domingo, 30 de noviembre de 2025
Los psicólogos Dacher Keltner y Paul Piff vigilaron cruces en los que había señales de stop y encontraron que las personas que conducían automóviles caros eran cuatro veces menos propensas a detenerse comparadas con los conductores de vehículos más modestos
Esto sucede por una mezcla poderosa de psicología individual, estatus social, y contexto cultural. Te lo desmenuzo con claridad:
1. Efecto psicológico del estatus: “yo importo más”
Los estudios de Keltner y Piff muestran consistentemente que el poder —o la sensación de tenerlo— reduce la empatía y la atención al otro.
Cuando una persona se siente “por encima”, aunque sea por algo tan simple como el tipo de coche que maneja, tiende a:
- Percibir menos las normas sociales.
- Sobreestimar su derecho a avanzar primero.
- Minimizar el riesgo (cree que controla más de lo que realmente controla).
- Ver a los demás como “obstáculos” más que como iguales.
No es que todos los ricos sean así, pero el sentimiento de privilegio se puede activar incluso en alguien de clase media que renta un carro caro.
2. El coche como extensión del yo
Los coches caros funcionan como un símbolo de estatus. Las personas que conducen estos autos:
- Sienten que están “autorizadas” a ir más rápido.
- Tienen una identidad ligada a la idea de éxito, eficiencia, poder.
- Sienten que detenerse “innecesariamente” es perder tiempo o rebajarse.
El coche se convierte en un traje de poder.
Y cuando uno se siente poderoso, cede menos.
3. Condicionamiento social
La gente con más recursos suele encontrarse en ambientes donde:
- Reciben menos sanciones.
- Están más acostumbrados a que otros “se adapten” a ellos.
- Aprenden que “la regla es flexible para mí”.
Muchos privilegios cotidianos (estacionarse donde no se debe, pasar primero, ser atendidos más rápido) moldean su comportamiento.
4. Desconexión emocional
El poder reduce la capacidad de ponerse en el lugar del otro.
No es maldad: es un mecanismo casi automático.
Las investigaciones de Keltner muestran que incluso pequeñas sensaciones de poder (ganar un juego, recibir halagos, o sentarse en una silla más alta) ya disminuyen la empatía y aumentan comportamientos egoístas.
Ahora imagina ese efecto trasladado al mundo real, todos los días, con un Mercedes o un BMW:
la desconexión se vuelve hábito.
5. Cultura: en sociedades desiguales, el efecto se amplifica
En países con grandes desigualdades (como México o EE.UU.), el estatus se hace más visible y más importante.
Eso hace que:
- Los que tienen más se comporten más dominantes.
- Los que tienen menos cedan más rápido.
Las reglas en teoría son iguales, pero en la práctica se vuelven simbólicas.
En resumen
No es el coche en sí, sino lo que representa psicológica y socialmente:
Más estatus → más sensación de derecho → menos empatía → menos respeto a normas compartidas.
Por eso frenan menos.
“¿Para eso trabajo?” — El dogma que aprisiona la vida
La frase “para eso trabajo” suele llegar acompañada de un gesto de triunfo pequeño: la reivindicación del derecho a comprar algo innecesario, a veces costoso y a menudo financiado con deuda. Sin embargo, bajo su aparente sencillez se esconde un paradigma completo: una cosmovisión donde el trabajo no es un medio para la libertad humana, sino combustible para el consumo; no es un camino de realización personal, sino un eslabón que mantiene girando la maquinaria del mercado.
Si observamos el lenguaje como un reflejo del pensamiento, esta frase revela ya una conclusión antropológica empobrecida: se trabaja para comprar. No para vivir, crear, sostener, cuidar o emancipar. Comprar se vuelve el telos, el fin último. Pero cuando una sociedad define el propósito del trabajo como acumulación de bienes, se reduce también el propósito del ser humano a portar y adquirir objetos. La persona deja de ser sujeto; se vuelve destino de mercancías.
