miércoles, 5 de noviembre de 2025

 Antes del papel — Los orígenes del registro humano


Antes de que existiera la escritura, ya existía el impulso.
El ser humano, ese animal inquieto y memorioso, sintió desde sus albores la necesidad de dejar constancia: de que algo quedara después del grito, del fuego o del sueño. En las paredes húmedas de las cavernas, las primeras manos se posaron para decir: yo estuve aquí.

Aquel gesto —una simple silueta roja sobre piedra— fue el primer libro sin páginas. Cada trazo de carbón o de ocre era una afirmación silenciosa de existencia y de pensamiento. Las pinturas rupestres de Lascaux o Altamira no eran meras decoraciones: eran mapas mentales, relatos de caza, oraciones, mitos. El hombre comenzaba a hablar con la materia.

Con el paso de los milenios, la memoria oral se hizo insuficiente. La complejidad de las aldeas, el comercio y la religión exigían precisión: números, nombres, fechas. Y entonces, el barro se volvió palabra. En Mesopotamia, hacia el 3200 a.C., los escribas sumerios marcaron tablillas húmedas con una caña afilada: nacía la escritura cuneiforme.
Aquellas tablillas no eran obras literarias: eran registros contables, inventarios de grano, deudas, tributos. Pero sin saberlo, aquellos burócratas de la antigüedad estaban trazando la frontera entre la historia y la prehistoria.

Egipto siguió con sus jeroglíficos, grabados en piedra o en papiros de fibras trenzadas. La palabra se hizo símbolo sagrado. Los escribas eran los guardianes del conocimiento, y su oficio, una forma de poder. El saber no era libre: pertenecía a los templos, a los dioses, a los reyes.

En China, la seda y el bambú fueron las primeras páginas. En Mesoamérica, los mayas y mexicas tallaron su sabiduría en códices pintados, donde la imagen y el signo se confundían. El mundo entero, desde distintas costas del tiempo, buscaba lo mismo: que el pensamiento no muriera con quien lo pensó.

Pero aún faltaba algo. La palabra seguía siendo lenta, única, irrepetible. Cada copia era una obra de paciencia. La historia avanzaba a ritmo de pluma y cincel.

El fuego ya estaba encendido, pero aún no tenía su chispa definitiva.
Esa chispa llegaría siglos después, cuando el deseo de multiplicar las ideas se convirtiera en la mayor revolución silenciosa de la humanidad.

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