domingo, 16 de marzo de 2025
Muchos placeres de la existencia no requieren esfuerzo alguno: saborear un helado, satisfacer una pulsión sexual, concentrarse en el espectáculo de una buena serie de televisión. Otros exigen más: dominar un arte, iniciarse en el aprendizaje de conocimientos nuevos o practicar un deporte con rigor. Aunque los placeres varían en intensidad, todos son igual de efímeros. Si no lo alimentamos continuamente con estímulos externos, el placer se agota a medida que disfrutamos de él. Una buena comida proporciona cierto placer, pero este disminuye a medida que nuestro estómago se llena, y, una vez saciados, los manjares más refinados nos dejan indiferentes. Cuando determinadas circunstancias (falta de dinero, enfermedad, pérdida de libertad) nos alejan de esa búsqueda insatisfecha del placer, nos sentimos aún más infelices, como «faltos de algo». El placer, por último, no está relacionado con la moral: el tirano o el pervertido disfrutan torturando, asesinando, haciendo sufrir a los demás. Por su fugacidad, su voracidad y su indefinición moral, el placer no ha de ser lo único que guíe nuestras vidas. Sabemos, por experiencia propia, que la búsqueda exclusiva de los placeres fáciles e inmediatos nos acarrea desilusiones, que la búsqueda de la diversión y de los placeres sensoriales no nos procura jamás una satisfacción plena y total. Por ello, algunos filósofos de la Antigüedad –como Espeusipo, sobrino y sucesor de Platón en la Academia– condenaban la búsqueda del placer, y algunos filósofos cínicos creían que el único remedio al sufrimiento era huir de cualquier placer: puesto que este puede llevarnos a la perdición y hacernos infelices, evitemos seguir nuestra inclinación natural, evitemos buscarlo a todo precio.
Aristóteles refuta de manera radical esa concepción del placer, y empieza por destacar que dicha crítica se refiere únicamente a los placeres sensoriales: «Los placeres corporales han acaparado la herencia del nombre de placer, pues hacia ellos dirigimos con más frecuencia nuestra carrera en su búsqueda, común a todo el mundo, y, por ello, por sernos los más familiares, creemos que son los únicos que existen».4 Ahora bien, muchos placeres no son corporales: el amor y la amistad, el conocimiento, la contemplación, la justicia o la compasión. Retomando el adagio de Heráclito, según el cual «los asnos prefieren la paja al oro», Aristóteles nos recuerda que el placer depende de la naturaleza de cada cual, y ello lo lleva a interrogarse sobre la especificidad de la naturaleza humana. El hombre es el único ser viviente dotado de un noos, término griego que se traduce generalmente por «intelecto», y que yo traduciría por «espíritu», pues para Aristóteles no significa sólo la inteligencia o la razón en el sentido moderno del término, sino el principio divino que se halla en todo ser humano. Aristóteles concluye así que el mayor placer para el hombre reside, pues, en la experiencia de la contemplación, fuente de la felicidad más perfecta: «Puesto que el espíritu es un atributo divino, una existencia en consonancia con el espíritu será, respecto de la vida humana, auténticamente divina. No debemos hacer caso a quienes aconsejan al hombre, con el pretexto de que es hombre, que sólo sueñe con cosas humanas, y, con el pretexto de que es mortal, que se limite a las cosas mortales. Hagamos lo posible, 18 por el contrario, para volvernos inmortales y vivir conforme a la parte más excelente de nosotros mismos, pues el principio divino, por débil que sea en sus dimensiones, vence a cualquier otra cosa por su poder y su valor. […] Lo propio del hombre es, pues, la vida del espíritu, puesto que el espíritu constituye esencialmente al hombre. Una vida así es también perfectamente feliz.
