Poco a poco, olvidando al Hombre, hemos limitado nuestra moral a los problemas del individuo. Hemos exigido de cada uno que no perjudicara al otro individuo. De cada piedra, que no perjudicara a la otra piedra. Y seguramente no se molestan la una a la otra cuando están revueltas en un campo. Pero perjudican a la catedral que hubieran fundado, y que hubiera fundado, en cambio, su propia significación.
Hemos
continuado predicando la igualdad de los hombres. Pero habiendo
olvidado al Hombre, no hemos sabido ya de qué hablábamos. No sabiendo en
qué basar nuestra Igualdad, hemos hecho una vaga afirmación de la que
no hemos sabido ya servirnos. ¿Cómo definir la Igualdad, en el plano de
los individuos, entre el sabio y el bruto, el imbécil y el genio? La
Igualdad, en el plano de los materiales, exige, si pretendemos definir y
realizar, que todos ocupen un lugar idéntico y tengan el mismo papel.
Lo que es absurdo. El principio de Igualdad degenera entonces en
principio de Identidad.
Hemos
seguido predicando la Libertad del hombre. Pero habiendo olvidado al
Hombre, hemos definido nuestra Libertad como una licencia vaga,
exclusivamente limitada por el perjuicio causado a los otros. Lo que
carece de significación, pues no hay acto que no comprometa a otro. Si
yo me mutilo, siendo soldado, me fusilan. No existe individuo solo. El
que se retrae perjudica a una comunidad. El que está triste entristece a
los otros.
De
nuestro derecho a una libertad así comprendida, no hemos sabido ya
servirnos sin caer en contradicciones insuperables. No sabiendo definir
en qué caso nuestro derecho era válido y en qué caso ya no lo era, hemos
cerrado hipócritamente los ojos, a fin de salvar un principio oscuro de
las trabas innumerables que toda sociedad, necesariamente, aportaba a
nuestras libertades.
En
cuanto a la Caridad, no nos hemos siquiera atrevido a predicarla.
Efectivamente, antes, el sacrificio que funda a los Seres, tomaba el
nombre de Caridad cuando honraba a Dios a través de su imagen humana. A
través del individuo dábamos a Dios o al Hombre. Pero olvidando a Dios o
al Hombre, no dábamos más que al individuo. Desde entonces la Caridad
tomaba a menudo el aspecto de una diligencia inaceptable. Es la
Sociedad, y no el capricho individual, quien debe asegurar la equidad en
el reparto de las provisiones. La dignidad del individuo exige que no
sea reducido a vasallaje por las generosidades de otro. Sería paradójico
ver a los poseedores reivindicar, además de la posesión de sus bienes,
la gratitud de los desposeídos.
Pero,
por encima de todo, nuestra caridad mal entendida, se revolvía contra
su objetivo. Exclusivamente fundada en movimientos de piedad hacia los
individuos, nos hubiera imposibilitado de emplear cualquier castigo
educativo. Mientras que la verdadera Caridad, como ejercicio de un culto
rendido al Hombre, más allá del individuo, imponía combatir al
individuo para engrandecer al Hombre.
Así
hemos perdido al Hombre. Y perdiendo al Hombre, hemos enfriado esta
misma fraternidad que nuestra civilización nos predicaba —puesto que se
es hermano en algo y no solamente hermano. La repartición no asegura la
fraternidad. Se anuda sólo en el sacrificio. Se anuda en el don común a
algo más vasto que uno mismo.
Exupéry
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