Patrick Bateman sonríe, viste impecable, trabaja en un despacho exitoso y cena en los restaurantes más exclusivos de Manhattan. Pero detrás de esa sonrisa —de esos trajes Armani y esas tarjetas de presentación perfectas— no hay nada. Bret Easton Ellis construye a Bateman como un símbolo de la alienación más profunda: un hombre que ha perdido contacto con su propia humanidad, atrapado en un sistema que lo obliga a fingir constantemente que está vivo.
La
novela está plagada de escenas donde Bateman intenta imitar emociones
humanas. Finge empatía, interés o afecto, pero cada gesto es una máscara
más. No siente placer, ni culpa, ni amor; su vida está vacía de
sentido. En una sociedad que lo educó para competir, acumular y
aparentar, la sensibilidad es una debilidad y la introspección un lujo.
Ellis nos muestra cómo la cultura del éxito corporativo puede fabricar
seres humanos funcionales en lo externo pero completamente vacíos por
dentro.
La alienación de
Bateman no es un caso aislado: es el retrato de toda una generación que
se midió por lo que tenía, no por lo que era. En su mundo, las
conversaciones son catálogos de marcas; los vínculos amorosos, simples
exhibiciones de estatus. Es una sociedad que vive en piloto automático,
desconectada del sufrimiento, anestesiada por el consumo. Bateman solo
lleva esa desconexión al extremo, transformándola en violencia.
Cada
asesinato, cada estallido de brutalidad, puede leerse como un grito de
desesperación ante el vacío interior. Bateman mata porque no puede
sentir. Y en ese acto de horror, Ellis nos lanza una pregunta incómoda:
¿qué sucede con una sociedad que le teme más a la pobreza que a la
pérdida de su alma?
El
vacío detrás de la sonrisa de Patrick Bateman no es solo suyo. Es el
reflejo de una época que confundió el éxito con la humanidad, la
apariencia con la existencia. En ese vacío, Ellis encontró la voz más
incómoda y precisa de su tiempo.
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