Frederic Lenoir
La censura de libros fue una necesidad impuesta por el deseo de suprimir las desviaciones. Aunque los libros impresos todavía eran una novedad a mediados del siglo XVI, para Roma ya era claro que éstos constituían el mejor vehículo para que los sediciosos y los herejes divulgaran sus ideas. En la década de 1540, la Iglesia creó una lista de aquellos libros que estaba prohibido leer o poseer. En un principio, se confió a las autoridades locales la tarea de buscar los libros ofensivos, destruirlos y castigar a los infractores. Sin embargo, más adelante, en 1559, el papa Pablo IV publicó la primera lista de libros prohibidos para toda la Iglesia, el Index Expurgatorius, en el que se recogían aquellos que, según decía el papa, amenazaban el alma de cualquiera que los leyera.[2101] Todas las obras de Erasmo se encontraban en la lista (obras que anteriores papas habían leído con fruición), al igual que el Corán, el De revolutionibus de Copérnico (que permanecería en el Index hasta 1758) y el Diálogo de Galileo (prohibido hasta 1822). A la lista de Pablo le seguiría en 1565 el Índice Tridentino, que prohibía casi tres cuartas partes de los libros impresos en Europa. En 1571 se creó una Congregación del Índice para controlar y actualizar la lista. La ley canónica exigía entonces que todo libro autorizado llevara impreso un imprimatur, «que se imprima», y en ocasiones se incluían las palabras nihil obstat, «nada impide», acompañadas del nombre de los censores.[2102] La lista incluía obras científicas y artísticas de inmenso valor, entre ellas, por ejemplo, Gargantúa y Pantagruel de Rabelais.
Con todo, la gente nunca se sometió por completo a las normas del Índice. Los autores cambiaban de ciudad para evitar la censura, como fue el caso de Jean Crespin, que huyó de Francia y se refugió en Ginebra para escribir su influyente obra sobre los mártires hugonotes. Incluso en los países católicos, el Índice no era muy popular. La razón para ello era simple: el comercio de los libros era una nueva tecnología y una nueva oportunidad para hacer negocios. Por ejemplo, en Florencia, el duque Cosimo calculó que si aplicaba las directivas de la Iglesia, el costo de los libros perdidos ascendería a más de cien mil ducados. Su reacción fue típica. Organizó una quema de ejemplares y se deshizo de libros sobre magia, astrología y materias similares, volúmenes cuyo lugar en el Índice era claro pero que no tenían un gran valor en términos comerciales. Además, los representantes locales de la Congregación del Índice con frecuencia se mostraban dispuestos a discutir y llegar a acuerdos y, por ejemplo, se permitió salvar a los libros de medicina judíos, debido a su importancia para el progreso científico. Y así, de un modo u otro, mediante dilaciones o componendas algunos libros fueron eximidos del Índice a nivel local y, al igual que en otros lugares como Francia, en Florencia se consiguió esquivar buena parte de la legislación de manera que los libros prohibidos siguieron circulando en la ciudad más o menos con libertad. En cualquier caso, los impresores protestantes se especializaron en títulos incluidos e el Índice (lo que sólo servía para despertar la curiosidad de la gente), que luego hacían introducir de contrabando en los países católicos. «Sacerdotes, monjes e incluso prelados competían entre sí para comprar copias del Diálogo [de Galileo] en el mercado negro», comentó un observador. «El precio del libro en el mercado negro aumentó de medio escudo original a entre cuatro y seis escudos en toda Italia».[2103]
Peter Watson
sábado, 15 de marzo de 2025
Debido a la precaria salud que padecía desde niño, René Descartes tenía que pasar innumerables horas en cama. Aprovechaba para pensar en filosofía, matemáticas, divagar e incluso se permitía perder el tiempo pensando en las musarañas.
Teniendo su vista perdida en el techo de la estancia fue una mosca a cruzarse en su mirada, cosa que hizo que la siguiera con la vista durante un buen rato, mientras pensaba y se preguntaba si se podría determinar a cada instante la posición que tendría el insecto, por lo que pensó que si se conociese la distancia a dos superficies perpendiculares, en este caso la pared y el techo, se podría saber.