Trabajo como sentido vs trabajo como condena
Filosóficamente, el trabajo ha sido interpretado como un acto que humaniza. Para Marx, mediante el trabajo transformamos el mundo y a la vez nos transformamos a nosotros mismos; es un proceso dialéctico que construye conciencia y dignidad. Para Simone Weil, el trabajo puede ser una experiencia espiritual cuando conecta al cuerpo con la realidad, cuando arraiga y no aliena. Incluso para pensadores existencialistas como Camus, el trabajo es una forma de reclamar sentido en un universo absurdo: una tarea que nos permite habitar el mundo con nuestras propias manos.
Pero ninguno de ellos imaginó el trabajo como un simple permiso para comprar después. Porque el acto de compra es instantáneo, pero el acto de trabajar consume tiempo vital, energía y vida. Cuando decimos que se trabaja “para eso”, se invierte la proporción ética: se glorifica el segundo de compra, y se ignoran las horas de la existencia entregadas para hacerlo posible.
El problema no es gastar dinero. El problema es creer que el trabajo solo sirve cuando termina en consumo, como si el propósito de vivir fuera llenar un carrito imaginario y no llenar el espíritu, el cuerpo social, la memoria, el vínculo o la experiencia humana.
La libertad que no viene del mercado
La falsa libertad del consumismo nace de un error fundamental: confunde elección con liberación. Elegir entre 20 productos no nos hace libres si todos ellos son irrelevantes para nuestras necesidades reales. Es la ilusión del menú infinito que esconde la cárcel: la jaula está hecha de vidrio brillante y etiquetas a meses sin intereses. De pronto, la persona no solo trabaja para comprar: trabaja para pagar deudas que nacieron del deseo de comprar. Es el ciclo perfecto de la dominación moderna.
La verdadera libertad respecto al dinero no es poder tenerlo para gastarlo, es no necesitar gastarlo para sentir propósito. No depender de objetos para justificarnos. No confundir valor con precio. Ser humano antes que consumidor.
El costo de lo innecesario
Cuando una compra es innecesaria, lo que realmente se adquiere no es el objeto: es una narrativa social. Se compra la fantasía de pertenecer a un estatus, a un imaginario aspiracional, a veces implantado por la publicidad y la comparación. Pero toda compra tiene un costo invisible: no solo es dinero, es tiempo de vida. Y el tiempo es el único recurso que no admite crédito: no se paga a meses, se paga al instante, con la existencia misma.
Entonces deberíamos invertir la frase y preguntar con honestidad brutal:
“¿Para eso vivo, para justificar lo que compro con el trabajo que me quita la vida?”
Cuando lo innecesario se convierte en justificación del esfuerzo diario, el trabajo se vuelve sacrificio permanente frente a deseos manufacturados. Ya no es acción transformadora; es ritual de subsistencia del mercado.
Otros fines del trabajo
Trabajar también puede significar: construir futuro, sostener a los que amamos, fortalecer el cuerpo y el carácter, mejorar la mente, asegurar el descanso, compartir con la comunidad, crear arte, pensamiento o memoria. Trabajamos para no pedir permiso, para no temer, para no depender, para vivir de pie frente al mundo, como aquella mujer que te impactó hace años y caminaba erguida como si el mundo fuera suyo.
Esa es la persona que no trabaja para eso, trabaja para ser, no para comprar.
Conclusión
La frase “para eso trabajo” no es una defensa de la libertad, es una confesión involuntaria: la aceptación de que la vida se volvió una transacción. Pero el ser humano no nació para completar ciclos de compra. Nació para completar ciclos de sentido.
El progreso no es tener cosas; es tener claridad de por qué se trabaja. Y sobre todo:
Trabajamos para vivir; no vivimos para explicar lo que compramos.
Pessoa en el mundo moderno: cuando la estupidez y la agitación dominan
Fernando Pessoa escribió:
“Hoy el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación.”
A primera vista, parece un diagnóstico de su época; al revisarlo desde el siglo XXI, sorprende su precisión.
Hoy, la idea de que el mundo premia a quienes carecen de reflexión no solo se confirma, sino que se intensifica. Las redes sociales, los medios de comunicación y las estructuras políticas modernas funcionan como amplificadores de la agitación y la superficialidad. La viralidad premia la reacción inmediata, el escándalo, la indignación performativa; no importa si lo que se dice tiene sentido o ética: importa cuánto impacto genera. De esta forma, la estupidez y la insensibilidad se convierten en armas estratégicas para avanzar socialmente.
