La represión: sombra que no se anuncia
La represión no es una decisión, es una obra silenciosa que el alma monta para no desbordarse. No se “elige” reprimir; la represión sucede cuando la vida nos presenta algo que nuestro yo no puede soportar y, para sobrevivir, lo apaga. Es un gesto antiguo: la mente, como un guardián cansado, empuja al sótano aquello que hace temblar los cimientos.
Piensa en María, que de niña sufrió burlas y golpes. Cuando llega la adolescencia, ciertos ruidos, olores o frases la paralizan; intenta no pensar. A los veinte años se repite: “No quiero volver a eso”. Con el tiempo deja de sentir la emoción; no porque el dolor haya desaparecido, sino porque la puerta se cerró. Cuando, veinte años después, alguien menciona la infancia, María siente un vacío: no encuentra las imágenes, sólo un frío amable que la protege. Eso es represión: algo que fue vivo y se convirtió en silencio.
¿Por qué la mente reprime? Porque el dolor puede ser injertado en identidad. Si recordar equivale a dañarse —porque el recuerdo amenaza la imagen que tengo de mí o de quienes me cuidaron— el psiquismo reconoce un cálculo elemental: preservar la continuidad aunque sea a costa de la verdad completa. Reprimir es una forma de economía psíquica; protege, pero cobra su precio en forma de síntomas, repeticiones y decisiones inconscientes.
La represión no vive sola. Se alimenta de la supresión —esa elección consciente de no pensar— y de la negación social que rodea muchos dolores (nostalgia, violencia, vergüenza). Cuando repetimos la supresión —“no pienso en eso”— con disciplina, damos tiempo para que la represión se instale: la represión toma lo que la voluntad dejó sin atención y lo hace inaccesible.
El problema no es solo ético o moral; es práctico. Lo reprimido actúa como un motor en la sombra. Una persona que no recuerda un abandono puede desarrollar una sospecha crónica: se retira antes de que el otro la deje, sabotea vínculos, elige parejas que confirman su expectativa de rechazo. Lo reprimido se convierte en guion: una dramaturgia inconsciente que produce el mismo final que la herida original.
¿Cómo reconocer la represión? Por sus huellas: sueños vagos que rehúyen detalles; reacciones desproporcionadas ante situaciones que, en apariencia, son pequeñas; vacíos de memoria sobre periodos concretos; síntomas corporales inexplicables (dolor, insomnio, tensión). Y, sobre todo, por la sensación de “no entender por qué hago esto”. Esa ignorancia no es inocente: es producto de lo que no se permite aparecer.
La buena noticia es que lo reprimido puede volver a la luz sin destruirnos. No se trata de “abrir la caja” a la fuerza —esa es una invitación a la revictimización— sino de preparar suelo seguro: estabilizar las emociones, aprender a regular el cuerpo, permitir pequeñas aperturas y poner palabras donde había silencio. El proceso es gradual: primero la observación —notar la emoción sin fusilarla—, luego la narración —poner en lenguaje lo que era mudo— y, finalmente, la integración —reubicar el recuerdo en la biografía sin que mande la vida presente.
Un gesto simple que suele funcionar es el siguiente: cuando una sensación intensa surge, nombrarla con precisión: “Siento temor en el pecho”; esperar la respiración; dejar que la sensación varíe. No es una técnica milagrosa, pero permite que lo reprimido toque la superficie y no explote como un volcán. Con acompañamiento profesional, esas pequeñas ventanas van agrandándose hasta que la historia del recuerdo deja de gobernarnos en automático.
La represión, en suma, es la sombra que la mente produce para que podamos seguir. Es un artificio protector que, con tiempo, nos demanda ser vistos. Curar la represión no es borrar la sombra; es devolverle forma, palabra y lugar. Es transformar una amenaza muda en un capítulo del pasado que puede contarse sin que la vida se rompa.
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