La memoria como segunda ontología
Cuando algo nos ocurre, la experiencia se inscribe en la existencia en su forma más primaria: es sensación, acontecimiento, choque con el mundo. Ahí domina la inmediatez, la precariedad del instante, lo que Heidegger llamó “estar-arrojado” a la situación. No entendemos del todo lo que vivimos mientras lo vivimos; lo padecemos, lo gozamos, lo atravesamos. El presente es denso, pero opaco.
En cambio, el recuerdo opera en otra dimensión. No es ya acontecimiento, sino retorno. No es impacto, sino elaboración. Allí el tiempo se expande: un minuto puede convertirse en universo. El pasado, al ser recordado, deja de ser estrictamente pasado: se reactualiza, se resignifica y se vuelve presente para la mente. En ese sentido, la memoria no es simplemente la conservación de lo vivido, sino su segunda vida. Su tiempo infinito.
La filosofía ha intentado resolver esta duplicidad desde siempre. Bergson habló de la duración como flujo en el que el pasado continúa actuando en el presente. Ricoeur afirmó que la memoria es ya interpretación, que recordamos para narrarnos. Incluso Nietzsche comprendió que la memoria puede ser tanto fuerza vital como carga insoportable. Todos, de una u otra manera, reconocieron esta fractura: lo que pasó y lo que permanece en nosotros nunca son idénticos.
Porque el recuerdo no es repetición: es creación. Modifica, selecciona, exagera, omite. La experiencia original es finita, pero la mente la somete a infinitos montajes. Y ese trabajo silencioso —continuo, involuntario, inevitable— es lo que verdaderamente estructura nuestra identidad. No somos lo que vivimos, sino lo que recordamos de lo que vivimos. La memoria es nuestra metafísica cotidiana.
El punto crucial de Vitale es que la realidad misma se bifurca. Lo real no está sólo en el acto, sino también —quizá sobre todo— en la interpretación posterior. Ambiguamente, el instante vivido es más verdadero, pero el recuerdo es más decisivo. Lo primero nos ocurre; lo segundo nos constituye.
En esta doble realidad opera una tensión fundamental de la existencia humana: entre el tiempo lineal de los hechos y el tiempo circular de la conciencia. El primero avanza y desaparece; el segundo vuelve y permanece. Por eso toda vida humana es, en rigor, una vida dos veces vivida.
Y quizá en esto reside la dimensión más profunda de la frase: el ser humano no es un animal del presente, sino un habitante del después. Nuestros actos terminan; sus significados no. El instante se extingue, pero la memoria lo mantiene en circulación simbólica, reescribiéndolo hasta volverlo parte del tejido íntimo de nuestro ser.
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