Había estado mucho tiempo enfermo. Cuando llegó el día de salir del hospital, apenas sabía andar, casi no recordaba quién era. Haga un esfuerzo, me dijo el médico, y en tres o cuatro meses volverá a habituarse a las cosas. No le creí, pero de todos modos seguí su consejo. Me habían desahuciado, y ahora que había desbaratado sus predicciones y seguía misteriosamente con vida, ¿qué otra cosa podía hacer sino vivir como si tuviera todo un futuro por delante?
Empecé
dando pequeños paseos, nada más que una o dos manzanas y luego vuelta a
casa. Sólo tenía treinta y cuatro años, pero a todos los efectos la
enfermedad me había convertido en un anciano: uno de esos viejales
temblorosos que van arrastrando los pies y no pueden poner uno delante
de otro sin mirar cuál es cuál. Incluso a la lentitud con que me movía
entonces, andar me producía una extraña y volátil sensación de ligereza,
un barullo de señales confusas y fallidas conexiones mentales. El mundo
empezaba a girar y dar tumbos ante mis ojos, desplazándose como una
imagen en un espejo ondulado, y siempre que intentaba centrar la mirada
en una sola cosa, aislar un objeto de la vertiginosa avalancha de
colores —un pañuelo azul anudado a la cabeza de una mujer, digamos, o la
luz roja en la parte trasera de una furgoneta—, empezaba inmediatamente
a descomponerse, a esfumarse, a desaparecer como una gota de tinta en
un vaso de agua. Todo temblaba y se estremecía, se disgregaba en todas
direcciones, y durante las primeras semanas me costaba trabajo averiguar
dónde acababa mi cuerpo y empezaba el resto del mundo. Me daba contra
las paredes y los cubos de basura, me enredaba en las correas de los
perros y los papeles que llevaba el viento, tropezaba en las aceras más
lisas. Llevaba toda la vida viviendo en Nueva York, pero ya no entendía
ni las calles ni el gentío, y cada vez que salía a una de mis breves
excursiones me sentía como perdido en una ciudad desconocida.
Paul Auster
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