El contínuum se ha roto porque el animal humano ha dejado de habitar un mundo humano. Vivimos en un mundo creado por y para las instituciones que prosperan en el comercio, no por y para seres humanos que prosperan en la comunidad, la risa y el ocio. «Las expectativas y tendencias de nuestra especie —en palabras de Liedloff— ya no se corresponden en un entorno consecuente con aquello en lo que esas expectativas y tendencias se formaron».
Da
igual la cantidad de veces que nos repitan que vivimos en la tierra
prometida o, incluso, hasta qué punto creamos que esto es verdad. El
animal humano está enfermo por la desconexión entre la nutrición
esperada para la que evolucionó y los disparates azucarados con los que
se encuentra. Incluso si la publicidad implacable nos lleva a creer que
los refrescos son nutritivos, nuestro cuerpo es mucho más sabio y es
probable que responda con caries, diabetes y enfermedades cardíacas.
Incluso quienes creen estar satisfechos, pueden no estarlo. «Su perfecta
adaptación a esa sociedad es una medida de la enfermedad mental que
padecen —escribió Aldous Huxley, en referencia a— millones de personas
anormalmente normales, que viven sin quejarse en una sociedad a la que,
si fueran seres humanos cabales, no deberían estar adaptados».[136]
Independientemente
de si el valor de la vida se mide en la moneda de la felicidad, en la
del sentido, en la de lo interesante o simplemente en la de la ausencia
de desesperación, los sutiles traumas de la vida moderna son
ineludibles. Una encuesta de Gallup de 2013 reveló que el 70 por ciento
de los estadounidenses odia su trabajo o simplemente «lo soporta»,
mientras que solo el 30 por ciento siente «compromiso y entusiasmo» con
aquello a lo que dedican más de cuarenta horas semanales. Como señaló
Thoreau hace mucho tiempo: «La mayoría de los hombres se sentirían
insultados si se les empleara en tirar piedras por encima de un muro y
después volver a lanzarlas al otro lado con el único fin de ganarse el
sueldo. Pero hay muchos individuos empleados ahora mismo en cosas menos
provechosas aún».No es ninguna sorpresa que el consumo de antidepresivos
en Estados Unidos haya aumentado en casi un 400 por ciento desde 1990.
En 2008, el 23 por ciento de las mujeres con edades comprendidas entre
los cuarenta y los cincuenta y nueve años tomaban por lo menos uno. En
1985, los sociólogos preguntaron a los estadounidenses si contaban con
amigos cercanos en los que podían confiar. El 10 por ciento afirmó no
tener a nadie. En 2004, el número de personas tan aisladas que no tenían
a nadie en quien confiar había alcanzado el 25 por ciento. En 2013, los
CDC (Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades)
informaron de que la tasa de suicidio entre los estadounidenses en la
flor de la vida (entre los treinta y cinco y los sesenta y cuatro años)
se había disparado en un 28,4 por ciento en la primera década del siglo
XXI, superando por primera vez la cifra de individuos que fallecían en
accidentes automovilísticos. Entre los hombres en la cincuentena, los
suicidios habían aumentado un 50 por ciento, mientras que entre las
mujeres entre sesenta y sesenta y cuatro años el incremento era de casi
el 60 por ciento.
Christopher Ryan
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