Pessoa hablaba de un “internamiento en un manicomio” como metáfora: vivir en un mundo donde la capacidad de pensar y la moral están fuera de circulación es hoy literal en muchos espacios de la vida pública. La hiperexcitación se ha normalizado: programas de entretenimiento, noticias y debates políticos funcionan como gimnasios de adrenalina, donde la reflexión es un obstáculo y la emocionalidad extrema es la moneda de cambio.
Sin embargo, esta lectura no es un lamento nostálgico; es una invitación a pensar. Si el mundo premia la incapacidad de pensar y la amoralidad, nuestra estrategia para sobrevivir y mantener la lucidez debe ser contraria: reflexionar más, observar con calma, cuestionar lo que se presenta como verdad inmediata. El legado de Pessoa, entonces, no es solo una crítica del pasado o del presente, sino un mapa: nos indica qué habilidades son realmente subversivas en la modernidad: pensamiento crítico, ética y serenidad.
En conclusión, Pessoa nos habla desde otra época con la voz de un visionario: el mundo moderno no ha hecho más que amplificar lo que él ya percibía. Reconocerlo es el primer paso para no sucumbir al manicomio social que nos rodea, y para recordar que el triunfo verdadero no se mide por ruido, rapidez o ausencia de escrúpulos, sino por claridad de pensamiento y profundidad de conciencia.
sábado, 29 de noviembre de 2025
La predicción fallida de nuestro propio bienestar
Todos creemos saber qué nos hará felices. Nos decimos a nosotros mismos: “Cuando consiga ese trabajo, esa pareja, ese coche, esa casa… finalmente seré feliz”. Sin embargo, la investigación de Daniel Gilbert en Tropezar con la felicidad nos muestra que nuestra mente es sorprendentemente mala para predecir qué nos hará sentir bien y, sobre todo, por cuánto tiempo.
Gilbert afirma: “We are remarkably poor at predicting what will make us happy”. No es un fallo menor: nuestra incapacidad para anticipar nuestra propia felicidad moldea decisiones importantes en la vida, desde la carrera profesional hasta las relaciones afectivas. Creemos que alcanzar ciertas metas nos garantizará satisfacción permanente, y con frecuencia no es así.
El cerebro y sus errores de cálculo
¿Por qué nos equivocamos tanto? La mente humana tiene sesgos que distorsionan nuestras predicciones. Uno de ellos es la ilusión de impacto: tendemos a sobreestimar la intensidad y duración de nuestras emociones futuras. Ganar la lotería, recibir un ascenso, mudarse a un lugar soñado… todo parece que nos producirá una euforia duradera, pero la realidad es otra. Después de un tiempo, la emoción se diluye y volvemos a nuestro nivel habitual de bienestar.
Este fenómeno se relaciona con lo que la psicología llama adaptación hedónica, que veremos en otros ensayos. Pero lo interesante aquí es que la predicción fallida no se limita a los logros positivos. También subestimamos nuestra resiliencia: pensamos que ciertos fracasos o pérdidas nos destrozarán emocionalmente de forma permanente, y sin embargo muchas veces los superamos mejor de lo esperado.
Historias que confirman la teoría
Gilbert recopila numerosos ejemplos de personas que alcanzaron objetivos largamente deseados y, aun así, no experimentaron la felicidad que anticipaban. Un ejecutivo que logró el puesto soñado descubre que la presión, el estrés y las expectativas externas disminuyen su satisfacción; un joven que se muda a la ciudad ideal se da cuenta de que la felicidad no depende tanto del lugar sino de la experiencia que vive y las relaciones que cultiva.
Estas historias reflejan algo profundo: la felicidad no es un destino que podemos calcular con fórmulas exactas ni una meta que aseguramos con un logro específico. Es un proceso complejo, moldeado por la percepción, la interpretación y, muchas veces, el azar.
Lecciones para la vida cotidiana
Si entendemos que nuestras predicciones sobre la felicidad suelen fallar, podemos replantear nuestras decisiones y expectativas. Algunos consejos prácticos:
- Ser humildes ante nuestras predicciones emocionales: aceptar que no sabemos cómo nos sentiremos con exactitud frente a ciertos logros.
- Valorar las experiencias sobre los resultados: enfocarse en vivir el proceso y no solo en alcanzar metas concretas.
- Cultivar la gratitud y la reflexión: apreciar lo que ya tenemos, en lugar de depender de logros futuros para ser felices.
Como decía Epicuro, a veces la felicidad se encuentra en lo sencillo y en lo presente, más que en la gran meta que creemos indispensable. Gilbert nos invita a tropezar con la felicidad, a permitirnos sorprendernos y a reconocer que el control sobre nuestro bienestar no es tan absoluto como imaginamos. Y tal vez, justo en ese reconocimiento, empieza la verdadera satisfacción.
Psicopatía y liderazgo: cuando el carisma oculta la toxicidad
En el mundo corporativo, no siempre quien lidera lo hace por ser el más competente, justo o ético. A veces, ascienden personas que poseen un talento especial para el carisma y la manipulación: los psicópatas en traje y corbata. Paul Babiak y Robert Hare, en Snakes in Suits, muestran cómo estas personalidades se infiltran en las organizaciones, ascendiendo hasta posiciones de poder mientras ocultan su verdadera naturaleza detrás de una fachada impecable.
El psicópata corporativo no es un villano caricaturesco, sino un maestro de la máscara social. Puede parecer encantador, seguro de sí mismo y carismático; sus colegas lo admiran y sus superiores lo promocionan. Sin embargo, bajo esa apariencia de confianza y liderazgo se esconde un patrón de comportamiento destructivo: manipulación, explotación de colegas, falta de empatía y una fría ambición personal.
Lo alarmante no es sólo la presencia de estos individuos, sino la forma en que las estructuras corporativas facilitan su ascenso. Culturas que premian los resultados a corto plazo, que valoran la competitividad sobre la ética, o que ignoran las señales de alarma ante conflictos interpersonales, crean un terreno fértil para que los psicópatas prosperen. Así, lo que debería ser liderazgo se convierte en un ejercicio de poder deshumanizado.
El impacto de este tipo de liderazgo va más allá del daño individual. Equipos enteros pueden verse atrapados en un clima de miedo y desconfianza, donde la creatividad y la cooperación desaparecen. La organización puede obtener resultados inmediatos, pero a un costo invisible y acumulativo: rotación de personal, desmotivación, desgaste emocional y erosión de la cultura corporativa.
Reflexionar sobre esto nos obliga a cuestionar nuestras ideas de liderazgo. ¿Realmente queremos líderes que sean solo carismáticos y eficientes? ¿No deberíamos valorar también la integridad, la empatía y la capacidad de crear un ambiente saludable? La psicopatía corporativa nos recuerda que el poder sin ética es como un río sin cauce: puede avanzar con fuerza, pero arrastra todo a su paso, dejando devastación detrás.
En última instancia, reconocer la presencia de psicópatas en los puestos de liderazgo es un primer paso para protegernos, tanto como individuos como organizaciones. Y quizá, al final, el verdadero liderazgo no sea aquel que brilla por su atractivo superficial, sino aquel que construye, que protege y que inspira sin necesidad de máscaras.
"- ¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?
viernes, 28 de noviembre de 2025
Una separación (2011) – Asghar Farhadi
Irán |
Drama |
Dir. Asghar Farhadi
Cine del mundo para el alma
La película
No es una historia de buenos o malos: es un espejo de lo que somos cuando la verdad se desdibuja.
El momento clave
“¿Tú qué habrías hecho, si fueras ellos?”
Lo que nos enseña
La película nos recuerda que la verdad no es una línea recta, sino un laberinto de intenciones.
Para llevar a la vida
¿Qué parte de tus verdades defiendes aunque sepas que hieren?
¿Cuántas veces la necesidad de “tener razón” te ha alejado de alguien que amabas?
