradas. El violinista apeló a su sensibilidad con canciones populares rusas, pero a continuación se deslizó hacia un repertorio íntimo y profundo con el Oratorio de Navidad de Johann Sebastian Bach. A pesar del desafío que entrañaba interpretar música alemana en las trincheras soviéticas, nadie protestó. Sólo se instaló el silencio de la devota escucha, agradecida por la mansa belleza crecida de repente en medio del horror. Los altavoces llevaron las amadas notas hasta las trincheras enemigas, como quien manda un emisario en son de paz. 
De repente, la hostilidad alemana cesó y cesaron los disparos. Y en un receso del concierto, una voz se elevó desde el bando alemán y pidió en un ruso vacilante: “Por favor, toquen algo más de Bach. Nosotros haremos un alto el fuego”. Durante cerca de dos horas únicamente se oyó la música del violín de Goldstein, que acometió de nuevo y sin oposición alguna por parte del mando soviético diversas piezas del balsámico repertorio bachiano. A continuación, cantando villancicos de sus respectivas tierras, aquellos hombres se olvidaron en esa fugaz tregua de quiénes eran y para quién luchaban.

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