jueves, 21 de agosto de 2025

 Dos planos, una existencia


¿Es la verdad algo momentáneo o eterno? ¿Puede ser verdadera una vida que cambia, se desgasta y muere?

Hay quienes afirman que la verdad, para ser verdadera, debe ser eterna. Lo que cambia, lo que nace y muere, no puede ser verdad sino apariencia, error, o ilusión. Bajo esa mirada, la vida —efímera y fugaz— parecería una mentira disfrazada de sentido. Sin embargo, esta idea no es nueva. Resuena en las voces de Platón, de los místicos orientales, de los poetas del alma.

Lo transitorio se asocia con la mentira. Solo lo permanente sería digno de llamarse real.

Pero si eso fuera así, ¿qué somos entonces nosotros, que pasamos como relámpagos en medio del tiempo? ¿Qué sentido tiene respirar, amar, temer, si todo ha de acabar?

La respuesta, quizá, está en la intuición de que existimos en planos distintos pero entrelazados: uno mortal, y otro espiritual. Uno donde el cuerpo nace y muere, y otro donde el alma busca lo eterno. Esta idea aparece en muchas tradiciones:

Para Platón, el alma es prisionera del cuerpo, anhelando volver al mundo de las ideas.

Para el budismo, la impermanencia es real, pero no es mentira: es una lección de desapego y despertar.

Para los místicos, la vida no es error sino símbolo: una carta cifrada del espíritu hacia lo alto.

Para Heráclito, la verdad no está en la permanencia, sino en el cambio mismo.

Entonces, tal vez la vida no sea mentira, sino mensaje.
No es la verdad definitiva, pero apunta hacia ella.
No es un error, sino un puente entre el tiempo y la eternidad.

Vivir con esta conciencia es recordar que somos más que carne y días.
Es saber que hay una chispa en nosotros que no envejece, no muere, no olvida.
Una chispa que no busca duración, sino sentido.

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