Ser honesto no siempre significa decirlo todo, pero sí mirar con compasión lo que callamos.
Frase para llevarse
“La verdad no siempre libera; a veces nos enseña que todos estamos rotos en distinta medida.”Nos llamamos a nosotros mismos, con cierta arrogancia, Homo sapiens sapiens: el homínido que sabe que sabe. Pero ¿qué es exactamente lo que sabemos que sabemos y que ninguna otra criatura sabe? Sabemos que sufriremos y sabemos que vamos a morir, y este conocimiento puede distraernos. A fin de avanzar hacia un futuro digno de nuestros orígenes deberemos dar media vuelta y enfrentarnos a los miedos de los que llevamos huyendo desde el primer momento en que pusimos un pie en la rueda de la civilización.
Christopher Ryan
El hombre que se acostumbra a todo: la bendición y la maldición de nuestra especie
“El hombre es un ser que se acostumbra a todo; esa es, pienso, su mejor definición.”
— Fiódor Dostoievski
Pocas frases capturan tan bien el dilema central de la condición humana. Dostoievski no lo escribió desde la comodidad de un café literario: lo pensó después de haber estado en un presidio de Siberia, viendo cómo personas torturadas física y psicológicamente terminaban adaptándose a condiciones que deberían destruir cualquier voluntad. Y sin embargo, la frase no es solo una observación sobre el sufrimiento: es un diagnóstico profundo de nuestra plasticidad.
Adaptación: el don evolutivo que nos hizo invencibles
Los humanos sobrevivimos porque podemos ajustarnos a casi cualquier
entorno: desiertos, glaciares, selvas, ciudades hostiles, sistemas
políticos opresores, rutinas miserables…
La adaptación es lo que nos permitió prosperar.
Pero esa misma capacidad es un arma de doble filo: no solo nos acostumbramos a lo que nos ayuda, sino también a lo que nos destruye.
La costumbre como atajo mental
El cerebro odia el gasto energético. Si puede convertir algo en hábito, lo hará.
Y ahí está la trampa: cuando el dolor, la injusticia o la mediocridad se vuelven rutina, dejan de parecer escandalosos.
Por eso la gente termina aceptando:
- trabajos que detestan
- relaciones que los desgastan
- gobiernos corruptos
- violencias normalizadas
- ciudades donde nadie se mira a los ojos
- sistemas injustos que los aplastan lentamente
La costumbre anestesia.
Uno no se da cuenta del veneno cuando lo toma cada día en dosis pequeñas.
La parte luminosa: la resiliencia
La frase también tiene un costado esperanzador: el hombre se acostumbra a empezar de nuevo, a esforzarse, a luchar, a soportar y a crecer.
Después de una pérdida terrible, alguien vuelve a reír.
Después de una traición, alguien vuelve a confiar.
Después de una derrota, alguien vuelve a intentarlo.
La adaptación hace posible la vida después del desastre.
El riesgo moral: acostumbrarse al horror
Esto es lo que más preocupa a Dostoievski: que la costumbre puede convertir lo inaceptable en normal.
Los campos de concentración, las prisiones llenas de inocentes, los
barrios donde la pobreza es permanente, los gobiernos que repiten
abusos… todo eso se sostiene porque la gente aprende a vivir con ello.
El verdadero peligro no está en el mal en sí, sino en la capacidad de la sociedad para tolerarlo.
Más aún: para olvidarlo.
El desafío ético: entrenar la sensibilidad
Si la costumbre es inevitable, ¿qué podemos hacer?
La respuesta es simple y difícil: entrenar la sensibilidad moral, impedir que el corazón se vuelva duro.
No permitir que lo injusto se vuelva paisaje.
- Reaccionar cuando haya abuso.
- Recordar que lo indignante debe seguir indignando.
- Mirar la realidad de frente y no por filtros que la suavicen.
- Revisar la propia vida para detectar dónde ya te “acostumbraste” a lo que no deberías aceptar.
Dostoievski no quería que dejáramos de acostumbrarnos a las cosas —eso es imposible—, sino que eligiéramos a qué sí y a qué no.
