Esa frase de Susan Sontag —“El deseo exige su perpetuación ad infinitum”— encierra una intuición poderosísima sobre la naturaleza del deseo humano, casi trágica en su profundidad.
Vamos a desmenuzarla:
1. El deseo nunca se satisface del todo
El
deseo, por definición, apunta a lo que no se tiene. Y una vez que se
obtiene lo deseado, suele aparecer un nuevo deseo. En ese sentido, el
deseo no tiene fin, se alimenta de sí mismo. Como un fuego que, en vez
de apagarse con la satisfacción, se aviva y busca otro combustible. No
desea tanto el objeto como el estado de desear. Por eso exige
perpetuarse.
2. La paradoja: queremos desear
Sontag,
influenciada por su sensibilidad estética y filosófica, no solo señala
que el deseo es infinito, sino que exige seguir siendo. Hay aquí una
especie de pulsión vital: desear es vivir, y dejar de desear sería como
una pequeña muerte. Pero también es un castigo: nunca estamos completos.
3. Aplicaciones vitales
En
el amor, esto explica por qué muchas pasiones son insaciables. No se
quiere al otro como es, sino como fuente inagotable de deseo.
En
el consumo, el sistema capitalista se sustenta justamente en que el
deseo nunca se agote: nunca basta un celular, una prenda, una casa...
En el arte, el deseo de crear y de comprender jamás se cierra: incluso al lograr una obra, nace la urgencia de otra.
4. Tensión trágica y liberadora
Hay
una tristeza implícita: estamos condenados a desear. Pero también una
belleza: el deseo nos mantiene vivos, nos empuja, nos enciende. El
problema viene cuando confundimos su infinitud con la promesa de una
satisfacción final que nunca llega.
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