La vida es un viaje que desafía nuestra comprensión racional, un tránsito por aguas que no podemos predecir ni controlar completamente. En la filosofía existencial, este recorrido simboliza la condición humana: seres arrojados al mundo, enfrentando la contingencia y el absurdo, obligados a construir sentido en medio del caos.
Navegar por “aguas peligrosas” y recorrer “senderos desconocidos” no es solo una metáfora de las dificultades externas, sino un espejo del propio ser enfrentando su finitud y su libertad. La incertidumbre es inherente a la existencia; el ser humano no llega al mundo con un mapa, sino con la tarea de dibujarlo con sus decisiones y actos.
El momento en que “por un segundo te sientes perdido” representa la experiencia límite donde se confronta la angustia existencial. Esa sensación de desorientación es el punto de ruptura que, paradójicamente, puede abrir la puerta a la autenticidad: reconocer que no hay un destino prefijado, sino un horizonte abierto que espera ser creado.
Estar “de espaldas a tu destino” sugiere que no es la pasividad lo que define el rumbo, sino la capacidad activa de girar, de voltearse hacia ese destino que no es una meta fija, sino un proyecto en constante devenir. La vida no es una línea recta hacia un fin inevitable, sino un círculo dinámico en el que el sentido se construye caminando.
Así, esta travesía no es simplemente una sucesión de eventos, sino una invitación a asumir la responsabilidad ontológica de ser, a enfrentar la incertidumbre no como un obstáculo, sino como la condición que hace posible la libertad y la creación de sentido.
En última instancia, la vida se revela como un arte en movimiento, una danza entre el riesgo y la esperanza, donde el verdadero destino es la realización de uno mismo en medio del misterio.

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