Conclusión: el don que exige vigilancia
Somos animales de costumbre: capaces de convertir cualquier entorno en hogar, incluso si ese hogar es una caverna oscura.
La grandeza humana está en aprender a usar esa capacidad como fuerza
para seguir adelante y no como excusa para permanecer en lo que nos
lastima.
La costumbre es un motor, pero también es una trampa.
La frase de Dostoievski nos obliga a preguntarnos:
¿A qué me he acostumbrado que ya no debería tolerar?
Cuando uno se hace esa pregunta con honestidad brutal, empieza el cambio.
La vejez como producto: el marketing de la eterna juventud
Vivimos en una época en que la vejez ya no es solo una etapa de la vida, sino un mercado en expansión. Susan Jacoby, en Never Say Die: The Myth and Marketing of the New Old Age, denuncia cómo la industria moderna ha transformado la inevitabilidad de envejecer en un problema a resolver y, sobre todo, en un negocio rentable. La vejez, antes asociada con sabiduría, experiencia y aceptación, ahora se percibe como un enemigo silencioso: arrugas, canas y fatiga son advertencias que deben combatirse con productos, cirugías y estilos de vida “anti-aging”.
El marketing de la eterna juventud se infiltra en cada rincón de nuestra vida. Cremas que prometen borrar décadas de la piel, suplementos que aseguran mantener el cerebro joven, rutinas de ejercicio que venden vitalidad interminable. Cada anuncio transmite un mensaje implícito: envejecer es fallar si no hay un remedio al alcance de tu bolsillo. Lo curioso, y a la vez perturbador, es que esta narrativa no solo crea un mercado, sino que moldea nuestra percepción de la propia identidad. La vejez deja de ser un proceso natural y se convierte en una meta a evitar a toda costa.
Jacoby nos recuerda que esta ilusión no es inocente. La “juventud prolongada” no solo requiere dinero: exige una actitud de constante vigilancia sobre nuestro cuerpo y nuestra productividad. Quien no puede costear tratamientos o mantener un estilo de vida que cumpla con los estándares publicitarios queda marginado, invisibilizado, y en cierto modo, culpabilizado por “envejecer mal”. Aquí el marketing no solo vende productos: vende culpa y miedo.
El problema no es solo comercial, sino cultural y psicológico. La presión de aparentar juventud perpetúa un rechazo hacia la propia vulnerabilidad y mortalidad, elementos esenciales para aceptar la vejez con dignidad. Como sociedad, hemos sustituido la reflexión sobre la experiencia y la sabiduría por la obsesión con la apariencia y la eficiencia, olvidando que envejecer también puede ser un acto de libertad y de autenticidad.
Al final, el mito de la eterna juventud nos ofrece una lección amarga: nos recuerda que la vejez, por más que la mercadotecnia lo niegue, no es un defecto, sino una etapa de la vida. Ignorarla o disfrazarla puede ser rentable para algunos, pero para nosotros, como individuos, el verdadero desafío es aprender a aceptarla sin miedo, con dignidad y con sentido.
jueves, 27 de noviembre de 2025
Quisiera estar en tus labios
Tal vez la raíz de nuestros problemas, los problemas del hombre, es que queremos sacrificar toda la belleza de nuestras vidas, que queremos encadenarnos a tótems, tabúes, cruces, sacrificios sangrientos, campanarios, mezquitas, razas, ejércitos, banderas, naciones, a fin de negar el hecho mismo de la muerte, que es el único hecho cierto que tenemos.
Silicon Valley: millonarios que no se sienten ricos
En su artículo de 2007 para el New York Times, Gary Rivlin retrata un fenómeno paradójico en el corazón de la innovación tecnológica: en Silicon Valley, no es raro que personas que han acumulado varios millones de dólares —lo suficientemente ricos para estar en el top 2 % de la población estadounidense— se sientan, sin embargo, lejos de ser verdaderamente acomodados. Estos “millones de clase trabajadora”, como los llama Rivlin, trabajan más horas, persiguen nuevas oportunidades y viven con la sensación persistente de que su riqueza es modesta en comparación con la de sus pares. Este ensayo analiza cómo Rivlin usa estos testimonios para exponer las tensiones de la meritocracia moderna, la relatividad de la riqueza y la insatisfacción que puede acompañar al éxito económico.