Mientras le daba vueltas a esto se levanto de la cama y agarrando un trozo de papel dibujó sobre él dos rectas perpendiculares: cualquier punto de la hoja quedaba determinado por su distancia a los dos ejes. A estas distancias las llamó coordenadas del punto: acababan de nacer las Coordenadas Cartesianas, y con ellas, la Geometría Analítica.
viernes, 14 de marzo de 2025
Los estoicos no son los únicos en utilizar la visualización negativa. Pensemos, por ejemplo, en las personas que bendicen los alimentos antes de comer. Quizá algunas lo hagan por mera costumbre. Otras tal vez porque temen que Dios las castigará si no lo hacen. Pero, en un sentido profundo, bendecir los alimentos — y, para el caso, cualquier oración de agradecimiento — es una forma de visualización negativa. Antes de comer, quienes bendicen la mesa hacen una pausa para pensar que los alimentos podrían no estar ahí para ellos, en cuyo caso pasarían hambre. Y aunque estuvieran ahí, quizá no sería posible compartirlos con quienes ahora se sientan a la mesa. Pronunciada con estos pensamientos en mente, la bendición de los alimentos tiene el poder de transformar una comida ordinaria en una ocasión para la celebración.
Algunas personas no necesitan a los estoicos o a un sacerdote que les diga que para gozar de un talante jovial hay que cultivar pensamientos negativos de vez en cuando; ya lo han averiguado por sí mismos. A lo largo de mi vida he conocido a mucha gente así. Analizan sus circunstancias no en términos de lo que les falta, sino a partir de lo que tienen y de cuánto lo echarían de menos si lo perdieran. Muchos de ellos han sido objetivamente muy desafortunados en su vida; sin embargo, explicarán con todo lujo de detalles lo afortunados que son: por estar vivos, por poder caminar, por vivir lo que están viviendo, y así sucesivamente. Es instructivo comparar a estas personas con aquellos que, objetivamente, «lo tienen todo», pero que, al no apreciarlo, viven sumidos en un estado completamente miserable.
William B. Irvine
jueves, 13 de marzo de 2025
7. Dado que el cuerpo y la mente interactúan y se influyen muy significativamente, seré responsable con mi salud física vigilando mi dieta, mis hábitos de sueño, posibles abusos de sustancias, épocas de mucho estrés y otros aspectos sanitarios, para mantenerme en forma y así contribuir en mucha menor medida a tener trastornos mentales que si no me tratara con respeto ni me cuidara. Estar sano emocionalmente también implica ser responsable con mi salud física.
8. Sigo siendo responsable de mis hábitos disfuncionales incluso cuando estoy ansioso. Puede que piense que mi ansiedad es tan grave que me empuja a fumar o a beber, pero no. Puede que sea muy intensa y muy desagradable, pero soy yo quien me estoy diciendo algo así como: «Siento tal malestar, que no lo puedo soportar. Por eso tengo que fumar y beber». Lo más probable es que la «no-lo-so-port-itis» acerca de mi ansiedad me «haga» beber o fumar.
9. Mi responsabilidad social incluye permitirme disfrutar de las cosas y realizarme a través de mis relaciones con los demás. Mi «propia» personalidad proviene tanto de tendencias biológicas co-mo de la socialización. Por nacimiento y educación desarrollo importantes capacidades para amar, mantener relaciones y disfrutarlas, y estar emocionalmente ligado a individuos y grupos. Mis intereses vitales pueden traducirse en ideas y proyectos, pero también puedo dejarme absorber por relaciones profundas o causas sociales. Puedo sentirme intensamente satisfecho queriendo y cuidando de personas y grupos que me importan.
Albert Ellis
Una noche tormentosa del verano de 1816, se reunieron en una villa alquilada a orillas del Lago de Ginebra el locatario Lord Byron, sus amigos Percy Shelley y su mujer Mary, el insoportable doctor Polidori y mujeres surtidas por las paternidades, incestos y amores de Byron. Se propusieron contar cuentos de terror para pasar las horas de tormenta. Byron inventó al vampiro; Mary Shelley, al monstruo. Drácula y Frankenstein nacieron en esta Villa Diodati que es posible visitar hoy. La vista ha cambiado poco, pero ahora hay sinfonolas, televisores y mesas de ping-pong. Yo prefiero la visión de la película de James Whale, La novia de Frankenstein, porque allí la actriz Elsa Lanchester encarna a Mary Shelley en 1816 y nos cuenta una historia que sucede en 1935, donde la propia actriz interpreta el papel de la mujer monstruosa creada por el doctor Frankenstein para darle una pareja a su monstruo primero, interpretado por el actor Boris Karloff. El juego del tiempo es fascinante; lo es todavía más el hecho de que estos monstruos a los que la literatura no quiso o no pudo darles nombres —genial sabiduría de Mary Shelley— tienen ahora el nombre que les da su imagen fotográfica.
