Jim Harrison: el animal que caminaba contra el viento
Hay escritores que parecen haber nacido para pulir la lengua, y hay otros —los menos— que nacen para desgarrarla. Jim Harrison pertenecía a esta segunda especie: un hombre construido de raíces, lodo, whisky, constelaciones y heridas. Vivió como si supiera que el tiempo es un caballo salvaje, y que uno no debe montarlo con delicadeza sino con valentía bruta, de esa que no se aprende en los libros sino en la soledad.
Harrison fue, en esencia, un superviviente. Desde niño cargó cicatrices: la pérdida de un ojo, la muerte trágica de su padre y su hermana en un accidente, la sensación permanente de estar atrapado entre la civilización y lo indómito. Pero en vez de retraerse, decidió pelearle a la vida con la única arma que nunca se oxida: una voluntad feroz. Su valentía no fue de gestos heroicos, sino de persistencia animal, como un lobo que sigue avanzando aunque la nieve le muerda los huesos.
Su épica no fue la de los grandes salones literarios —que lo miraban con desconfianza porque olía a bosque y a carne asada—, sino la épica de la existencia diaria: levantarse a escribir con dolor en la espalda, caminar kilómetros por el campo buscando una línea perfecta, amar excesivamente, comer con un apetito de gigante, beber con la intensidad de quien sabe que el mundo está hecho de horas prestadas.
Jim Harrison escribía como vivía: mezclando devastación y belleza, sin pedir permiso, sin maquillarse ante nadie. Sus poemas parecen escritos por alguien que oye todavía el bramido de un alce en la madrugada; sus novelas, por alguien que ha amado tanto que ya no tiene miedo a perder. Legends of the Fall no es solo una historia: es un rugido. Una declaración de que los hombres que sienten demasiado suelen ser incomprendidos, pero también imprescindibles.
Lo que más impresiona de Harrison es su relación con la valentía. Para él, ser valiente no era no temer; era caminar con el miedo en la mano, reconocerlo, olerlo, entenderlo y aun así dar un paso más. Vivía con la conciencia de su propia fragilidad —su salud quebradiza, su cuerpo lastimado, su mente a veces oscura—, pero jamás negoció con la cobardía. “La vida es corta, pero ancha”, decía. Una frase que es en sí misma una filosofía: expándete, abraza, muerde, toca, escribe, vive… aunque duela.
Su vida entera fue un acto de resistencia poética. Resistió al mercado, a la crítica, a las modas, a la corrección pulida. Resistió incluso al propio agotamiento del alma. Al final, cuando murió sentado escribiendo —como buen guerrero que cae con el arma en la mano—, dejó una estela que no es solo literaria, sino humana: un recordatorio de que la grandeza no se mide por el aplauso, sino por la intensidad con la que uno habita su propia existencia.
Jim Harrison caminó contra el viento toda su vida.
Y aunque era un hombre herido, nunca dejó de rugir.
Esa es la verdadera épica.
Esa es la verdadera valentía.

No hay comentarios:
Publicar un comentario