La relatividad de la riqueza
Lo que Rivlin describe es un fenómeno psicológico fascinante: la riqueza es relativa. Gary Kremen, fundador de Match.com, tiene alrededor de 10 millones de dólares, una suma que en cualquier otra parte del mundo le garantizaría una vida de seguridad y comodidad. Pero en el microcosmos de Silicon Valley, donde decenas de emprendedores han alcanzado fortunas de cientos de millones, incluso miles, Kremen se siente “nadie”. Aquí, la escala de referencia cambia: lo que para la mayoría es abundancia, para estos individuos es apenas suficiente. La comparación constante con los más exitosos redefine su percepción del éxito y, en muchos casos, alimenta un ciclo de ansiedad y sobreesfuerzo.
El artículo de Rivlin también subraya cómo los costos de vida altísimos amplifican esta sensación. La vivienda en el área metropolitana de San José o Palo Alto, los colegios privados, el transporte y el estilo de vida esperado hacen que millones de dólares se diluyan rápidamente. Así, lo que podría considerarse riqueza “asegurada” se percibe como insuficiente frente a la presión social y económica del entorno.
Trabajo, identidad y motivación
Para estos millonarios, trabajar no es solo una necesidad económica, sino una parte fundamental de su identidad. Muchos de ellos no se detienen tras el primer éxito; buscan la próxima gran oportunidad o la innovación que los coloque un paso adelante. Rivlin cita casos de individuos que trabajan 12 horas diarias, incluyendo fines de semana, no porque dependan del dinero, sino porque el éxito y el reconocimiento se han convertido en un estándar interno y externo que exige mantenimiento constante.
La motivación no es únicamente financiera: es también social y psicológica. Estos millonarios sienten que su estatus, su valía y su seguridad futura dependen de mantenerse activos en el juego de la innovación. La suerte y el timing, que a menudo juegan un papel decisivo en el éxito, también generan culpa o imposter syndrome: saben que parte de lo que poseen no provino exclusivamente de su talento, sino de estar en el lugar correcto en el momento correcto.
Un nuevo Gilded Age
Rivlin sugiere que estos “millonarios de clase trabajadora” forman parte de un nuevo Gilded Age, un período donde la riqueza relativa y la competencia social redefinen el concepto de “suficiencia”. Mientras en la sociedad en general un millón de dólares puede considerarse una fortuna, dentro de Silicon Valley es apenas un punto de partida. Esta nueva jerarquía genera presión constante: si no sigues creciendo, otros te superan y, con ello, la percepción de tu propia valía disminuye.
Este fenómeno también revela cómo la desigualdad se reproduce incluso entre los “ganadores”. La presión por mantener el estatus y la comparación con pares más ricos perpetúa un ciclo en el que nadie se siente lo suficientemente seguro, y todos están atrapados en la lógica de “más, siempre más”.
Implicaciones psicológicas y sociales
Más allá de la economía, Rivlin destaca el impacto psicológico: la ansiedad y la inseguridad son comunes, incluso en personas con recursos aparentemente abundantes. La riqueza no necesariamente se traduce en bienestar; la comparación constante con los demás y la obsesión por mantener o superar el estatus generan estrés, problemas de sueño y relaciones tensas. Además, existe una dimensión social: la familia, amigos o comunidades pueden tener expectativas que aumentan la presión para sostener el estilo de vida, generando un sentimiento de obligación perpetua.
Estas observaciones ponen en evidencia un hecho relevante: la riqueza, en un contexto relativo, pierde su función de seguridad y se convierte en fuente de ansiedad. La meritocracia tecnológica, que predica que el esfuerzo y el talento siempre serán recompensados, muestra sus límites cuando la escala de comparación se desplaza hacia el extremo superior de la pirámide.
