ELVIS: ECO DE UN TRUENO QUE NO SE APAGA
Una elegía para el hijo del trueno, el Orfeo eléctrico, el ángel caído de Memphis
> “Algunos hombres nacen con un fuego adentro.
Otros nacen para arder en público.”
I. EL CANTO DE ORFEO EN UNA IGLESIA DE MADERA
Antes
del oro, antes del temblor de las adolescentes, antes del Rey, existió
un niño pobre que cantaba a Dios en los templos de madera. Tupelo,
Misisipi. 1935. Tierra roja, voces negras, y una madre que tejía el
destino con hilos de ternura.
Elvis
no aprendió la música: fue elegido por ella. Su voz era lumbre sagrada,
herencia de los salmos negros, de los espirituales que cruzaban los
campos como susurros de libertad. Como Orfeo, su canto tenía el poder de
hacer llorar a los árboles y de hacer bailar al dolor.
Era
blanco, pero lo poseía el alma del blues. No lo imitaba: lo encarnaba.
Su voz no era puente entre razas: era herida compartida.
II. FAUSTO CON PANTALONES DE CUERO
El
joven de ojos grandes y mandíbula triste subió al escenario sin saber
que acababa de vender algo más que discos. Se movía como si cada hueso
gritara. No era erotismo: era electricidad. Como si el trueno bajara al
cuerpo de un hombre de provincia.
Elvis
no pactó con el diablo en un cruce de caminos como Robert Johnson. Lo
hizo en camerinos, estudios y limusinas. Cambió el alma por un contrato.
Por la ilusión de ser amado por millones sin ser conocido por ninguno.
Y
así, el muchacho se volvió mercancía. Hollywood lo convirtió en
parodia. Le dieron papeles vacíos, pastillas de colores, falsas
sonrisas, y una jaula que brillaba demasiado para notarla al principio.
Fausto no siempre quiere el poder: a veces solo quiere que no lo abandonen.
III. GRACELAND: LA CÁRCEL QUE LLAMÓ HOGAR
Graceland
no fue palacio: fue santuario y celda. Ahí dormía un hombre roto entre
retratos de sí mismo. Lo rodeaban amigos de alquiler, médicos obedientes
y espejos que devolvían imágenes borrosas.
Elvis
comía para callar el hambre que nunca era del cuerpo. Se llenaba de
pastillas para no sentir el peso de la soledad que llegaba con cada
aplauso. Era el Rey, sí… pero un rey exiliado dentro de sí mismo.
Como Ícaro, voló demasiado cerca del sol. Pero no fue por soberbia: fue por miedo a quedarse abajo, donde nadie lo recordara.
IV. EL ÁNGEL CAÍDO QUE CANTABA DESDE LAS SOMBRAS
Elvis
no murió a los 42 años. Murió lentamente. En cada show donde su voz era
un grito disfrazado de melodía. En cada traje blanco que ocultaba la
melancolía. En cada nota que decía “I can't help falling in love with
you” como si fuera súplica.
Murió
como mueren los ángeles caídos: no en el infierno, sino en el silencio
que dejan después. Su cuerpo lo encontraron solo, vencido por el propio
peso de haber sido leyenda.
Pero
los mitos no obedecen a las reglas de los hombres. Elvis no
desapareció. Se escurrió entre la realidad y el símbolo. Hoy no sabemos
si canta desde alguna estrella, o desde un tocadiscos viejo en una casa
triste.
V. LA ETERNIDAD TIENE VOZ DE ELVIS
Lo
ves. Lo escuchas. Lo sientes. Está en los besos que se dan con música
de fondo. En el imitador gordo de Las Vegas. En la madre que pone un
casete para recordar su juventud. En los ojos llorosos de quien canta
Love Me Tender sin saber por qué tiembla.
Elvis es polvo cósmico con ritmo. Es el eco de un tiempo que ya no existe, pero aún vibra.
No está vivo. Está despierto.
No está muerto. Está cantando bajito.
> “Elvis fue más que hombre.
Fue herida abierta en forma de canción.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario