jueves, 25 de septiembre de 2025

 Poco a poco, olvidando al Hombre, hemos limitado nuestra moral a los problemas del individuo. Hemos exigido de cada uno que no perjudicara al otro individuo. De cada piedra, que no perjudicara a la otra piedra. Y seguramente no se molestan la una a la otra cuando están revueltas en un campo. Pero perjudican a la catedral que hubieran fundado, y que hubiera fundado, en cambio, su propia significación.

    Hemos continuado predicando la igualdad de los hombres. Pero habiendo olvidado al Hombre, no hemos sabido ya de qué hablábamos. No sabiendo en qué basar nuestra Igualdad, hemos hecho una vaga afirmación de la que no hemos sabido ya servirnos. ¿Cómo definir la Igualdad, en el plano de los individuos, entre el sabio y el bruto, el imbécil y el genio? La Igualdad, en el plano de los materiales, exige, si pretendemos definir y realizar, que todos ocupen un lugar idéntico y tengan el mismo papel. Lo que es absurdo. El principio de Igualdad degenera entonces en principio de Identidad.
    Hemos seguido predicando la Libertad del hombre. Pero habiendo olvidado al Hombre, hemos definido nuestra Libertad como una licencia vaga, exclusivamente limitada por el perjuicio causado a los otros. Lo que carece de significación, pues no hay acto que no comprometa a otro. Si yo me mutilo, siendo soldado, me fusilan. No existe individuo solo. El que se retrae perjudica a una comunidad. El que está triste entristece a los otros.
    De nuestro derecho a una libertad así comprendida, no hemos sabido ya servirnos sin caer en contradicciones insuperables. No sabiendo definir en qué caso nuestro derecho era válido y en qué caso ya no lo era, hemos cerrado hipócritamente los ojos, a fin de salvar un principio oscuro de las trabas innumerables que toda sociedad, necesariamente, aportaba a nuestras libertades.
    En cuanto a la Caridad, no nos hemos siquiera atrevido a predicarla. Efectivamente, antes, el sacrificio que funda a los Seres, tomaba el nombre de Caridad cuando honraba a Dios a través de su imagen humana. A través del individuo dábamos a Dios o al Hombre. Pero olvidando a Dios o al Hombre, no dábamos más que al individuo. Desde entonces la Caridad tomaba a menudo el aspecto de una diligencia inaceptable. Es la Sociedad, y no el capricho individual, quien debe asegurar la equidad en el reparto de las provisiones. La dignidad del individuo exige que no sea reducido a vasallaje por las generosidades de otro. Sería paradójico ver a los poseedores reivindicar, además de la posesión de sus bienes, la gratitud de los desposeídos.
    Pero, por encima de todo, nuestra caridad mal entendida, se revolvía contra su objetivo. Exclusivamente fundada en movimientos de piedad hacia los individuos, nos hubiera imposibilitado de emplear cualquier castigo educativo. Mientras que la verdadera Caridad, como ejercicio de un culto rendido al Hombre, más allá del individuo, imponía combatir al individuo para engrandecer al Hombre.
    Así hemos perdido al Hombre. Y perdiendo al Hombre, hemos enfriado esta misma fraternidad que nuestra civilización nos predicaba —puesto que se es hermano en algo y no solamente hermano. La repartición no asegura la fraternidad. Se anuda sólo en el sacrificio. Se anuda en el don común a algo más vasto que uno mismo. 

Exupéry 

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