Ingrid Jonker: la poesía como herida abierta
Ingrid Jonker no escribió poemas: los sangró. Cada verso suyo es una costilla rota del lenguaje, una flor creciendo en medio del escombro moral del apartheid. Fue una mujer diminuta frente a un sistema gigantesco, y aun así le habló de tú, sin quitarse el polvo de los zapatos ni pedir permiso. La poesía, en su caso, no fue un refugio sino un campo minado: cada palabra podía explotar.
Nació en Sudáfrica, ese país donde el color de la piel decidió durante décadas quién podía respirar con holgura y quién debía pedir aire prestado. Su padre —detalle cruel que la historia subraya con saña— fue un político del apartheid. Ingrid, en cambio, eligió el bando de la intemperie. Entre ellos no hubo diálogo posible: él defendía leyes; ella, cuerpos. Él creía en fronteras; ella, en la piel como territorio común. Cuando la política se volvió muro, Ingrid se volvió grieta.
Su poesía es íntima y feroz, como una carta de amor escrita con los dientes apretados. Habla del deseo, de la infancia, de la pérdida, pero todo eso ocurre bajo una sombra histórica que no se puede esquivar. En Jonker, el amor nunca es solo amor: es también resistencia. La ternura es un acto subversivo. Decir “te quiero” en un país construido sobre el odio racial es casi un delito poético.
El poema “La niña asesinada en Nyanga” es el corazón en carne viva de su obra. No describe: acusa. No llora: señala. Esa niña muerta no es solo una víctima; es una pregunta que nadie quiere responder. Cuando Nelson Mandela leyó ese poema en el primer Parlamento democrático de Sudáfrica, la poesía hizo algo raro y peligroso: entró a la política sin corbata y con los pies mojados de mar. Ingrid no estaba viva para verlo, pero su voz sí. Y eso basta.
Porque Jonker también es la historia de una caída. Depresión, silencios, hospitales, y finalmente el mar. Caminó hacia el océano como quien regresa a una lengua más antigua que el dolor. No fue un gesto romántico —la muerte nunca lo es—, fue el agotamiento de una sensibilidad que lo sintió todo demasiado. Ingrid no se rindió: se le acabó el cuerpo.
Su legado incomoda. No es una poeta para tazas con frases bonitas. Es una poeta que te mira fijo y te pregunta de qué lado estás cuando el mundo se parte en dos. Leerla hoy es recordar que la poesía no sirve para escapar de la realidad, sino para incendiarla con elegancia.
Ingrid Jonker escribió poco y ardió mucho. Como las estrellas que no piden permiso para brillar ni perdón por apagarse. Y aun así, aquí estamos: leyendo sus versos, con el corazón un poco más roto y la conciencia un poco más despierta. Así trabaja la buena poesía: entra suave, sale dejando marcas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario