Qué difícil es ver solo lo que es visible
Decir
que es difícil ver solo lo visible parece un juego de palabras, pero
encierra una verdad profunda: la realidad no se limita a lo que nuestros
ojos alcanzan. Vivimos rodeados de lo tangible, de cifras, objetos,
horarios y rutinas; sin embargo, gran parte de la vida ocurre en lo que
no se puede tocar: en la alegría que nos invade sin razón aparente, en
el amor que nos transforma, en la tristeza que no se anuncia y, sin
embargo, nos modifica.
Fernando
Pessoa lo comprendió bien. Para él, mirar el mundo solo por su
apariencia era perder su esencia. La vida, sostiene, se encuentra tanto
en lo que se ve como en lo que se siente, en lo que se intuye y en lo
que se calla. Lo inmaterial —la emoción, el deseo, la conciencia de
nuestra propia existencia— constituye un universo paralelo que convive
con el mundo físico. Ignorarlo es empobrecer nuestra experiencia; es
reducir la riqueza de vivir a la mera superficie.
Por
eso, ver solo lo visible es un desafío. Requiere disciplina y,
paradójicamente, humildad: aceptar que lo que sentimos, lo que soñamos,
lo que intuimos, tiene tanto valor como lo que percibimos directamente.
Aprender a abrir los ojos sin dejar de abrir el corazón, a observar sin
dejar de sentir, es quizá la verdadera claridad.
Al
final, entender que lo invisible también existe no es un acto de fe,
sino un acto de atención consciente. Porque la vida no se agota en lo
que se puede tocar; lo más profundo, lo más vital, habita en aquello que
solo podemos sentir.
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