El monstruo tiene un nombre gracias a la fotografía. Y ese nombre es el de su creador. El público le da el nombre de Frankenstein al monstruo de Frankenstein. Esto es como nombrar Dios a cada una de sus criaturas. ¿Pero no es el género fantástico, en palabras de Borges, tronco, una de cuyas ramas es la teología?
Dios no tiene, en la literatura fantástica, peor enemigo que Drácula, el hombre-vampiro que vence todas las leyes divinas y humanas. Fornica sin amor, bebe por necesidad, no desea nada ni nadie salvo su propia inmortalidad, vence a la muerte y no se refleja en espejo alguno. Duerme de día. Mata de noche. Y viaja para huir de su propia leyenda y vivificar sus fuentes de vida y placer: la sangre.
Carlos Fuentes
miércoles, 12 de marzo de 2025
Cuando aprendes cosas nuevas y empiezas a pensar de nuevas formas, haces que en tu cerebro se activen distintas secuencias, estructuras y combinaciones. Es decir, estás activando una gran cantidad de diversas redes neuronales de distintas formas. Y siempre que haces que tu cerebro funcione de distinta manera, estás cambiando tu mente. Y a medida que empiezas a pensar de distinto modo, los nuevos pensamientos te llevan a tomar nuevas decisiones y a tener nuevas conductas, experiencias y emociones. Y entonces tu identidad también cambia.
De las técnicas estoicas que he analizado en la segunda parte de este libro, la técnica de la autoprivación es la más difícil de practicar. Por ejemplo, en virtud de su práctica de la pobreza, para un estoico no será divertido ir en autobús cuando podría conducir su coche. No será divertido salir a una tormenta invernal con una ligera chaqueta para sentir la incomodidad del frío. Y ciertamente no le resultará divertido negarse a tomar el helado que alguien le ofrece, diciendo que no se niega a tomarlo por estar a dieta , sino para practicar el rechazo a algo que podría disfrutar . De hecho, un estoico inexperto tendrá que concentrar toda su voluntad para hacer estas cosas.
Sin embargo, los estoicos han descubierto que la voluntad es como un músculo: cuanto más se ejercitan los músculos, más fuertes se hacen, y cuanto más ejercitan su voluntad, más poderosa se torna. De hecho , si se practican las técnicas de autoprivación estoica durante un largo periodo, los estoicos pueden transformarse a sí mismos en individuos notables por su valor y autocontrol. Serán capaces de hacer cosas que los demás temen y abstenerse de otras que los demás no pueden evitar hacer. Como resultado, ejercerán un pleno control sobre sí mismos. Este autocontrol reforzará sus posibilidades de alcanzar los objetivos de su filosofía de vida , y a su vez esto aumenta en gran medida sus oportunidades de vivir una buena vida.
Los estoicos serán los primeros en admitir que ejercer el autocontrol exige esfuerzo. Tras admitir esto, sin embargo, señalarán que no ejercer ningún autocontrol en absoluto también exige esfuerzo: pensemos, dice Musonio, en todo el tiempo y la energía que la gente invierte en cuestiones amorosas ilícitas que no habría iniciado si gozara de autocontrol. [10] En el mismo sentido, Séneca observa que «la castidad viene con tiempo libre, la lascivia nunca tiene tiempo ». [11]
Los estoicos señalarán que ejercitar el autocontrol presenta ciertos beneficios que no siempre son obvios. En particular, por extraño que pueda parecer, abstenerse conscientemente del placer puede ser muy placentero. Supongamos, por ejemplo, que mientras hacemos dieta sentimos el deseo de comer un helado que tenemos en el congelador . Si lo comemos, experimentaremos cierto placer gastronómico, junto a cierto remordimiento por haberlo comido. Si nos abstenemos, sin embargo, nos privaremos del placer gastronómico pero experimentaremos un placer de un tipo diferente: como observa Epicteto, te sentirás «complacido y te elogiarás» por no haberlo comido. [12]
Sin duda, este último placer es completamente diferente al placer que deriva de comer helado, y sin embargo se trata de un placer genuino . Además, si nos detenemos a elaborar un cuidadoso análisis de costes y beneficios antes de comer el helado — si sopesamos los costes y beneficios de tomar el helado y de no tomarlo — descubriremos que, si queremos maximizar nuestro placer, nos conviene no tomarlo. Epicteto nos aconseja practicar este tipo de análisis cuando consideremos aprovechar o no una oportunidad para el placer. [13]
En un tono similar, supongamos que seguimos el consejo estoico para simplificar nuestra dieta. Descubriremos que esa dieta , aunque carente de diversos placeres gastronómicos, es la fuente de un placer de naturaleza completamente diferente: «El agua, la cebada y las cortezas de pan de cebada — nos dice Séneca — no son una dieta alegre; sin embargo, obtener placer de este tipo de alimentos es el placer más elevado».
