La elección de estudiar literatura había sido la elección de permanecer en la literatura, convertida en lo más valioso frente a todos los demás, una forma de vida con la cual podía lanzarme al interior de una novela de Flaubert o de Virginia Woolf y vivirlas literalmente. Una especie de continente que oponía inconscientemente a mi entorno social. Y yo sólo veía en la escritura la posibilidad de transfigurar la realidad.
No fue el rechazo de una primera novela por dos o tres editoriales –una novela cuyo único mérito era la búsqueda de una nueva forma– lo que amedrentó mi deseo y mi orgullo. Estas fueron situaciones de la vida en las que ser mujer pesó más que ser hombre en una sociedad en la que los roles de género estaban definidos, la anticoncepción estaba prohibida y el aborto era un delito. Como pareja con dos hijos, un trabajo de profesora y la carga del cuidado de la familia, me alejé cada vez más de la escritura y de mi promesa de vengar mi raza. No podía leer "La parábola de la ley" en El proceso de Kafka sin verla como una figuración de mi destino: morir sin haber atravesado la puerta que estaba hecha sólo para mí, el libro que sólo yo podía escribir.
Pero esto sin contar con el azar privado e histórico. La muerte de un padre que falleció tres días después de mi llegada a su casa de vacaciones, un puesto de profesor en clases donde los alumnos proceden de medios obreros similares a los míos, movimientos de protesta a escala mundial: todos estos elementos me devolvieron por canales imprevistos y sensibles al mundo de mis orígenes, a mi "raza", y dieron a mi deseo de escribir un carácter de urgencia secreta y absoluta. Esta vez, no se trataba de entregarme a la ilusoria "escritura sobre la nada" de mis veinte años, sino de sumergirme en lo indecible de una memoria reprimida y sacar a la luz la forma en que existieron los míos. Escribir para comprender las razones dentro y fuera de mí que me habían alejado de mis orígenes. Ninguna elección de escritura es evidente. Pero los que, como inmigrantes, ya no hablan la lengua de sus padres, y los que, como tránsfugas de su clase social, ya no tienen el mismo idioma, piensan en sí mismos y se expresan con otras palabras, se enfrentan a obstáculos adicionales. Un dilema. Sienten la dificultad, incluso la imposibilidad, de escribir en la lengua adquirida, dominante, que han aprendido a dominar y que admiran en sus obras literarias, todo lo que se refiere a su mundo de origen, ese primer mundo hecho de sensaciones, de palabras que hablan de la vida cotidiana, del trabajo, del lugar ocupado en la sociedad. Por un lado, está el lenguaje en el que han aprendido a nombrar las cosas, con su brutalidad, con sus silencios, como el del encuentro cara a cara entre una madre y un hijo, por ejemplo, en el bellísimo texto de Albert Camus "Entre el sí y el no". Por otra parte, los modelos de las obras admiradas, interiorizadas, las que les abrieron el universo primero y a las que se sienten deudores por su elevación, que a menudo consideran incluso como su verdadera patria. En la mía estaban Flaubert, Proust, Virginia Woolf: cuando volví a escribir, no me fueron de ninguna ayuda. Tuve que romper con la "buena escritura", la frase bonita, la que enseñaba a mis alumnos, para extraer, exponer y comprender el desgarro que me recorría. Espontáneamente, fue el choque de un lenguaje portador de cólera y de burla, incluso de grosería, lo que me vino, un lenguaje de exceso, insurgente, a menudo utilizado por los humillados y los ofendidos, como única manera de responder al recuerdo del desprecio, de la vergüenza y de la vergüenza de la vergüenza
Annie Ernaux

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