sábado, 22 de noviembre de 2025

 

“Una maldita cosa después de otra”: La historia según Rudge

En The History Boys, Alan Bennett deja caer una de esas frases que se quedan vibrando mucho después de que la escena termina. La señora Lintott, profesora de historia, le pide a Rudge —el estudiante más parco, menos brillante, pero también el más honesto— que defina qué es la historia. Y él responde:

“La historia es una maldita cosa después de otra.”

Lo que parece una broma seca contiene, en realidad, una crítica profunda al modo en que entendemos y enseñamos la historia.

El filo de la ironía

Rudge no ofrece una definición elevada ni académica. No habla de procesos, estructuras, mentalidades o civilizaciones. No parece interesado en impresionar a nadie. Su respuesta es mínima, casi infantil, y por eso mismo funciona como un martillazo: desmonta la solemnidad con la que solemos envolver el pasado.

La frase se vuelve irónica porque exhibe la pretensión del discurso histórico tradicional. Mientras los adultos construyen explicaciones elaboradas, Rudge señala, sin pretenderlo, que bajo todos esos capítulos ordenados solo hay una secuencia de hechos que se acumuló porque así ocurrió. Nada más.

Una postura fatalista, pero no equivocada

En su sencillez brutal, la frase transmite un fatalismo: la historia no avanza con rumbo fijo, no está guiada por un destino, no posee una trama secreta ni una lógica inevitable. Es caos, accidente, oportunidad y error.
Una guerra empieza por un asesinato. Un imperio cae por una mala cosecha. Una nación cambia porque un burócrata firmó algo sin leerlo del todo.

Visto de cerca, el pasado es un montón de decisiones humanas —y muchas veces inhumanas— sin un orden claro. Lo que los libros transforman en narrativa, primero fue un desorden.

Rudge pone en palabras el lado más crudo de esta idea: la historia no es teleológica; no se dirige hacia un punto. Simplemente sucede.

Realismo frente a las grandes narrativas

Alan Bennett utiliza la frase de Rudge como un antídoto frente a las narrativas épicas que convierten la historia en cuento de hadas: “la marcha del progreso”, “el triunfo de la razón”, “el ascenso inevitable de la democracia”, “la caída natural de los imperios”.

Estas construcciones sirven para explicar, sí, pero también para tranquilizarnos. Ofrecen coherencia donde quizá solo hubo improvisación.
Rudge, sin proponérselo, nos recuerda que el pasado es un campo de batalla de versiones: lo que parece un proceso racional desde lejos fue, en realidad, una serie de contingencias que después ordenamos para que tenga sentido.

Es decir: la historia no viene con capítulos; se los ponemos después.

Una crítica a la educación y al artificio

En la obra, los maestros buscan que los estudiantes piensen de manera brillante, que produzcan definiciones elegantes, complejas, “oxonienses”. Rudge es lo contrario a ese ideal.
Y aun así, su comentario condensa más verdad que varias páginas de teoría.

Bennett juega con la idea de que la educación a veces complica lo simple y pule tanto el lenguaje que termina alejándose de lo real.
Rudge, quien no es considerado el más inteligente de la clase, evidencia que la lucidez no siempre se expresa con tecnicismos.

El golpe final

“La historia es una maldita cosa después de otra.”
La frase funciona porque es honesta. Porque reconoce que el pasado no está hecho de certezas, sino de acumulaciones. Porque recuerda que los historiadores no encuentran orden: lo fabrican.

Y, sobre todo, porque nos obliga a desconfiar de quienes aseguran que la historia tiene una dirección fija o una lección infalible.
Quizá la única certeza es la que ofrece Rudge: antes de cualquier interpretación, lo que existe es la pura sucesión de lo humano.

Una cosa.
Luego otra.
Y luego otra más.

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