viernes, 7 de noviembre de 2025

 El espejismo del alcance: cuando la voz sustituye al pensamiento

Vivimos en una época donde la visibilidad se confunde con la sabiduría. Las redes sociales, con su capacidad de multiplicar voces en segundos, han creado una ilusión peligrosa: quien tiene alcance parece automáticamente tener profundidad. Y no, no es lo mismo.

Un comediante, un conductor de televisión o un influencer puede lanzar una opinión ligera sobre política, ciencia o filosofía y, por el simple hecho de llegar a millones de pantallas, esa opinión adquiere un peso indebido. La audiencia masiva confunde la popularidad con autoridad intelectual. Lo que antes quedaba en la esfera del entretenimiento —un chiste, una frase ingeniosa, una ocurrencia pasajera— ahora circula como si fuera análisis serio.

El problema no es que cualquiera opine; la libertad de expresión es valiosa. El problema es que se ha perdido el hábito del contrapeso. La crítica pública, la corrección argumentada, la capacidad de señalar: “eso que acabas de decir es superficial, equivocado o plano”. Hoy, al que intenta hacerlo, lo llaman amargado o elitista. La comodidad de aplaudir memes ha reemplazado la incomodidad de pensar.

Pero pensar exige más que ocurrencias virales. Exige contexto, estudio, paciencia, dudas. La profundidad no se mide en likes ni en retuits: se mide en la capacidad de iluminar un problema complejo sin reducirlo a una caricatura. En la responsabilidad de reconocer límites, de aceptar “esto no lo sé” antes de pontificar.

Si algo necesita nuestra cultura digital es recordar que el alcance no otorga sabiduría. Que puedes tener millones de seguidores y seguir diciendo tonterías. Que la verdadera profundidad se demuestra no con volumen de voz, sino con claridad de ideas. Y que la crítica bien fundamentada no es censura, sino un ejercicio de salud pública para la conversación.

De lo contrario, corremos el riesgo de vivir en un mundo donde la estupidez amplificada suene más fuerte que la razón. Y ese, sin duda, es el peor ruido al que una sociedad puede acostumbrarse.

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