viernes, 5 de septiembre de 2025

“Es curioso que la vida, mientras más vacía, más pesa.” — León Daudi


Hay frases que, como piedras arrojadas a un lago, generan ondas infinitas en nuestra mente. La de León Daudi es de ese tipo. A primera vista parece una contradicción: ¿cómo es posible que el vacío —que por definición carece de peso— se vuelva tan insoportable? Sin embargo, cualquiera que haya experimentado el hastío, la apatía o la pérdida de sentido sabe que un día sin propósito pesa más que uno lleno de trabajo o de amor.

El vacío existencial, al que se refirió Viktor Frankl, no es una nada ligera, sino un peso invisible que se acumula en los hombros. No es la ausencia de actividades lo que lo provoca, sino la ausencia de significado. Una agenda llena de actos mecánicos puede ser más vacía que una tarde solitaria mirando el horizonte, si en esa tarde hay un atisbo de reflexión o esperanza.

La vida vacía es pesada porque en ella no hay movimiento interno; es como cargar un cuerpo inerte: la inercia de la nada se vuelve un lastre. Cuando no tenemos algo que nos empuje hacia adelante, el tiempo se estanca y se siente más denso.

En una vida plena, el tiempo vuela porque cada instante está tejido con intención. Pero en la vida vacía, los minutos son como plomo: se sienten, se arrastran, y el día parece no acabar nunca. Este peso no se mide en kilogramos, sino en la densidad de la experiencia. Camus, en El mito de Sísifo, plantea que lo insoportable no es tanto el esfuerzo, sino la inutilidad del esfuerzo. Empujar una piedra cuesta arriba eternamente es un castigo no por el trabajo físico, sino por la futilidad de la tarea.

Quizá la vida vacía pesa porque nos recuerda, constantemente, que estamos vivos sin estar realmente viviendo. Hay una especie de dolor sordo en existir sin ejercer la potencia de lo que somos. El vacío, entonces, no es ausencia de carga: es ausencia de dirección, y esa ausencia nos deja a la deriva, cargando con nosotros mismos como un fardo.

La paradoja se rompe cuando comprendemos que el sentido no siempre está en grandes metas, sino en pequeñas conexiones: una conversación sincera, un acto de generosidad, un momento de contemplación. La vida, mientras más se llena de sentido —aunque sea con pequeñas chispas—, más ligera se siente, porque el peso se convierte en motor.

La vida vacía no es liviana. Es como un cofre sin tesoros que, sin embargo, duele cargar. El aire de sus adentros se enrarece y se vuelve plomo. Quien vive sin rumbo arrastra un peso que no se ve, un peso hecho de preguntas sin respuesta, de amaneceres que no llaman por su nombre, de noches que no esperan a nadie.

Y, sin embargo, basta una brizna de sentido, una chispa encendida en mitad del silencio, para que la carga se vuelva viaje, y el peso, en vez de aplastar, empuje hacia el horizonte. Porque no hay mayor ligereza que la de un corazón ocupado en vivir.


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