El hombre que se acostumbra a todo: la bendición y la maldición de nuestra especie
“El hombre es un ser que se acostumbra a todo; esa es, pienso, su mejor definición.”
— Fiódor Dostoievski
Pocas frases capturan tan bien el dilema central de la condición humana. Dostoievski no lo escribió desde la comodidad de un café literario: lo pensó después de haber estado en un presidio de Siberia, viendo cómo personas torturadas física y psicológicamente terminaban adaptándose a condiciones que deberían destruir cualquier voluntad. Y sin embargo, la frase no es solo una observación sobre el sufrimiento: es un diagnóstico profundo de nuestra plasticidad.
Adaptación: el don evolutivo que nos hizo invencibles
Los humanos sobrevivimos porque podemos ajustarnos a casi cualquier
entorno: desiertos, glaciares, selvas, ciudades hostiles, sistemas
políticos opresores, rutinas miserables…
La adaptación es lo que nos permitió prosperar.
Pero esa misma capacidad es un arma de doble filo: no solo nos acostumbramos a lo que nos ayuda, sino también a lo que nos destruye.
La costumbre como atajo mental
El cerebro odia el gasto energético. Si puede convertir algo en hábito, lo hará.
Y ahí está la trampa: cuando el dolor, la injusticia o la mediocridad se vuelven rutina, dejan de parecer escandalosos.
Por eso la gente termina aceptando:
- trabajos que detestan
- relaciones que los desgastan
- gobiernos corruptos
- violencias normalizadas
- ciudades donde nadie se mira a los ojos
- sistemas injustos que los aplastan lentamente
La costumbre anestesia.
Uno no se da cuenta del veneno cuando lo toma cada día en dosis pequeñas.
La parte luminosa: la resiliencia
La frase también tiene un costado esperanzador: el hombre se acostumbra a empezar de nuevo, a esforzarse, a luchar, a soportar y a crecer.
Después de una pérdida terrible, alguien vuelve a reír.
Después de una traición, alguien vuelve a confiar.
Después de una derrota, alguien vuelve a intentarlo.
La adaptación hace posible la vida después del desastre.
El riesgo moral: acostumbrarse al horror
Esto es lo que más preocupa a Dostoievski: que la costumbre puede convertir lo inaceptable en normal.
Los campos de concentración, las prisiones llenas de inocentes, los
barrios donde la pobreza es permanente, los gobiernos que repiten
abusos… todo eso se sostiene porque la gente aprende a vivir con ello.
El verdadero peligro no está en el mal en sí, sino en la capacidad de la sociedad para tolerarlo.
Más aún: para olvidarlo.
El desafío ético: entrenar la sensibilidad
Si la costumbre es inevitable, ¿qué podemos hacer?
La respuesta es simple y difícil: entrenar la sensibilidad moral, impedir que el corazón se vuelva duro.
No permitir que lo injusto se vuelva paisaje.
- Reaccionar cuando haya abuso.
- Recordar que lo indignante debe seguir indignando.
- Mirar la realidad de frente y no por filtros que la suavicen.
- Revisar la propia vida para detectar dónde ya te “acostumbraste” a lo que no deberías aceptar.
Dostoievski no quería que dejáramos de acostumbrarnos a las cosas —eso es imposible—, sino que eligiéramos a qué sí y a qué no.
Conclusión: el don que exige vigilancia
Somos animales de costumbre: capaces de convertir cualquier entorno en hogar, incluso si ese hogar es una caverna oscura.
La grandeza humana está en aprender a usar esa capacidad como fuerza
para seguir adelante y no como excusa para permanecer en lo que nos
lastima.
La costumbre es un motor, pero también es una trampa.
La frase de Dostoievski nos obliga a preguntarnos:
¿A qué me he acostumbrado que ya no debería tolerar?
Cuando uno se hace esa pregunta con honestidad brutal, empieza el cambio.
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