miércoles, 5 de noviembre de 2025

 🕯️ La Leyenda Oscura de Jack-o’-Lantern


Dicen que en las tierras húmedas y brumosas de Irlanda, donde la noche parece respirar entre los árboles torcidos, vivió un hombre al que llamaban Stingy Jack —Jack el Tacaño.
No era un apodo puesto al azar: Jack era avaro incluso con su propia sombra. Si encontraba una moneda en el lodo, discutía con la luna para no pagar el precio de la luz que lo ayudó a verla.

Jack bebía en las tabernas lúgubres donde el viento aullaba por las rendijas, y allí comenzó la historia que torció su destino. Cierta noche, mientras el fuego chisporroteaba en la chimenea como si ardieran almas dentro, Jack se topó con un desconocido de sonrisa demasiado afilada para ser humana. El Diablo había venido a cobrar su alma.

Pero Jack tenía astucia de serpiente y lengua de mercader.
Le pidió al Diablo que lo acompañara en un último trago antes de llevárselo. El Demonio, divertido, accedió. Cuando llegó el momento de pagar, Jack fingió no tener dinero y le dijo al Diablo que, si de verdad era tan poderoso, se transformara en una moneda. El Diablo, vanidoso y burlón, aceptó.

Apenas el Diablo se convirtió en moneda, Jack la guardó junto a una cruz de plata. El metal ardió como el infierno sofocado, y el Diablo quedó atrapado, retorciéndose impotente. Jack lo soltó sólo después de hacerle prometer que no reclamaría su alma por diez años.

El pacto se cumplió. Diez años después, el Diablo regresó.
Esta vez Jack pidió una última voluntad: probar una manzana de un viejo árbol a la orilla del cementerio. El Diablo subió al árbol, y en un movimiento tan rápido como ruin, Jack talló una cruz en el tronco, atrapándolo de nuevo.
El Diablo rugió, pero no podía bajar.
Jack sonrió con la satisfacción de un hombre que cree haber vencido incluso a la muerte y le arrancó un nuevo trato: que jamás pudiera ir al infierno.

Años después, cuando Jack finalmente murió, su alma llegó a las puertas del Cielo.
Pero allí le recordaron quién había sido: tramposo, avaro, mentiroso.
El Cielo no es refugio para los que se ríen de la bondad, así que fue rechazado.

Jack bajó al Infierno, buscando el destino que él mismo había hecho imposible.
El Diablo lo miró con un odio antiguo, casi agradecido por tener la excusa perfecta:

—Un trato es un trato, Jack —dijo con un tono que helaba incluso el fuego eterno—. No puedes entrar.

Jack suplicó, pues la oscuridad absoluta lo esperaba ahí afuera.
Como burla final, el Diablo le arrojó un carbón ardiente —un fragmento del fuego infernal— para que iluminara su camino por la eternidad.

Jack, temblando, ahuecó un nabo y puso dentro el carbón, para que la llama maldita no se apagara con el viento de las almas errantes.
Desde entonces, Jack vaga en la noche, entre los límites del mundo de los vivos y los muertos, condenado a caminar sin descanso por caminos rurales, pantanos y cementerios, con su linterna macabra iluminando la niebla.

A veces, los viajeros nocturnos juran ver una luz solitaria en el campo, moviéndose sin cuerpo que la sostenga.
Si la sigues, te perderás.
Si corres, podría seguirte.

Y si alguna vez ves una luz bailar entre los árboles, evita llamarla por su nombre…
porque el viento podría susurrarlo de vuelta:

Jack-o’-Lantern.

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