La inmortalidad como maldición elegante: el humano atrapado en su propio eco
Hay quienes sueñan con dejar huella, como si el mundo fuera una playa eterna y la espuma no tuviera oficio. Pero Kundera, con la sonrisa torcida del que ya vio demasiadas tragedias volverse comedia, nos recuerda que la inmortalidad no es un premio: es una prolongación incómoda del ruido que dejamos al pasar. Un eco terco. Una sombra que insiste en caminar cuando el cuerpo ya se fue a dormir.En La inmortalidad, la idea de trascender no es una gloria, sino un malentendido que se infla como globo de feria: bonito desde lejos, ridículo de cerca. Agnes, con su melancolía que no presume, encarna el deseo de desaparecer sin deberle nada al mundo, pero el mundo —caprichoso como un gato— insiste en darle un significado. Goethe, por su parte, ya no puede escapar de la fama que lo convirtió en estatua, condenado a sonreír para un público que jamás pidió.
La inmortalidad aquí no es el Olimpo; es un cuarto mal iluminado donde los humanos seguimos actuando incluso después del aplauso. Una condena teatral. Una maroma sin fin. El problema de trascender es que deja de pertenecerte tu historia: la toman otros, la visten, la peinan, la tergiversan… y tú, ya difunto, no puedes pedir derecho de réplica. Te vuelves mito, y los mitos no se defienden: sólo se usan.
Lo más irónico —Kundera diría “humano, demasiado humano” con risa baja— es que la inmortalidad no depende del mérito, sino del capricho ajeno. Puedes dedicar una vida a la delicadeza y la inteligencia, y aun así ser recordado por el chisme equivocado. O peor: por una anécdota menor que jamás quisiste que sobreviviera. Ser inmortal es tener mala suerte archivada.
Pero lo más feroz del asunto es que el deseo de inmortalidad nace del miedo: miedo a ser olvidado, a ser intercambiable, a que nuestra vida —esa obra con tanto ensayo y tan poco público— no deje ni un suspiro en el aire. En respuesta, Kundera nos guiña: “relájate, nadie recuerda bien a nadie”.
Así, la inmortalidad aparece como chiste cósmico, una broma larga que juega con el orgullo humano. ¿Querías sobrevivir? Toma: aquí tienes una caricatura de ti. Una versión mejorada… o arruinada. Pero no te quejes: peor sería que nadie te dibujara.
En el fondo, la inmortalidad kundereana no es un premio divino, sino un espejo deformado. Una invitación a dejar de correr detrás del aplauso y regresar a lo íntimo, a lo leve, a lo que no necesita monumentos. Porque al final, lo más vivo del ser humano no es lo que permanece, sino lo que se escapa.
La verdadera eternidad —susurra Kundera, con esa risa suya que acaricia y raspa— quizá está en vivir sin preocuparse del eco. Porque el eco, al fin y al cabo, sólo repite lo que ya no somos.
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