Decir “no estoy pensando en nada” es una pequeña mentira piadosa. Como cuando uno dice “solo una copita” o “ya voy saliendo”. El cerebro, ese órgano incapaz de apagar la luz, nunca se queda en blanco. Lo que hace, cuando creemos que no piensa, es pensar sin avisarnos.
La neurociencia le puso nombre a ese estado aparentemente vacío: red neuronal por defecto (default mode network). Suena a configuración de fábrica, y lo es. Cuando no resolvemos problemas, no leemos, no discutimos ni calculamos impuestos, el cerebro entra en modo divagar. No se duerme: se va de paseo.
En ese paseo mental no hay silencio; hay murmullo. Aparecen recuerdos sueltos, escenas viejas, diálogos que no terminamos nunca, versiones alternativas de nuestra vida (“¿y si hubiera dicho eso?”), fantasmas del futuro (“¿y si pasa aquello?”). Es el cerebro haciendo archivo, limpieza, conexiones raras, como un bibliotecario insomne que reorganiza estanterías a las tres de la mañana.
Paradójicamente, no pensar en nada es cuando más nos pensamos. No en términos lógicos, sino existenciales. La red por defecto está ligada al yo, a la identidad, a la autobiografía. Ahí se cocina la sensación de ser alguien continuo en el tiempo. Cuando creemos estar vacíos, el cerebro está escribiendo —sin pedir permiso— el borrador de quienes somos.
Por eso el silencio incomoda. Callar deja espacio. Y el espacio deja entrar cosas. En una época obsesionada con estímulos, pantallas y ruido, no pensar en nada es casi un acto subversivo. El sistema prefiere cerebros ocupados: consumiendo, produciendo, reaccionando. Un cerebro que divaga es peligroso: puede imaginar.
Y aquí viene la ironía: muchas ideas brillantes nacen justo ahí, en ese supuesto vacío. El “¡ajá!” aparece cuando uno se baña, camina, mira al techo. No cuando fuerza la cabeza como si fuera un frasco duro. El cerebro necesita holgura para unir puntos que, bajo presión, no se tocan. El ocio mental no es flojera: es incubadora.
Pero cuidado: ese vagar también puede volverse pantano. La misma red que permite la creatividad puede alimentar la rumiación, la ansiedad, el bucle infinito del “qué hubiera pasado si…”. No pensar en nada no siempre es paz; a veces es un espejo sin marco donde uno se queda demasiado tiempo mirándose.
Así que no, no existe el vacío mental. Existe el pensamiento sin micrófono, el pensamiento en pantuflas. El cerebro no descansa: cambia de música. Baja el volumen de la razón y sube el del recuerdo, el deseo, la intuición.
Quizá la pregunta no sea qué pasa cuando no pensamos en nada, sino qué pasa cuando por fin dejamos de estorbarle al cerebro. Ahí, en ese aparente silencio, no hay nada… salvo nosotros, dispersos, recombinándonos, como constelaciones que solo se ven cuando se apagan las luces.
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