lunes, 1 de diciembre de 2025

  El chisme: la red neuronal del ocio social

El chisme es la Wi-Fi ancestral de la tribu, pero con el tiempo se volvió la red neuronal del ocio social: una corriente eléctrica que no transmite conocimiento, solo descarga morbo y alimenta jerarquías invisibles. Hoy ya no sirve para localizar tigres ni traidores que puedan matar al clan; sirve para localizar defectos ajenos que puedan subirnos unos centímetros sin tener que crecer.

La ciencia dice que el cerebro disfruta hablar de los demás porque es un sistema de recompensa: información social = dopamina. Y ahí está la trampa. La dopamina no distingue entre lo útil y lo tóxico. Te da el mismo aplauso químico por descubrir quién es confiable que por burlarte de quien está deprimido, o por comentar el divorcio del vecino como si fuera un capítulo nuevo de tu serie favorita.

Pero lo que la dopamina sí revela es otra cosa: el chisme no es hambre de verdad, es hambre de estímulo. Cuando la mente no tiene propósito propio, empieza a forrajear en la vida ajena como animal de pastoreo emocional. Por eso la gente no solo chismea: colecciona narrativas de otros como si fuesen logros personales.

En sociología, el chisme es capital social: quien tiene información gana un poder breve y simbólico. Pero es un poder hecho de aire. Es como ganar una corona de cartón en una guerra de sombras. El chismoso no gobierna, solo administra rumores. Y la administración de rumores es la forma más pobre de poder, porque no construye nada: solo regula por miedo, vergüenza o burla.

¿Y hablar a espaldas? Eso ya no es vínculo tribal, es anorexia de confrontación. La sociedad chismosa evita el conflicto directo porque carece de herramientas emocionales para sostenerlo. No es maldad pura, es raquitismo social: huesos delgados hechos para sostener críticas, no conversaciones. La espalda del otro se convierte en pizarra porque el chismoso no tiene el músculo del diálogo para escribir de frente.

Aquí entra la paradoja mexicana y latinoamericana: comunidades profundamente sociales, pero a menudo socializadas en la fiscalización y no en la autonomía. Familias, barrios y culturas donde “lo privado es comentario colectivo” crean un caldo donde el chisme no solo germina, se considera trámite de pertenencia. Si no opinas del otro, parece que no participas del grupo. Y entonces la gente cree que chismosear es convivir, cuando en realidad es solo picotear ajeno para sentirse acompañado.

El problema real no es el chisme, sino lo que desplaza:

  • Desplaza la introspección: en vez de preguntarme quién soy, pregunto qué hizo otro.

  • Desplaza el mérito: en vez de mejorar yo, empeoro a alguien en conversación.

  • Desplaza el lenguaje: en vez de verdad, veredicto; en vez de experiencia, juicio.

La sociedad chismosa es como un bosque donde los árboles dejaron de hacer fotosíntesis: ya no producen energía propia, solo compiten por la poca luz disponible. No hay crecimiento, solo comparación de altura. Y como nadie está creciendo de verdad, la única forma de “ganar” es cortar un pedacito del otro en la charla.

El chisme es, en el fondo, nostalgia mal canalizada: deseo de tribu sin deseo de responsabilidad. Queremos conexión, pero sin cargar el peso de la honestidad. Queremos estatus, pero sin pagar el precio del logro. Queremos emoción, pero no la que nace de vivir, sino la que nace de comentar.

Y por eso, camaradas, el kraken sale del mar y dice:

“La gente no habla de los demás porque la vida ajena sea interesante, sino porque la propia dejó de ser urgente.”

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