William Irvine
martes, 11 de marzo de 2025
Unimos los radios en una rueda,
«Las casualidades nos empujan a diestra y siniestra, y con ellas construimos nuestro destino, porque somos nosotros quienes lo trenzamos como tal. Hacemos de ellas nuestro destino porque hablamos. Creemos que decimos lo que queremos, pero es lo que han querido los otros, más específicamente nuestra familia, que nos habla. Este 'nos' debe entenderse como un complemento directo. Somos hablados y, debido a esto, hacemos de las casualidades que nos empujan algo tramado. Hay, en efecto, una trama - nosotros la llamamos nuestro destino.»
lunes, 10 de marzo de 2025
sábado, 8 de marzo de 2025
Hoy en París no ha amanecido. En París es frecuente que no amanezca. El reloj marca las siete de la mañana, las ocho, las doce del día y no amanece. El reloj llega a marcar las cuatro de la tarde, las cinco y las seis de la tarde y no amanece. El reloj entra por fin en una nueva zona nocturna, marcando las siete, las ocho, las once de la noche y no amanece. En París es frecuente que una noche salte a la noche siguiente sin que entre ambas haya día. Se trata entonces de tres noches apuntaladas o, lo que es igual, se trata de una sola noche larga, formada de dos noches normales y de un día que no quiso abrir los ojos, es decir, que no quiso amanecer. Hoy ha ocurrido esto en París. Escribo estas líneas a las tres de la tarde y hasta este momento no ha amanecido. La urbe sigue, desde ayer, sumida en una sola noche larga, en «una sola sombra larga». La actividad y la vida de los hombres han amanecido y los negocios y el trabajo han vuelto a reanudarse a las horas normales. Pero la luz del día no ha vuelto, ni volverá más por ahora. Faltan unos cortos minutos para que, según ocurre normalmente en esta estación, torne la noche. Así, pues, toda esperanza de luz del día está por hoy perdida. Hoy en París no hay día…
César Vallejo
viernes, 7 de marzo de 2025
Años más tarde, ese Puccini estudiante de Milán había dejado paso al gran compositor que obtuvo su primer éxito con Manon Lescaut en Turín. Cuando eso sucedió, el compositor estableció su residencia en Torre del Lago, un lugar donde había una pequeña colonia de escritores y artistas que disfrutaban de la tranquilidad y la paz del mundo rural. Disfrutaban de aquello tan fascinante que los italianos llaman il dolce far niente . Inspirado por aquellos cuatro bohemios a los que les estaba poniendo música y que tanto le recordaban su estancia en Milán, decidió fundar un club con sus amigos. Al club lo bautizaron con el nombre Club La bohème y lo instalaron en un local que compraron Puccini y sus amigos, en un lugar donde antes estaba la zapatería del pueblo. En la puerta del local colgaron las divertidas normas del club, que estaban escritas en un latín deliberadamente macarrónico:
¿Llegan a ayudar a alguien los libros de autoayuda? En los últimos quince años, el doctor Forrest Scogin y sus colegas del Centro Médico de la Universidad de Alabama han realizado una serie de experimentos innovadores con los que pretendían dar respuesta a esta pregunta. Los investigadores repartieron en dos grupos al azar a sesenta pacientes que buscaban tratamiento por haber sufrido episodios de depresión grave. Dijeron a los pacientes que tendrían que esperar cuatro semanas para que pudiera atenderlos el psiquiatra. Durante ese plazo, dieron a cada paciente de uno de los grupos un ejemplar de mi libro Sentirse bien: Una nueva terapia contra las depresiones* y les recomenda-ron que lo leyeran durante el período de espera. Los pacientes del segundo grupo no recibieron el li-bro. Un ayudante de investigación visitaba a cada paciente todas las semanas y les administraba dos test muy conocidos que sirven para medir los cambios en la depresión.
