La delgada capa de la civilización
"Las personas se vuelven animales ante nuestros propios ojos."
—Diario ruso, Segunda Guerra Mundial.
Esa
frase, escrita con tinta temblorosa en medio del horror, nos enfrenta a
una verdad incómoda: la civilización, esa que damos por segura, no es
un rasgo natural del ser humano. Es una construcción frágil, sostenida
por normas, leyes, costumbres y por la vigilancia constante de nuestra
propia conciencia. Cuando esas condiciones desaparecen, el velo se rasga
y emerge algo más primitivo, más salvaje, que convive con nosotros
desde siempre.
Filosofía y naturaleza humana
Thomas
Hobbes lo expresó con crudeza: “El hombre es un lobo para el hombre”.
Según él, sin un Estado que imponga reglas, viviríamos en una guerra
perpetua, donde cada quien lucha por su supervivencia. La Segunda Guerra
Mundial, con sus genocidios y destrucción masiva, parece darle la
razón: cuando las instituciones y normas colapsan, la violencia se
convierte en moneda corriente.
Jean-Jacques
Rousseau, en cambio, veía lo humano desde un ángulo distinto. Para él,
el hombre nace bueno y pacífico, y es la civilización la que lo
corrompe. La guerra, la injusticia, el hambre forzada: todo esto, según
Rousseau, revela no nuestra “animalidad” innata, sino la deformación que
genera un sistema que falla en cuidar a sus miembros.
Sigmund
Freud añadió otra capa: la civilización exige reprimir deseos agresivos
y sexuales, creando tensiones internas que pueden estallar. La
violencia en tiempos de guerra no surge de la nada; es un estallido de
pulsiones reprimidas cuando la represión social se derrumba.
Testimonios del límite
Primo
Levi, sobreviviente de Auschwitz, nos recuerda que no hay héroes
absolutos ni monstruos permanentes. Bajo condiciones extremas, la
dignidad y la brutalidad aparecen entremezcladas: algunos mantienen su
humanidad, otros ceden al instinto de supervivencia. La guerra no
inventa la maldad; simplemente revela lo que llevamos dentro.
Reflexión final
La
civilización es real, pero es frágil. No somos naturalmente civilizados
ni naturalmente crueles; somos ambos, y la vida social —sus normas, su
orden— nos ayuda a sostener el equilibrio. Cuando ese equilibrio se
rompe, lo primitivo se manifiesta, a veces en formas que nos horrorizan y
otras en formas que nos conmueven.
Hoy,
al mirar noticias sobre violencia, pobreza extrema o conflictos
olvidados por los grandes medios, podemos ver ecos de esos diarios de
guerra: recordatorios de que la civilización no se mantiene por sí sola.
Requiere conciencia, esfuerzo y vigilancia constante. Nuestra
“animalidad” no es una condena; es una advertencia.
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