viernes, 26 de septiembre de 2025

 La delgada capa de la civilización


"Las personas se vuelven animales ante nuestros propios ojos."
—Diario ruso, Segunda Guerra Mundial.

Esa frase, escrita con tinta temblorosa en medio del horror, nos enfrenta a una verdad incómoda: la civilización, esa que damos por segura, no es un rasgo natural del ser humano. Es una construcción frágil, sostenida por normas, leyes, costumbres y por la vigilancia constante de nuestra propia conciencia. Cuando esas condiciones desaparecen, el velo se rasga y emerge algo más primitivo, más salvaje, que convive con nosotros desde siempre.

Filosofía y naturaleza humana

Thomas Hobbes lo expresó con crudeza: “El hombre es un lobo para el hombre”. Según él, sin un Estado que imponga reglas, viviríamos en una guerra perpetua, donde cada quien lucha por su supervivencia. La Segunda Guerra Mundial, con sus genocidios y destrucción masiva, parece darle la razón: cuando las instituciones y normas colapsan, la violencia se convierte en moneda corriente.

Jean-Jacques Rousseau, en cambio, veía lo humano desde un ángulo distinto. Para él, el hombre nace bueno y pacífico, y es la civilización la que lo corrompe. La guerra, la injusticia, el hambre forzada: todo esto, según Rousseau, revela no nuestra “animalidad” innata, sino la deformación que genera un sistema que falla en cuidar a sus miembros.

Sigmund Freud añadió otra capa: la civilización exige reprimir deseos agresivos y sexuales, creando tensiones internas que pueden estallar. La violencia en tiempos de guerra no surge de la nada; es un estallido de pulsiones reprimidas cuando la represión social se derrumba.

Testimonios del límite

Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, nos recuerda que no hay héroes absolutos ni monstruos permanentes. Bajo condiciones extremas, la dignidad y la brutalidad aparecen entremezcladas: algunos mantienen su humanidad, otros ceden al instinto de supervivencia. La guerra no inventa la maldad; simplemente revela lo que llevamos dentro.

Reflexión final

La civilización es real, pero es frágil. No somos naturalmente civilizados ni naturalmente crueles; somos ambos, y la vida social —sus normas, su orden— nos ayuda a sostener el equilibrio. Cuando ese equilibrio se rompe, lo primitivo se manifiesta, a veces en formas que nos horrorizan y otras en formas que nos conmueven.

Hoy, al mirar noticias sobre violencia, pobreza extrema o conflictos olvidados por los grandes medios, podemos ver ecos de esos diarios de guerra: recordatorios de que la civilización no se mantiene por sí sola. Requiere conciencia, esfuerzo y vigilancia constante. Nuestra “animalidad” no es una condena; es una advertencia.

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