“Es curioso que la vida, mientras más vacía, más pesa.” — León Daudi
Hay
frases que, como piedras arrojadas a un lago, generan ondas infinitas
en nuestra mente. La de León Daudi es de ese tipo. A primera vista
parece una contradicción: ¿cómo es posible que el vacío —que por
definición carece de peso— se vuelva tan insoportable? Sin embargo,
cualquiera que haya experimentado el hastío, la apatía o la pérdida de
sentido sabe que un día sin propósito pesa más que uno lleno de trabajo o
de amor.
El vacío
existencial, al que se refirió Viktor Frankl, no es una nada ligera,
sino un peso invisible que se acumula en los hombros. No es la ausencia
de actividades lo que lo provoca, sino la ausencia de significado. Una
agenda llena de actos mecánicos puede ser más vacía que una tarde
solitaria mirando el horizonte, si en esa tarde hay un atisbo de
reflexión o esperanza.
La
vida vacía es pesada porque en ella no hay movimiento interno; es como
cargar un cuerpo inerte: la inercia de la nada se vuelve un lastre.
Cuando no tenemos algo que nos empuje hacia adelante, el tiempo se
estanca y se siente más denso.
En
una vida plena, el tiempo vuela porque cada instante está tejido con
intención. Pero en la vida vacía, los minutos son como plomo: se
sienten, se arrastran, y el día parece no acabar nunca. Este peso no se
mide en kilogramos, sino en la densidad de la experiencia. Camus, en El
mito de Sísifo, plantea que lo insoportable no es tanto el esfuerzo,
sino la inutilidad del esfuerzo. Empujar una piedra cuesta arriba
eternamente es un castigo no por el trabajo físico, sino por la
futilidad de la tarea.
Quizá
la vida vacía pesa porque nos recuerda, constantemente, que estamos
vivos sin estar realmente viviendo. Hay una especie de dolor sordo en
existir sin ejercer la potencia de lo que somos. El vacío, entonces, no
es ausencia de carga: es ausencia de dirección, y esa ausencia nos deja a
la deriva, cargando con nosotros mismos como un fardo.
La
paradoja se rompe cuando comprendemos que el sentido no siempre está en
grandes metas, sino en pequeñas conexiones: una conversación sincera,
un acto de generosidad, un momento de contemplación. La vida, mientras
más se llena de sentido —aunque sea con pequeñas chispas—, más ligera se
siente, porque el peso se convierte en motor.
La
vida vacía no es liviana. Es como un cofre sin tesoros que, sin
embargo, duele cargar. El aire de sus adentros se enrarece y se vuelve
plomo. Quien vive sin rumbo arrastra un peso que no se ve, un peso hecho
de preguntas sin respuesta, de amaneceres que no llaman por su nombre,
de noches que no esperan a nadie.
Y,
sin embargo, basta una brizna de sentido, una chispa encendida en mitad
del silencio, para que la carga se vuelva viaje, y el peso, en vez de
aplastar, empuje hacia el horizonte. Porque no hay mayor ligereza que la
de un corazón ocupado en vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario