«Yo no estoy sola en este podio… Hay voces a mi alrededor, cientos de voces. Ellas siempre han estado conmigo, desde la infancia. Me crié en el campo. De niños, nos encantaba jugar al aire libre, pero al caer la noche, las voces cansadas de las mujeres de los pueblos que se reunían en los bancos cerca de sus casas nos atraían como imanes. Ninguna de ellas tenía esposos, padres o hermanos. No recuerdo a los hombres en nuestra aldea después de la Segunda Guerra Mundial: durante la guerra, uno de cada cuatro bielorrusos pereció, ya sea luchando en el frente o con los partisanos. Después de la guerra, nosotros, los niños, vivíamos en un mundo de mujeres. Lo que más recuerdo es que las mujeres hablaban sobre el amor, no la muerte. Contaban historias acerca de despedir a los hombres que amaban el día antes de ir a la guerra, hablaban sobre que esperarían por ellos, y la forma en que todavía estaban esperando. Los años pasaron, pero la espera continuaba: “No me importa si él perdió sus brazos y piernas, yo lo llevaría”. Sin brazos… ni piernas… Creo que he sabido qué es el amor desde la infancia… Aquí están algunas melodías tristes del coro que escucho… Primera voz ¿Por qué quieres saber sobre esto? Es tan triste. Conocí a mi esposo durante la guerra. Yo era parte del personal de un tanque que avanzaba hacia Berlín. Recuerdo, estábamos parados cerca del Reichstag —aún no era mi esposo— y me dijo: “Casémonos. Te amo”. Estaba tan confundida, habíamos estado viviendo entre mugre, suciedad y sangre toda la guerra, no habíamos escuchado sino obscenidades. Respondí: “Primero, haz de mí una mujer: regálame flores, susúrrame tonterías dulces. Cuando esté desmovilizada, me haré un vestido”. Estaba tan trastornada que quería golpearlo. Él sentía todo eso. Una de sus mejillas estaba gravemente quemada, tenía cicatrices, vi lágrimas corriendo a través de ellas. “Está bien, me casaré contigo” —dije— así como así… No podía creer que lo dijera… Todo a nuestro alrededor eran cenizas y ladrillos aplastados, en resumen: guerra. Segunda voz Vivíamos cerca de la planta nuclear de Chernóbil. Yo estaba trabajando en una panadería haciendo pasteles. Mi esposo era bombero. Acabábamos de casarnos y solíamos tomarnos de la mano incluso cuando íbamos a la tienda. El día en que el reactor explotó, mi esposo estaba de guardia en la estación de bomberos. Él respondió al llamado usando una camisa, en su ropa normal. Hubo una explosión en la planta nuclear y no les entregaron trajes especiales. Esa era la forma en que vivíamos… Ya sabes. Trabajaron toda la noche sofocando el fuego, y recibieron dosis letales de radiación. A la mañana siguiente, fueron trasladados directamente hacia Moscú. Si eres severamente afectado por la radiación, no vives más allá de un par de semanas… Mi esposo era fuerte, un atleta, y fue el último en morir. Cuando llegué a Moscú me dijeron que estaba en un cuarto de aislamiento especial y que no se permitía entrar. “Pero yo lo amo”, supliqué. “Los soldados están haciéndose cargo de él. ¿A dónde crees que vas?”. “Yo lo amo…”. Intentaron convencerme: “Este ya no es el hombre que amabas, es un objeto que necesita descontaminarse. ¿Entiendes?”. Seguía diciéndome lo mismo una y otra vez: “Lo amo, lo amo…”. En la noche, subiría por la escalera de emergencia para ver si lograba verlo, o sobornaría a la guardia nocturna, pagaría para que me dejaran entrar… No lo abandonaría, estaría con él hasta el final… Unos meses después de su muerte, di a luz a una niña, pero solo vivió unos días. Ella… Estábamos tan emocionados con ella, y yo la maté… Ella me salvó, absorbió toda la radiación. Eran tan tan pequeñita… Y yo los amaba a los dos. ¿Cómo puede el amor ser sacrificado? ¿Por qué son el amor y la muerte tan cercanos? Siempre vienen juntos. ¿Quién puede explicar eso? En la tumba, solo me arrodillé.

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