Los resultados del estudio sorprendieron a los investigadores mismos. Al final del período de es-pera de cuatro semanas, dos terceras partes de los pacientes que habían leído Sentirse bien habían mejorado sustancialmente o se habían recuperado, a pesar de no haber recibido ninguna medicación ni psicoterapia. De hecho, habían mejorado tanto que no necesitaron ningún tratamiento adicional.
Por el contrario, los pacientes que no habían recibido un ejemplar de Sentirse bien no mejoraron.
Los investigadores les dieron entonces ejemplares de Sentirse bien y les pidieron que lo leyeran du-rante un segundo período de espera de cuatro semanas. Dos terceras partes de estos pacientes se re-cuperaron y no precisaron ningún tratamiento adicional. Es más, los pacientes que reaccionaron a la lectura de Sentirse bien no han sufrido recaídas y han mantenido su mejoría hasta la fecha, tres años más tarde.
David Burns
jueves, 6 de marzo de 2025
"Soy Henry Charles Bukowski, y nací la tarde del 16 de agosto de 1920, en Andernach, Alemania.
Soy poeta, y mi padre era un necio que gritaba: ¿Cómo has podido hacerle esto a tu madre? Mi madre gimoteaba y decía: ¡Has traído la vergüenza sobre nosotros!
Mientras yo pensaba: es sólo la travesura de un niño poniendo fin a la humillación.
Soy Henry Bukowski, cuantas veces habré dicho esto; no lo sé, pero hoy quiero agregar que soy lector de John Fante, y hace muchos años descubrí la biblioteca del barrio, estaba en el viejo edificio de piedra marrón, entre los bulevares Washington y Adams, muy cerca de la calle 21 y la avenida La Brea, era un paraíso.
Soy el universitario que leyó Dago Red, el que un día escribió La senda del perdedor, el baño, soy Bukowski, el que lo miró a los ojos y advirtió que ya no despedían fiereza, sino que parecían vacíos y evitaban los míos.
Soy el hombre del acné; el poeta del acné, el cuentista del acné, el novelista del acné, el monstruo, el que se pasó todo un día en el Hospital General del Condado de Los Ángeles, para que le dijeran vuelva mañana, soy Charles,
el que volvió al día siguiente para que un grupo de médicos lo observara -como se observa a un bicho- y uno dijera: es el peor caso de acné vulgaris que he visto en mi vida.
Soy quien bebió whisky a su antojo en los céntricos bares de Los Ángeles, el inyector que inyecta sangre y "belleza", soy la bestia, soy un hombre de palabras, soy la humedad de la noche; la caída vertiginosa del mundo, el rebelde que río de su padre cuando le decía que debía ser ingeniero
para ganar mucho dinero, soy quien junto a Hemingway exploró las corrientes subterráneas del corazón del hombre.
Soy Bestiabuk, el poeta que pasó toda la noche mirando la fiesta de graduación a través de la tela metálica de la ventana, soy el hombre de la barra que mira a esa joven
hermosa con un ponche en la mano susurrando a la oreja de su acompañante.
Soy quien ve a muchos hombres muertos, recibiendo órdenes con una sonrisa de imbéciles, serviles y encantados de serlo.
Soy Charles Bukowski, soy la orilla de un vaso que corta, soy sangre…"
miércoles, 5 de marzo de 2025
La siguiente reseña biográfica, enviada a Arthur Koestler tras la publicación de su libro Las raíces del azar en 1973, puede ser demasiado buena para ser cierta. El autor de la carta, Anthony S. Clancy, de Dublín (Irlanda), escribía: Nací el séptimo día de la semana, el séptimo día del mes, el séptimo mes del año y el séptimo año del siglo. Era el séptimo hijo de un séptimo hijo, y tuve siete hermanos; eso hace siete sietes. En mi vigésimo séptimo cumpleaños, cuando consultaba el programa de carreras para elegir un ganador en la séptima, vi que el caballo número siete se llamaba Séptimo Cielo y tenía un handicap de siete stones [unos 45 kilos]. Las apuestas estaban 7 a 1. Jugué siete chelines a él. Acabó séptimo.
