La Leyenda Oscura de Jack-o’-Lantern
Dicen
que en las tierras húmedas y brumosas de Irlanda, donde la noche parece
respirar entre los árboles torcidos, vivió un hombre al que llamaban
Stingy Jack —Jack el Tacaño.
No era un apodo puesto
al azar: Jack era avaro incluso con su propia sombra. Si encontraba una
moneda en el lodo, discutía con la luna para no pagar el precio de la
luz que lo ayudó a verla.
Jack
bebía en las tabernas lúgubres donde el viento aullaba por las
rendijas, y allí comenzó la historia que torció su destino. Cierta
noche, mientras el fuego chisporroteaba en la chimenea como si ardieran
almas dentro, Jack se topó con un desconocido de sonrisa demasiado
afilada para ser humana. El Diablo había venido a cobrar su alma.
Pero Jack tenía astucia de serpiente y lengua de mercader.
Le
pidió al Diablo que lo acompañara en un último trago antes de
llevárselo. El Demonio, divertido, accedió. Cuando llegó el momento de
pagar, Jack fingió no tener dinero y le dijo al Diablo que, si de verdad
era tan poderoso, se transformara en una moneda. El Diablo, vanidoso y
burlón, aceptó.
Apenas el
Diablo se convirtió en moneda, Jack la guardó junto a una cruz de
plata. El metal ardió como el infierno sofocado, y el Diablo quedó
atrapado, retorciéndose impotente. Jack lo soltó sólo después de hacerle
prometer que no reclamaría su alma por diez años.
El pacto se cumplió. Diez años después, el Diablo regresó.
Esta
vez Jack pidió una última voluntad: probar una manzana de un viejo
árbol a la orilla del cementerio. El Diablo subió al árbol, y en un
movimiento tan rápido como ruin, Jack talló una cruz en el tronco,
atrapándolo de nuevo.
El Diablo rugió, pero no podía bajar.
Jack
sonrió con la satisfacción de un hombre que cree haber vencido incluso a
la muerte y le arrancó un nuevo trato: que jamás pudiera ir al
infierno.
Años después, cuando Jack finalmente murió, su alma llegó a las puertas del Cielo.
Pero allí le recordaron quién había sido: tramposo, avaro, mentiroso.
El Cielo no es refugio para los que se ríen de la bondad, así que fue rechazado.
Jack bajó al Infierno, buscando el destino que él mismo había hecho imposible.
El Diablo lo miró con un odio antiguo, casi agradecido por tener la excusa perfecta:
—Un trato es un trato, Jack —dijo con un tono que helaba incluso el fuego eterno—. No puedes entrar.
Jack suplicó, pues la oscuridad absoluta lo esperaba ahí afuera.
Como
burla final, el Diablo le arrojó un carbón ardiente —un fragmento del
fuego infernal— para que iluminara su camino por la eternidad.
Jack,
temblando, ahuecó un nabo y puso dentro el carbón, para que la llama
maldita no se apagara con el viento de las almas errantes.
Desde
entonces, Jack vaga en la noche, entre los límites del mundo de los
vivos y los muertos, condenado a caminar sin descanso por caminos
rurales, pantanos y cementerios, con su linterna macabra iluminando la
niebla.
A veces, los viajeros nocturnos juran ver una luz solitaria en el campo, moviéndose sin cuerpo que la sostenga.
Si la sigues, te perderás.
Si corres, podría seguirte.
Y si alguna vez ves una luz bailar entre los árboles, evita llamarla por su nombre…
porque el viento podría susurrarlo de vuelta:
Jack-o’-Lantern.
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