sábado, 27 de septiembre de 2025

 Pero  era  mi  primer  libro  y  estaba  enamorado  de  él.  Si  hubiera  tenido  el  dinero,  como  Gide, lo habría publicado a mis expensas. Si hubiese tenido tanto valor como Whitman, habría ido vendiéndolo de puerta en puerta. Todas las personas a las que se lo enseñé dijeron que era espantoso. Me recomendaron que renunciara a la idea de escribir. Tenía que  aprender,  como  Balzac,  que  hay  que  escribir  volúmenes  y  volúmenes  antes  de  firmar  con  el  propio  nombre.  Tenía  que  aprender,  y  no  tardé  en  hacerlo,  que  hay  que  abandonar  todo  y  no  hacer  otra  cosa  que  escribir,  que  tienes  que  escribir  y  escribir  y  escribir,  aun  cuando  nadie  crea  en  ti.  Quizá  lo  hagas  precisamente  porque  nadie  cree  en  ti,  quizás  el  auténtico  secreto  radique  en  hacer  creer  a  la  gente.  Que  el  libro  fuera  inadecuado,  defectuoso,  malo,  espantoso,  como  decían,  era  más  que  natural.  Estaba  intentando  al  principio  lo  que  un  genio  no  habría  emprendido  hasta  el  final.  Quería  decir la última palabra al principio. Era absurdo y patético. Fue una derrota aplastante, pero me reforzó la espina dorsal con hierro y la sangre con azufre. Por lo menos supe lo  que  era  fracasar.  Supe  lo  que  era  intentar  algo  grande.  Hoy,  cuando  pienso  en  las  circunstancias en las que escribí el libro, cuando pienso en la abrumadora cantidad de material  a  que  intenté  dar  forma,  cuando  pienso  en  lo  que  intenté  realizar,  me  doy  palmaditas  en  la  espalda,  me  pongo  un  diez.  Estoy  orgulloso  de  que  resultara  un  fracaso  lamentable;  si  lo  hubiese  logrado,  habría  sido  un  monstruo.

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