Euclides se encontraba impartiendo una clase en Alejandría cuando, uno de sus alumnos, le preguntó que para qué servían todas aquellas demostraciones tan extensas y complejas que explicaba el matemático.
Pausadamente, Euclides, se dirigió a otro de los estudiantes presentes y le dijo:
-Dele una moneda y que se marche. Lo que éste busca no es el saber, es otra cosa.
martes, 4 de marzo de 2025
"No sé por qué escribimos, querido George,
“Ni siquiera ha crecido la hierba. No se puede ser vagabundo y artista y al mismo tiempo un burgués sano y cuerdo. Si quieres embriaguez, ¡Acepta también la resaca! Si quieres sol y bellas fantasías, ¡Acepta también la suciedad y el hastío! Todo está dentro de ti, el oro y el barro, el deleite y la pena, la risa infantil y la angustia mortal. ¡Acéptalo todo, no te aflijas por nada, no intentes rehuir nada! No eres un burgués, tampoco eres un griego, no eres armónico y dueño de ti mismo, eres un pájaro en plena tormenta. ¡Déjala rugir! ¡Déjate llevar! ¡Cuánto has mentido! ¡Cuántos miles de veces, incluso en tus libros y poesías, has fingido ser el armonioso y sabio, el feliz, el iluminado! ¡Lo mismo han fingido ser los héroes al atacar en la guerra, mientras las entrañas temblaban! ¡Dios mío, qué siniestro y fanfarrón es el hombre, sobre todo el artista, sobre todo el poeta, sobre todo yo!”.
lunes, 3 de marzo de 2025
«Me gustaría leer
uno de los poemas
que me arrastraron a la poesía.
No recuerdo ni una sola línea,
ni siquiera sé dónde buscar.
Lo mismo me ha pasado con el dinero,
las mujeres y las charlas a última hora de la tarde.
Dónde están los poemas
que me alejaron
de todo lo que amaba
para llegar a donde estoy
desnudo con la idea de encontrarte».
Leonard Cohen
"Quiero perderme por falta de caminos. Siento el ansia de perderme definitivamente, no ya en el mundo ni en la moral, sino en la vida y por obra de la vida. Odio las calles y los senderos que no permiten perderse. La ciudad y el campo son así. No es posible en ellos la pérdida, que no la perdición, de un espíritu. En el campo y en la ciudad se está demasiado asistido de rutas, flechas y señales para poder perderse. Uno está allí indefectiblemente situado. Al revés de lo que le ocurrió a Wilde, la mañana que iba a morir en París, a mí me ocurre en la ciudad amanecer siempre rodeado de todo, del peine, de la pastilla de jabón, de todo. Amanezco en el mundo y con el mundo, en mí mismo y conmigo mismo. Llamo e inevitablemente me contestan y se oye mi llamada. Salgo a la calle y hay calle. Me echo a pensar y hay pensamiento. Esto es desesperante.
César Vallejo
domingo, 2 de marzo de 2025
El primer ataque con gas de la historia arrasó a las tropas francesas atrincheradas cerca del pequeño pueblo de Ypres, en Bélgica. Al despertar en la madrugada del jueves 22 de abril de 1915, los soldados vieron una enorme nube verdosa que reptaba hacia ellos por la Tierra de Nadie. Dos veces más alta que un hombre y tan densa como la niebla invernal, se estiraba de un lado a otro del horizonte, a lo largo de seis kilómetros. A su paso las hojas de los árboles se marchitaban, las aves caían muertas desde el cielo y el pasto se teñía de un color metálico enfermizo. Un aroma similar a piña y lavandina cosquilleó las gargantas de los soldados cuando el gas reaccionó con la mucosa de sus pulmones, formando ácido clorhídrico. A medida que la nube se empozaba en las trincheras, cientos de hombres se desplomaron convulsionando, ahogándose en sus propias flemas, con mocos amarillos burbujeando en su boca, su piel azulada por la falta de oxígeno. «Los meteorólogos tenían razón. Era un día hermoso, el sol brillaba. Donde había pasto, resplandecía verde. Debiéramos haber estado yendo a un pícnic, no haciendo lo que íbamos a hacer», escribió Willi Siebert, uno de los soldados que abrió parte de los seis mil cilindros de gas cloro que los alemanes derramaron esa mañana en Ypres. «De pronto escuchamos a los franceses gritando. En menos de un minuto comencé a oír la mayor descarga de municiones de rifle y ametralladoras que escuché en mi vida. Cada cañón de artillería, cada rifle, cada ametralladora que tenían los franceses tiene que haber estado disparado.
