En la penumbra de la selva, donde la luz apenas toca el suelo, el jaguar cierra los ojos y se adentra en un mundo que solo él conoce. Sueña con el viento que se cuela entre las hojas, con el murmullo de los ríos que dibujan caminos secretos, y con la tierra húmeda que guarda los pasos de sus antepasados. Cada sombra es un amigo, cada rama una guía, cada huella un recuerdo.
Sueña con la libertad que la noche le otorga, con moverse sin testigos, con la caza como un juego sagrado, donde fuerza y paciencia se encuentran. En sus sueños, no hay cercas ni hombres; solo territorios infinitos y el rugido profundo que vibra en su pecho, resonando con la memoria de jaguares que ya no caminan entre los árboles.
Pero también sueña con lo perdido: con bosques que han sido arrancados, con presas que ya no existen, con ecos de selvas que el hombre convirtió en silencio. En su sueño, el jaguar recuerda que es rey y fantasma a la vez, que su poder y su misterio son frágiles frente al mundo que lo rodea. Y aun así, en cada sueño, se levanta de nuevo, invisible, indomable, recordando que la vida que corre en él no se puede domar, solo respetar.
Sueña con el mismo corazón que late en nosotros cuando sentimos miedo y deseo de libertad al mismo tiempo. Porque quizá, en el fondo, los jaguares y los hombres soñamos con lo mismo: ser dueños de nuestro territorio y guardar intacta nuestra alma.
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