Reflexión crítica
El artículo de Rivlin nos invita a cuestionar nuestras propias nociones de éxito. Si incluso quienes han alcanzado lo que muchos considerarían riqueza excepcional no se sienten seguros o realizados, ¿qué significa realmente “suficiencia” en nuestra sociedad? La respuesta parece depender menos de números absolutos y más de estándares relativos, de la presión social y de la identidad que vinculamos al trabajo y al estatus.
Además, el análisis de Rivlin sirve como espejo: evidencia cómo la cultura de la competitividad constante y el “hustle” moderno puede socavar la felicidad y el bienestar, incluso entre los que ganan más dinero que la mayoría. Tal vez la verdadera riqueza no reside en la cantidad de millones acumulados, sino en la capacidad de reconocer límites, valorar lo que se tiene y construir significado más allá de la comparación constante.
Conclusión
El retrato de Gary Rivlin sobre los millonarios que no se sienten ricos nos deja una lección poderosa: la riqueza es relativa, la competencia puede ser destructiva y el éxito no siempre garantiza felicidad. Silicon Valley, con su innovación y su opulencia, funciona como un laboratorio donde se pone de relieve la tensión entre la abundancia material y la satisfacción emocional. Aunque el artículo data de 2007, sus observaciones siguen siendo pertinentes hoy, en un mundo donde la desigualdad y la presión social continúan aumentando. Quizá, para encontrar un sentido auténtico de éxito, sea necesario mirar más allá del saldo bancario y cuestionar la narrativa que nos dice que siempre debemos querer más.
miércoles, 26 de noviembre de 2025
En La negación de la muerte, Ernest Becker escribió: «La idea de la muerte, el miedo que ocasiona, acosa al animal humano como ninguna otra cosa. Es causa principal de la actividad humana, diseñada, en su mayor parte, para evitar la fatalidad de la muerte, para superarla negando de algún modo que es el destino final de la persona». Sin embargo, igual que sucede con la noche, la muerte es inevitable; solo hemos conseguido dividirla en innumerables sombras fragmentadas que oscurecen el día. A causa de nuestro pánico hacia la oscuridad de la muerte, sacrificamos la luz de nuestras vidas.
RASKÓLNIKOV: La culpa que no perdona
Autor: Fiódor Dostoievski
Año: 1866
Ubicación narrativa: San Petersburgo, Rusia
Género: Novela psicológica y existencial
Perfil psicológico
Raskólnikov encarna la lucha entre teoría y humanidad, entre poder intelectual y ética personal.
Valores y creencias
Simbolismo
El asesinato de la vieja usurera = conflicto entre la teoría y la ética práctica.
El hambre y la pobreza = castigo social que refleja su entorno y su inconsciencia.
La confesión final = luz que atraviesa la oscuridad de la mente torturada.
Sonia Marmeládov = amor que representa la salvación y la compasión que él no tenía consigo mismo.
Interpretación moderna
Su historia advierte: la superioridad percibida sin empatía ni valores conduce a la autodestrucción.
Frases célebres comentadas
La tragedia de Raskólnikov: actuar sin conciencia plena.
La expiación no es legal, sino interna y emocional.
La moral no puede ser violada sin consecuencias profundas.
Música sugerida
Shostakovich – String Quartet No. 8
Arvo Pärt – Fratres
Philip Glass – Opening from Glassworks
Detalles que enriquecen el análisis
La novela es una psicología del crimen antes de que la criminología moderna existiera.
Dostoievski explora la mente fragmentada: cada personaje refleja un aspecto de la culpa o de la redención.
El ambiente opresivo de San Petersburgo funciona como espejo del estado mental del protagonista.
Sonia no solo representa amor: es moralidad encarnada, paciencia y perdón.
Lo que Raskólnikov nos enseña hoy
Las ideas, por brillantes que sean, no pueden eximir de responsabilidad ética.
El orgullo intelectual sin compasión lleva a la autodestrucción.
La culpa es inevitable: ignorarla solo prolonga el sufrimiento.
La redención requiere humildad, amor y aceptación de los errores.
No hay justificación externa para transgredir la humanidad propia o ajena.
Raskólnikov nos recuerda que la verdadera fuerza no está en quebrantar normas, sino en sostenerlas cuando nadie observa.Archivo del blog
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