Jamás oí un estruendo similar. La lluvia de balas que pasaba silbando sobre nuestras cabezas era increíble, pero no estaba deteniendo el gas. El viento seguía empujándolo hacia las líneas francesas. Escuchamos a las vacas berrear y los caballos relinchando. Los franceses siguieron disparando. Era imposible que vieran a qué estaban disparando. En unos quince minutos el fuego comenzó a detenerse. Después de media hora, solo disparos ocasionales. Entonces todo volvió a estar tranquilo. En un rato el aire se había despejado y caminamos más allá de las botellas de gas vacías. Lo que vimos fue la muerte total. Nada estaba vivo. Todos los animales habían salido de sus agujeros para morir. Conejos, topos, ratas y ratones muertos en todas partes. El olor del gas aún flotaba en el aire.
Colgaba de los pocos arbustos que habían quedado. Cuando llegamos a las líneas francesas, las trincheras estaban vacías, pero a media milla los cuerpos de los soldados franceses estaban esparcidos por todas partes. Fue increíble. Luego vimos que había algunos ingleses. Uno podía ver cómo los hombres se habían arañado la cara y el cuello, tratando de volver a respirar. Algunos se habían disparado a sí mismos. Los caballos, aún en los establos, las vacas, los pollos, todo, todos estaban muertos. Todo, incluso los insectos estaban muertos.»
Benjamin Labatut
viernes, 28 de febrero de 2025
Aquellas cátedras itinerantes nos habían merecido una reputación turbia entre las buenas comadres que encontrábamos al salir de la misa de cinco, y cambiaban de acera para no cruzarse con borrachos amanecidos. Pero la verdad es que no había parrandas más honradas Y fructíferas. Si alguien lo supo de inmediato fui yo, que los acompañaba en sus gritos de los burdeles sobre la obra de John Dos Passos o los goles desperdiciados por el Deportivo Junior. Tanto, que una de las graciosas hetairas de El Gato Negro, harta de toda una noche de disputas gratuitas, nos había gritado al pasar:
Fue Spinoza, sostiene, quien finalmente reemplazó la teología por la filosofía como principal forma de entender los problemas humanos y como fundamento racional de la política; fue Spinoza quien demostró que el conocimiento es democrático: en lo que respecta al conocimiento no hay grupos de interés (como los sacerdotes, abogados o doctores); fue Spinoza, más que cualquier otro pensador, el que convenció a sus contemporáneos de que el hombre era una criatura de la naturaleza, con un lugar racional en el reino animal; fue Spinoza quien convenció a los hombres y las mujeres de su época de que la libertad sólo podía comprenderse en un marco filosófico; fue Spinoza quien puso los cimientos del republicanismo y la democracia; fue Spinoza quien explicó que la consecuencia última de todas estas ideas era la tolerancia. Para Israel, Spinoza fue Newton, Locke, Descartes, Leibniz, Rousseau, Bayle, Hobbes y, sí, quizá Aristóteles en uno sólo; desde este punto de vista, el pensador más influyente desde Tomás de Aquino.
jueves, 27 de febrero de 2025
"La soledad no es sólo la ausencia de personas. Es la ausencia de un propósito, la ausencia de significado. Cuando te encuentras en un mundo donde todo parece ajeno y distante, donde cada conexión es superficial y cada intento de comprensión se encuentra con indiferencia, te das cuenta de que la verdadera soledad no es estar solo, sino sentirse solo en un mundo que ya no tiene sentido".
Haruki Murakami
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