–¿Almorzamos?
–No hay hambre, maestro -le dije. La réplica era directa en el código de la tribu: si decía que sí era porque estaba en un apuro urgente, tal vez con dos días de pan y agua, y en ese caso me iba con él sin más comentarios y quedaba claro que se las arreglaba para invitarme. La respuesta no hay hambre- podía significar cualquier cosa, pero era mi modo de decirle que no tenía problemas con el almuerzo. Quedamos en vernos en la tarde, como siempre, en la librería Mundo.
Poco después del mediodía llegó un hombre joven que parecía un artista de cine. Muy rubio, de piel cuarteada por la intemperie, los ojos de un azul misterioso y una cálida voz de armonio. Mientras hablábamos sobre la revista de aparición inminente, trazó en la cubierta del escritorio el perfil de un toro bravo con seis trazos magistrales, y lo firmó con un mensaje para Fuenmayor. Luego tiró el lápiz en la mesa y se despidió con un portazo. Yo estaba tan embebido en la escritura, que no miré siquiera el nombre en el dibujo. Así que escribí el resto del día sin comer ni beber, y cuando se acabó la luz de la tarde tuve que salir a tientas con los primeros esbozos de la nueva novela, feliz con la certidumbre de haber encontrado por fin un camino distinto de algo que escribía sin esperanzas desde hacía más de un año.
Sólo esa noche supe que el visitante de la tarde era el pintor Alejandro Obregón, recién llegado de otro de sus muchos viajes a Europa. No sólo era desde entonces uno de los grandes pintores de Colombia, sino uno de los hombres más queridos por sus amigos, y había anticipado su regreso para participar en el lanzamiento de Crónica . Lo encontré con sus íntimos en una cantina sin nombre en el callejón de la Luz, en pleno Barrio Abajo, que Alfonso Fuenmayor había bautizado con el título de un libro reciente de Graham Greene: El tercer hombre . Sus regresos eran siempre históricos, y el de aquella noche culminó con el espectáculo de un grillo amaestrado que obedecía como un ser humano las órdenes de su dueño. Se paraba en dos patas, extendía las alas, cantaba con silbos rítmicos y agradecía los aplausos con reverencias teatrales. Al final, ante el domador embriagado con la salva de aplausos, Obregón agarró el grillo por las alas con la punta de los dedos, y ante el asombro de todos se lo metió en la boca y lo masticó vivo con un deleite sensual. No fue fácil reparar con toda clase de mimos y dádivas al domador inconsolable, más tarde me enteré de que no era el primer grillo que Obregón se comía vivo en espectáculo público, ni sería el último.
García Márquez
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