El niño que veía hadas en un imperio cansado
Nació en un imperio que hablaba en voz baja y mandaba en voz alta. Un imperio que administraba el mundo como si fuera una contabilidad infinita, donde la imaginación era un gasto innecesario y la belleza una excentricidad sospechosa. Irlanda, para Londres, no era un mito: era un problema. Y en medio de ese paisaje domesticado por el cálculo, William Butler Yeats creció escuchando algo que no figuraba en los informes imperiales.
Mientras el poder se expresaba en leyes, impuestos y ferrocarriles, el niño Yeats atendía a otras voces: hadas, colinas encantadas, héroes antiguos, símbolos que no servían para producir nada, pero que sostenían todo. No era evasión. Era resistencia primitiva. Antes de cualquier consigna política, Yeats entendió que quien pierde sus mitos pierde la forma de mirarse a sí mismo.
El Imperio quería una Irlanda funcional. Yeats intuía una Irlanda invisible.
Desde temprano, su imaginación se movió hacia lo que el mundo moderno desprecia: lo inútil, lo arcaico, lo simbólico. No porque fuera ingenuo, sino porque comprendía algo que los administradores no comprenden nunca: que las sociedades no se mantienen solo con pan, sino con imágenes. Que cuando se extingue el lenguaje del asombro, lo que queda es obediencia o ruido.
Aquí aparece el primer conflicto que marcará toda su obra: el poeta frente al progreso. No como reaccionario automático, sino como sospechoso lúcido. El progreso promete orden; Yeats veía empobrecimiento espiritual. Promete claridad; Yeats respondía con misterio. En vez de sumar datos, acumulaba símbolos. En vez de avanzar en línea recta, giraba en círculos antiguos.
No era nostalgia decorativa. Era una intuición histórica. Los pueblos conquistados no solo pierden tierras: pierden relatos. Y sin relatos propios, terminan hablando con la voz del vencedor incluso cuando creen estar pensando. El joven Yeats entendió que la verdadera colonización ocurre cuando el imaginario se vuelve ajeno, cuando lo posible y lo deseable son definidos desde fuera.
Por eso eligió lo que parecía frágil: leyendas, folklore, mitología celta. No para encerrarse en el pasado, sino para reconstruir una continuidad rota. Cada hada era una insurrección mínima. Cada símbolo, una negativa a aceptar que la realidad fuera solo lo que el poder decía que era. Frente al lenguaje administrativo del imperio, Yeats levantó un lenguaje ceremonial.
Ese gesto inicial contiene ya al Yeats entero. El poeta que nunca será cómodo. El hombre que nunca escribirá para tranquilizar a su época. El artista que sospecha de los consensos y prefiere el temblor del mito a la seguridad del manual. Antes de ser político, fue guardián. Antes de ser profeta, fue oyente.
El niño que veía hadas no estaba escapando del mundo: estaba preparándose para enfrentarlo. Porque sabía —aunque aún no pudiera decirlo— que vendría un tiempo en que el centro no se sostendría, en que las viejas formas se romperían, y que entonces solo quienes hubieran conservado un lenguaje profundo podrían nombrar el derrumbe.
Así comienza esta epopeya: no con un arma, no con una proclama, sino con un niño que se niega a dejar de ver lo que el imperio ha decidido no ver.
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