viernes, 21 de noviembre de 2025

 

La realidad en dos tiempos

Hay frases que no describen el mundo: lo revelan. La de Ida Vitale es una de ellas. “La realidad son dos momentos: el momento en que uno lo vive y el momento infinito en que uno lo recuerda”. Ahí está contenida una intuición humana universal: la experiencia no termina cuando el suceso acaba, sino cuando se apaga su eco en la memoria, y a veces ese eco no se apaga nunca.

La vida, tal como la sentimos, no es un registro cronológico: es un palimpsesto. Un lugar donde lo vivido deja huellas que regresan, se reescriben, cambian de forma, y eventualmente se convierten en otra cosa. Lo que pasó —el instante breve, concreto, casi trivial— se vuelve un territorio vasto en el recuerdo. Allí, el suceso se despliega con libertad: lo reinterpretamos, lo ajustamos, lo embellecemos o lo herimos. En ese sentido, el recuerdo es menos fiel que la realidad… pero más verdadero para nosotros.

Quizá por eso los momentos que más pesan en la vida no son los más largos, sino los más intensos. Un abrazo que duró tres segundos puede ocupar veinte años. Una traición que ocurrió en un minuto puede reescribirse cien veces. Un paisaje visto desde la ventana del autobús, sin importancia para nadie más, puede instalarse para siempre como un refugio personal. El instante es finito; la memoria, expansiva.

Hay algo formidable y algo trágico en esto. Formidable, porque nos permite revivir lo amado. Trágico, porque también nos condena a no soltar del todo aquello que nos hirió. Vivimos dos veces: una en el cuerpo, otra en la mente. La primera es incontrolable; la segunda, interminable.

Ida Vitale sugiere algo más sutil: que la vida se vuelve narrativa apenas sucede. El tiempo no avanza en línea recta, sino que hace remolinos. Cada recuerdo es también un intento de darle sentido a lo ocurrido. Por eso la memoria no es un archivo: es un autor. Escribe, reescribe, borra y reinventa. A veces, incluso nos miente para protegernos. Y otras veces nos muestra, con crudeza, la verdad que no pudimos ver cuando aquel instante estaba vivo.

La pregunta inevitable es: ¿cuál de esas dos realidades pesa más? ¿La que vivimos o la que recordamos? ¿La del mundo o la de la conciencia?

No hay respuesta final, pero quizá podemos intuir una: somos más nuestros recuerdos que nuestros instantes. Lo que vivimos nos forma; lo que recordamos nos define. La realidad concreta nos toca; la realidad infinita nos habita.

Y aun así, hay un remanso de esperanza en esta dualidad. Si todo momento se prolonga en el infinito del recuerdo, también podemos elegir —aunque sea a veces— cómo contar lo que nos pasó. Podemos mirar de nuevo lo vivido, esta vez con compasión, con humor, con valentía, con la luz que no teníamos entonces. Podemos, sin traicionar los hechos, reconciliarnos con su significado.

La memoria, al final, es el lugar donde negociamos nuestra propia historia.

Quizá lo que Ida Vitale nos dice, sin decirlo, es que la vida ocurre dos veces: la primera nos sorprende, la segunda nos explica. Y en esa explicación infinita vamos construyendo quiénes somos.

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