Antes del papel — Los orígenes del registro humano
Antes de que existiera la escritura, ya existía el impulso.
El
ser humano, ese animal inquieto y memorioso, sintió desde sus albores
la necesidad de dejar constancia: de que algo quedara después del grito,
del fuego o del sueño. En las paredes húmedas de las cavernas, las
primeras manos se posaron para decir: yo estuve aquí.
Aquel
gesto —una simple silueta roja sobre piedra— fue el primer libro sin
páginas. Cada trazo de carbón o de ocre era una afirmación silenciosa de
existencia y de pensamiento. Las pinturas rupestres de Lascaux o
Altamira no eran meras decoraciones: eran mapas mentales, relatos de
caza, oraciones, mitos. El hombre comenzaba a hablar con la materia.
Con
el paso de los milenios, la memoria oral se hizo insuficiente. La
complejidad de las aldeas, el comercio y la religión exigían precisión:
números, nombres, fechas. Y entonces, el barro se volvió palabra. En
Mesopotamia, hacia el 3200 a.C., los escribas sumerios marcaron
tablillas húmedas con una caña afilada: nacía la escritura cuneiforme.
Aquellas
tablillas no eran obras literarias: eran registros contables,
inventarios de grano, deudas, tributos. Pero sin saberlo, aquellos
burócratas de la antigüedad estaban trazando la frontera entre la
historia y la prehistoria.
Egipto
siguió con sus jeroglíficos, grabados en piedra o en papiros de fibras
trenzadas. La palabra se hizo símbolo sagrado. Los escribas eran los
guardianes del conocimiento, y su oficio, una forma de poder. El saber
no era libre: pertenecía a los templos, a los dioses, a los reyes.
En
China, la seda y el bambú fueron las primeras páginas. En Mesoamérica,
los mayas y mexicas tallaron su sabiduría en códices pintados, donde la
imagen y el signo se confundían. El mundo entero, desde distintas costas
del tiempo, buscaba lo mismo: que el pensamiento no muriera con quien
lo pensó.
Pero aún
faltaba algo. La palabra seguía siendo lenta, única, irrepetible. Cada
copia era una obra de paciencia. La historia avanzaba a ritmo de pluma y
cincel.
El fuego ya estaba encendido, pero aún no tenía su chispa definitiva.
Esa
chispa llegaría siglos después, cuando el deseo de multiplicar las
ideas se convirtiera en la mayor revolución silenciosa de la humanidad.
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